viernes, 23 de abril de 2010

1.Chamartín

El tren se puso en marcha, como tantas otras veces, y con el complejo del eterno turista seguía por la ventanilla la salida de la estación. Supongo que cada viaje es como un pequeño mundo, con su gente, su paisaje, sus sonidos y sus sensaciones...
Solo en el compartimento, podía dedicarme a escribir unas líneas para pasar el tiempo, que no seria mucho, apenas dos horas de viaje en aquel “Estrella”. Al mirar y contemplar pensé que aquellos trenes ya no circulaban. Todo tenía un ambiente “retro”, los sillones con su mala tapicería roja, tan imaginable de todos los trenes, hacían juego con las cortinas, con los estantes satinados y con el aire, y ese olor: a pasado, a despedida solitaria, a nada…

“¿Me llamarás cuando llegues?”
“Si...”

Las palabras habían sonado sobre las escalerillas del vagón, y mientras se encendía el ultimo cigarrillo, ella se perdía por el anden como en las películas de cine negro, como recordando a Bogart en su eterna despedida, pero sabiendo, mientras esperaba consumir el cigarro, que a ellos no les salvará Paris, porque ese viaje está reservado para las ultimas tentaciones. El cigarro no se consumió. Y sabía, por esas cosas que siempre se saben, que tampoco la llamaría.
Desde que estaba en Madrid el tren había sido siempre lo más socorrido, de una estación a otra. Llegar a éstas era muchas veces la mayor de las preocupaciones. Me había recogido a la salida del restaurante, aunque esta vez hubiese tenido tiempo suficiente de moverme en metro, o de salir andando. Pero como casi siempre ella ya estaba allí.
¿Dónde estaba yo cuando tenía veinte años?
Conducía en silencio, pendiente de cada coche, moviéndose instintivamente de carril en carril, sin decir ni una palabra. Nada hasta la estación. No había prisa, y era lo único que se podía desear, llegar sin mucho conflicto, sin nada que enturbiase el silencio, sin nada trascendente que decirse. Últimamente era mejor así, verse, hablar del día, de los amigos comunes, de lo humano; hablar de lo divino era una causa perdida, innecesaria y a menudo provocadora.
Nunca la besaba. Al menos fuera de la cama. Un beso cálido en la mejilla, sólo uno, bastaba como muestra de cariño, como adiós, como mil palabras, como silencio, como quiero y no puedo. Supongo que ella se lo preguntaría cada vez que se acercaba y rozaba su mejilla, o no, quizá también ella sabia que era algo casi ritual o cobarde. Creo que por eso no la llamaría.
El revisor entró bruscamente sacándome de aquella meditación, pareciendo que junto aquella menos romántica de pedir el billete, fuera una de sus principales funciones. Sabía que iba sentado en un compartimento que no era el mio, pero el interventor no dijo nada, las miradas se cruzaron con aire de reprimenda, y carraspeo a modo de resignación.
Una vez, hace algún tiempo, estando en la cama, a media luz los dos, como diría la canción, descansando ya cuerpo sobre cuerpo, dejó escapar una pregunta. Tengo que confesar en este pequeño sueño, que de todas las preguntas profundas que me hicieron las mujeres superficiales, ésta me dejó bastante confuso. Poco tiempo después le escribí una carta...
“¿Qué quieres de mi?”