martes, 16 de noviembre de 2010

Año Dos

La relatividad temporal es algo estudiado, visto y oído por todas partes y rincones. Niñas que maduran antes que los niños, jubilados con espíritu de adolescentes, precoces púberes pertinentes que adelantan la edad de todas aquellas cosas que mi generación retrasó hasta “hacerse mayor”, bebés que siempre llevan ropa de otra edad, porque siempre están más crecidos de lo que corresponde, y jóvenes cansados como abuelos. Me paso días subido a trenes y autobuses luchando por avanzar más deprisa que el tiempo, por llegar sin que el minutero me siegue con la aguja de la hora la libertad de ver pasar esas horas, intentando que este mi tiempo se retrase y corra “einstenianamente” para atrás. La relatividad del tiempo, que nos hace volver la vista y ver que los días, semanas y horas no pasan igual en verano que en otoño; que la caída de las hojas nos proporciona una sensación de lentitud, de cambio, de otro tiempo, y que el verano veloz no tiene a costa de su propia fugacidad. ¿Qué se puede hacer en una hora? Me adentro en las barbaridades que puedo hacer para malgastar esos sesenta minutos, y busco las cosas recónditas, las menos superficiales que puedan ocurrírsele a todos, o aquellas que me preocupan sólo esa hora. La medida temporal del amor, por ejemplo, también nos empuja a la relatividad, a relativizar sobre el conocimiento, sobre si por permanecer tantos o cuantos años al lado de otra persona llegaremos a querer más, mejor y de manera intensa, que aquellos cuyo amor empezó solo dos segundos antes. Una hora es poco ¿Qué se puede hacer en dos años? Escribir, conocer, cambiar, evolucionar, madurar (o no) y darle la vuelta a la vida. Leer, o más bien releer las desdichas que antaño nos hacían quejarnos. Estamos aquí para dejar impronta seria de nuestro paso por el mundo de las ideas, siempre con la mente puesta en el exhibicionismo libidinoso de nuestro cuerdo pensar contemplado, admirado, comentado y publicitado por las cuatro esquinas del universo cibernético. Miro el tiempo, contemplo más bien. Pienso en recuerdos, recuerdo recuerdos, y medito sobre cómo cambian en mi cabeza a medida que pasa el tiempo. Frases sueltas otra vez. Inconexas una y otra. En dos años da tiempo a recorrer varias vidas y no quedarse en ninguna, a explotar y reventar. Momentos de frustración y de alboroto, que se cierran con puntos y signos ortográficos. Relativizo el tiempo para pensar que dos años no son nada y recuerdo cada movimiento en el teclado de mis dedos. A quien dirigía mis letras pensadas en flechas o en dardos, a quien las quiero llevar cada segundo, o si quizá no habría nadie destinado para ninguna de las palabras. No son iguales dos años para todos; creo, de hecho, que no serán iguales ni para uno mismo. El tiempo dura lo que dura el tiempo, y eso es bastante relativo. A pesar de todo, con tonadilla sesentera de banda sonora, resistimos el paso del tiempo, aunque sepamos que esa resistencia es batalla perdida. Resistimos la relatividad haciendo efectivo, tangible y vivido ese tiempo que quiere ahogarnos y sobrepasarnos, haciendo que nuestros pequeños esfuerzos por dejar algo que ese tiempo no pueda llevarse por delante, y sin saber siquiera si algún día lo conseguiremos, queden por ahí en la retina de algún recuerdo; y puede que a nuestro pesar, a ese pensamiento solo sólo el tiempo le dará o no la razón.

Dos años no son nada…

sábado, 6 de noviembre de 2010

15.

