jueves, 15 de noviembre de 2012

Año Cuatro

Hay muchos días que abro el Word, lo miro, escribo unas líneas, y me canso. A veces queda ahí, pendiente en mi escritorio de una nueva oportunidad. Otras, directamente desechado sin más vida que esas letras que comenzaron pero no acabaron. Me gusta pensar que no es un reflejo vital; que no tiene nada que ver con lo que pasa en la calle, en mi calle. Que dejar las frases inconclusas no responde a una tendencia desanimada a no completar nada. Me alivia pensar así, independientemente de que sea o no sea verdad. Para eso es mi pensamiento. Siempre digo que escribo mucho. Es cierto, y es además un claro ejemplo de aquello de: cantidad no es igual a calidad. Puedo pasarme repasando una y otra vez aquella historia que escribí hace meses para simplemente cambiar una coma, un punto, o una palabra por otra sin alterar para nada su estructura, simplemente por el hecho en sí de variar algo. Inconformista. Algunos de los textos que pasan esa pequeña criba vital que hace que lleguemos a la ley de todas las cosas, a ese folio pervertido por letras, quedan relegados como subproductos infames, desmerecedores de segundas lecturas, condenados al ostracismo y el olvido por un desarrollo subjetivo de la mala calidad. Mejor ser yo mismo el crítico criticón y fustigarme, cuarenta latigazos, por haber escrito sin medida ni mesura aquellas oraciones. Vivimos en una época de letras: blogs, Twitter, Facebook, elementos que aúnan la escritura y las imágenes, pero que nos limitan a dejar en unos pocos caracteres las ideas más extensas. Muchas fórmulas para poder no decir nada. Nuevas vías de experimentación para auto-probarse, aunque siempre se vuelva sobre los pasos seguros y ya conocidos.  Muchas fórmulas para leer opiniones, barbaridades, sentimientos. Muchas formas de arrancar un principio de algo, una chispa para prender la mecha de aquella idea que desarrollar. Siento rabia en bastantes momentos por aquello que leo y me sale de manera natural escribir y responder y contestar y rebatir y callar y levantar la mano sobre el teclado. Pero no me atrevo. No quiero a veces dejarme llevar por esos impulsos, y termino escribiendo del mar y de los peces. Quizá vaya llegando el momento, el tiempo de cambio. Evolución. Los estados de ánimo a veces son colores que no permiten mostrar todo lo que tenemos dentro porque la rabia, la ira, el enfado son pintura negra que no sirve para mezclar. Estados de ánimo que en el último año me hacen abrir y cerrar puertas y Ventanas y Ojos y vidas y gentes a las que quiero decir sin decir nada, que queda muy bonito y muy poético. El Word me da oportunidades con su facilidad de borrar y de corregir, de aumentar y de empezar una y otra vez. A veces pienso en lo estupendo que sería vivir como escribo, pudiendo corregirme, guardarme, desecharme, publicarme, vocearme o simplemente compartirme.  Me gusta la apología del tiempo, de los viajes fantásticos que nos proporciona dejar constancia de nuestra existencia, de nuestra vida.
Me siento frente a la pantalla una vez más, como tantas otras para detener mi tiempo corriente, cotidiano, habitual, y transformarlo en un paréntesis, de esos que tanto he tenido, en el cual el tiempo pasa diferente, la vida pasa distinta, el ambiente es controlado como si de un laboratorio se tratara, y aunque después tengo que abandonar ese lugar aséptico para volver a otras realidades, queda la impronta del segundo, de esa milésima de tiempo infinito en el cual quedamos suspendidos temporalmente.
Miro atrás de este año… añoro, olvido, deseo, conozco, siento, escribo, borro, comparto…