Una “paradoja” es una idea extraña, opuesta a lo que se considera verdadero, o a la opinión general. Lo “irónico” es dar a entender lo contrario de lo que se dice… Estoy discutiendo conmigo mismo… el agua de la ducha cae muy caliente, me gusta; me gusta el agua caliente de la ducha. Sin embargo soy incapaz de comer o saborear un plato de comida caliente. Discuto conmigo mismo de si esta reflexión mañanera es paradójica o irónica… el agua sigue su curso ajena a estas tonterías tan tempranas. Me gusta el agua muy caliente de la ducha, mientras cierro los ojos y casi me duermo bajo el grifo. No suelo disfrutar de la ducha. Es un paso necesario para arrancar, para salir de casa, no un placer por sí misma. Delante del armario, mojado, aún decido que ropa ponerme. Estoy buscando mi uniforme del día. Noto que gotea mi pelo. Me visto y salgo de casa. Es temprano, al cerrar la puerta escucho también a la vecina que se marcha. Es muy temprano. Lo pienso porque sólo he visto a mi vecina cuando sale tan temprano. Bajo detrás. Lleva su uniforme de secretaria, o de administrativa, o de directora de banco. Viste bien, pero no huele a nada. Es temprano, las calles ya están bulliciosas. El café en el bar de la esquina, lo de siempre. Muchos uniformes aquí: el del electricista, el de pintor, el de perdido por el barrio, el del conductor de autobús, el del jubilado con carajillo. Mi metro sale tarde, y el andén ha ido llenándose. Delante de mí una chica lleva un uniforme de estudiante, con sus complementos a juego. En las siguientes paradas se le incorporan mas uniformadas. Empiezo a elucubrar que son de la misma empresa, todas llevan el mismo uniforme. Más allá veo dos uniformados de uniforme. Serios. Parece que ser miembro de los cuerpos de seguridad de la República del Metro, les da mucho empaque y no vale con uniformarse, también hay que poner cara de “ser la ley” No me gustan, me dan miedo. Pienso en el exceso de peso de sus uniformes y en lo que piensan que son sin serlo. Vuelvo a discutirme por tener unas ideas preconcebidas y estrechas. Al bajarme tropiezo con un grupo de jóvenes uniformados de bailarines de “fama” Es el complemento que me falta, lo visualizo: necesito una gorra grande, llevarla mal puesta y seguro que ya puedo bailar. Dudo. Acabo de ver subir a mi bus urbano a una chica uniformada de “cristinarosenvinge” Mi duda viene al cavilar si esa chica sabrá a quien le ha robado el traje y dudo al pensar si ella pensará en su originalidad, o en su estilo, o en su trabajo, o su novio, o en sus amigas, o en llamar la atención. Vuelvo a mi casa. Veo con gracia dos mujeres uniformadas de chándal y perro, a paso ligero, y me acuerdo de las personas y gentes de mi pueblo, uniformadas de “hermanejos y hermanejas” Me sonrío. Añado una nota mental: esto no lo va a entender nadie que no sea “del pueblo”. Vuelvo a subir a casa, tras una mañana infructuosa, aciaga, triste, deprimente, y larga. Me vuelvo a ver reflejado en el espejo más grande. Quizá fue que me equivoque al elegir mi uniforme para hoy. Me desnudo. Me vuelvo a la ducha. Ahora no tengo prisa, sólo estoy cansado y acalorado, y necesito liberarme de mi uniforme vital, casi de mi disfraz de buscador de cosas y observador de entes. Me gusta el agua caliente ablandando mi cuello. La toalla sigue húmeda. Esta toalla no seca. Desnudo otra vez delante del mismo armario, cambio mi uniforme para volver a salir a la calle, a otra cosa, a otra vida. Nos fijamos en los uniformes de los demás sin percibir nuestro propio disfraz.

Que paradójico… o que irónico… o que estúpido…

miércoles, 3 de noviembre de 2010

Terrazas

Estaba asomado a la terraza, disfrutando de ese pequeño placer que la vista me ofrecía y que esta ciudad compartía conmigo. Desde aquella altura podía contemplar muchas otras terrazas y azoteas. Cádiz me gusta. He descubierto muchas cosas en estos días, es una ciudad que alimenta como ninguna otra había conocido mi gusto por los tejados, por la luz, por la claridad. Mucho ruido, abajo en la calle el fin de semana rompía con fuerza, y aquí arriba la fiesta poco a poco entraba en calor. Despistado, pillado por sorpresa, sin oírla llegar, sus brazos me rodeaban silenciosos, sin preguntar por mi momento, era un momento nuestro más. Notaba su cara en mi espalda, acariciándola. Me di la vuelta para tenerla de frente, pero algo se movió en la oscuridad. Sin decir nada, los dos miramos al otro lado de la calle: una sombra.

En el edificio de enfrente, un hombre trepaba por los tejados, cuidadoso. Llegaba a la terraza delantera a nosotros, sin darle importancia a lo que podíamos pensar, y ajeno a nuestras miradas. Parece que llama, susurra un grito. Está sujeto, esperando al pie de un saliente. Otra sombra, cubierta, se asoma, el manto cae, descubre un rostro femenino. Somos testigos silenciosos, cazadores de sombras, como si no quisiéramos espantar a dos animales indefensos, pero sin abandonar nuestra posición privilegiada. Algo se dicen. Ella agachada, cercana a su cara. Él se agarra fuerte a la cornisa. Miran a un lado y a otro. Parece que fuésemos invisibles. Ella le tiende su brazo, y ayuda a subir. Ambas sombras se pierden en el interior.

Volvemos a la fiesta, curiosos de saber más de esto. Parece ser que lleva unos días pasando. Elucubraciones, teorías, especulaciones y risas. Son amantes, son amores imposibles, es que siempre se le olvidan las llaves al vecino… La fiesta sigue. El mundo es ajeno, y aun me queda mucho por descubrir de esta ciudad, pero no puedo dejar de pensar en esa imagen, como si fuera de otro tiempo, como de una dimensión diferente, como si pudiese imaginar algo alrededor de estas figuras que me calmara la curiosidad. Te miro y me olvido y de mis tonterías. Los amigos van y viene, nuevas caras, mucha gente. La música se va apagando en la calle, y entre besos y recuerdos abandonamos aquella terraza ya casi con el amanecer. El sueño nos espera, y los besos que lo acompañan. Mañana será otro bonito día en la última ciudad a este lado de los confines de la tierra…

Duermo, sueño, imagino y te escribo…

“Corría entre carros y puestos, como una flecha. Pensaba que llegaría a tiempo para el momento, para verla salir, para subirse a un árbol y poder verla sin que nadie le molestase. Ella siempre lo buscaba, ella sabía que era de los pocos instantes para cruzar sus miradas sin miedo a nadie, a regañinas de amas, hermanas y viejas. Corría. El retraso en el puerto del último envío había roto todos sus planes. Corría como nunca. Tarde. Cuando llegó a la puerta de la casa ya no estaban. Todo despejado, nada del revuelo de media tarde, en uno de los días de más luz que les estaba dando aquel abril primaveral. No sabía mucho de ella: su nombre, su posición social, su reclusión en la familia, y que bajaba casi todas las tardes a La Caleta. Casi siempre a la misma hora, nunca sola. Y que aquel día que se miraron en la playa sería el primer día del resto de sus días. Esperaba siempre paciente su paso de vuelta de la playa, escondido en cualquier rincón, tras algún carro, tras alguna rendija. Un día se tocaron. Lo recordaba ahora, mientras caminaba sin saber muy bien a donde. Bajaba corriendo cuando se la encontró de frente, sorprendidos, al doblar una esquina cerca del Mentidero. Un segundo, un empujón, un choque frontal. De allí salieron sin más, pero como en las novelas de caballería, su pañuelo quedó abandonado en el suelo: azul de mar, hilo de luna. Lo guardó durante un par de días, intentado armarse de valor para devolverlo. Cuando por fin respiró todo ese valor, una tarde, en vez de esconderse, la esperó al paso por la Alameda para devolvérselo; delante de ella, con la respiración entrecortada, con el brazo estirado, con la ofrenda del pañuelo. Ella se acercó, sin dejar de mirarse a los ojos, y alcanzó la prenda al tiempo que de la forma más sutil, rozaban sus manos, áspera una, suave otra. Ojos. Ojos clavados. Ella continúo su paseo con un leve “gracias”, bajo la atenta mirada de la compañía y las risas entrecortadas del resto de acompañantes. Aun respirando hondo y profundo, al girarse, pudo ver como ella se volvía para certificar esa última mirada. Esta tarde se le había escapado. Había sido la primera vez desde aquella que se había perdido por el camino.

La cabeza a mil con el desasosiego del alma le impedía decidir, y le hacía dar vueltas a la manzana, intentando no pensar. “Oye” Una voz lo llamó. “Mi hermana quiere verte” “Esta noche. En la terraza. A las doce. Toma, es para ti. No vuelvas a pasar a por esta calle, sólo ven esta noche” La joven le volvió a tender el pañuelo que había significado aquel primer roce, el salvoconducto para poder pasar, el alma misma.

Parecía que aquella tarde estiraría la ciudad la luz más que nunca y la noche no llegaría jamás. Los pescadores comenzaban retirar sus cañas, y a marcharse a sus casas. La primavera había ofrecido días cálidos y estaba en posición de brindar una fría noche. Silencio. Algunos borrachos que gritaban aun las victorias de las guerras pasadas eran las únicas voces que perturbaban. Todo lo demás se mantenía en calma: el mar, la luna inexistente de aquella noche, y las estrellas cercanas. Las doce llegarían pronto.

Buscó la casa apropiada. Los portales abiertos, los patios interiores mostrados, la tranquilidad de las calles. Una ciudad como ninguna para vivir tranquilo.

Las ventanas del patio tenían rejas fuertes, y poco a poco fue armándose de paciencia y fuerza para escalar. Mil veces lo había hecho en escalas y barcos. La última casi le cuesta caer. Resbaladizos barrotes, fuertes, anclados en la piedra ostionera como un fósil más. El tejado claro en un oscuro, dos casas más atrás. Casi las doce. De nuevo, por segunda vez en el mismo día llegaba tarde: “corre” El corazón latía fuerte, pero sabía que aun no podía reventar su pecho, aun hay más. La última prueba, el último tejado no dejaba mucho paso, habría que hacerlo por la cornisa, por la calle. Las piernas le temblaban. Voces. Aquellos borrachos, patrulla, rezagados de la taberna. Silencio. Sólo respiraciones. Último esfuerzo. La última ventana, la última azotea. El pañuelo estaba empapado, anudado a su cuello para no perderlo, recogía el esfuerzo de la ansiedad a modo de gotas de sudor. Allí estaba. Oscuridad, silencio.

“Señora”

“Señora”

La catedral llamaba. Las doce.

Una vela se enciende, temblorosa desde la oscuridad. Una figura cubierta se acerca, y susurra.

“Silencio. No digas nada”

Aun sujeto a la cornisa de la última azotea, consigue desanudarse el pañuelo, y mostrarlo orgulloso.

“Sube”

Casi con el último aliento consigue trepar. La luna ya no tiene que ocultar nada y parece que ahora quiere brillar. El levante nocturno sopla para dejar sólo la luz de la noche. Los ojos se cierran a la falta de luz, se acostumbran a mirar. Las manos rozan las caras, se reconocen. El acerca su cara, aspira el jade que desprende su piel, el aroma de áfrica que ella trae, dulce, penetrante, y se pregunta si toda su piel tendrá el mismo sabor, el mismo color. Ella le toma de la mano y lo entra en la estancia, oscura, silenciosa, y tapa su boca con dos dedos. No quiere que diga nada.

“No volverás a verme”

Protesta. Ella niega. Sigue tapándole la boca. El quiere hablar.

“¿Volverás a verme?”

Respira. Enrabietado. Ella espera. Asiente. Ella retira poco a poco los dedos de sus labios para poder besarlos. Ella espera. Ella ansía. Ella quiere. El desnuda, ella busca, él busca. Ambos encuentran.

La despedida llega con el amanecer. Con las últimas caricias y los últimos suspiros. Morir...

…Morir sólo es morir. Morir se acaba.

Morir es una hoguera fugitiva.

Es cruzar una puerta a la deriva

y encontrar lo que tanto se buscaba...

El día no les puede sorprender, el alba llega pronto y la ciudad despierta antes.

Se miran.

Ojos.

No hay más palabras. Se despiden. El día. Los tejados esperan.

Quizá otra noche.”

Me despierto de mis sueños. Miro a mi alrededor buscando la paz y la tranquilidad. Toco el teléfono para mirar la hora, pensando que aún queda mañana para dormir un poco más. Me sonrío. Me gusta mirarte mientras duermes. Es envidia de Morfeo que te tiene en sus brazos.

Despiertas en un movimiento casi reflejo para encontrarnos. Amor. Ojos. Sueño.

Te contaré lo que he soñado…