lunes, 19 de octubre de 2009

5.

La cocina es un misterio. Uno se independiza de su madre y entonces se da cuenta que el término “cocinar” es algo más que poner la lasaña en el “micro-wave”.
No he tenido demasiados accidentes gastronómicos, lo típico: comidas muy saladas, muy sosas, tortillas pegadas, patatas fritas con azúcar, pollo crudo, comida para cuatro con cantidades para dos, chamuscar la cebolla frita y alguna cosa más que ahora no me acuerdo. La verdad es que mis únicos problemas en la cocina son con el tiempo y las cantidades, poca cosa…
En contraprestación diré que soy fan de los programas de cocina, desde Arguiñano hasta uno inglés del canal cocina que hace las cosas en su casa con las manos y pringando mucho. Me quedo embobado ahí, mirando como parten, pelan, pochan, rehogan, gratinan, doran, emplatan, caramelizan o deconstruyen. Siempre me ha parecido algo genial, ver cómo trabajan, y dejan la cocina como los chorros del oro.
La cocina siempre me ha parecido un espacio muy particular. El lugar en el cual parece que las fiestas, cuando están de capa caída se reactivan, donde uno se mete a comer o beber para no molestar, y donde se hacen muchas confesiones, de las íntimas o de las abiertas. Cocinar nos muestra un poco como somos…
La cosa es que se pone en una sartén (a ser posible que nos se pegue mucho) y se hace un “sofrito” : esto es que se pone cebolla, tomate natural y medio pimiento verde, que habremos lavado y partido (previamente y mejor en ese orden). Eso ya así sólo, huele que alimenta. En la misma tabla, con el mismo cuchillo, pero con algo más de cuidado troceamos un poco de pollo. No nos pongamos estupendos: pollo es pollo. Muslos, pechugas, contramuslos…a mi me sabe todo igual: a pollo. Últimamente me ha dado por “salpimentar” No sé si me queda bien, pero tiene su gracia: le pongo un poco de sal y de pimienta al pollo, lo restriego un poco y cuando veo que la cebolla tiene buen color, lo añado. Unas pocas judías verdes, de esas de bote, en este punto a la sartén no van nada mal.
Sacamos una lata de cerveza de la nevera, nos bebemos la mitad (me acabo de dar cuenta que los cocineros hablan como el Papa… “nos”) y la otra mitad, bueno, un poco menos, se la echamos al pollo cuando este se empiece a poner blanquito. Añadimos arroz (pues no se…un par de puñados ¿no?) y rebajamos con un poco de agua. Remover de vez en cuando. Esperar. Remover. Ver la tele. Remover. Mirar el facebook. Remover. Preparar la mesa. Remover. En este punto hay quien prueba la cosa a ver cómo está de sal. Bueno, es una opción más, y si se sabe, pues se corrige el punto. Remover. Comprobar que el arroz está en su punto, y el pollo también. Lo suyo es dejar que todo el caldo “reduzca” y quede la cosa más bien pastosilla. Cuando hayamos decidido que nos gusta la textura, retiramos del fuego/vitro/gas y lo dejamos reposar mientras miramos que no hay correo nuevo en la bandeja de entrada del MSN.
¡¡¡Servir y listo!!!
Es una tontería; una tontá mayormente… pero el otro día me sorprendí a mi mismo pensando que estaba muy rico eso que acababa de hacer, y que no podía disfrutarlo nadie más…
La cocina es algo peculiar que te hace sentir un poco solo (aunque friegues menos cacharros)

sábado, 3 de octubre de 2009

Amarillo.

Es uno de esos días, de esos en los cuales no quieres nada con el mundo, y que recuerdas cuando eras pequeño y pensabas que cerrando los ojos te hacías invisible. Ahora no puedo cerrar los ojos, pero puedo ponerme las gafas de sol y los auriculares, y creer que soy invisible-man...
En esas estaba, pasando totalmente desapercibido, en el andén del metro con las gafas de sol puestas, cuando se paró a mi lado. Me llamó la atención, había mucho andén libre, mucho lugar donde colocarse, mucho asiento libre para esperar los trenes, mucho más espacio que pegada a mí hombro (y eso que no llevaba mi colonia irresistible: Nenuco, por homme)
La indiscreción me puede y, parapetado además por mis nuevos poderes de hombre invisible adquiridos, no pude evitar escanearla. Ella también era una mujer invisible: gafas de sol y el mp3 en la mano, con el pelo recogido por un pañuelo. Me cuesta mucho determinar la belleza de una persona sin mirarla a los ojos. Parecía entretenida, divertida. No parecía guapa, quizá de belleza peculiar. Tenía la sonrisa permanente y las manos en los bolsillos. Quizá este hecho no sea consecuencia del otro, y sonreír no sea la consecuencia de meterse las manos en los bolsillos…o sí, dependerá de lo profundo que sean esos bolsillos, claro…pero…no, no…que me meto en un jardín…
Llevaba unos pantalones grises, peculiares, a medio camino entre el sport y el vestir, sujetados por unos tirantes y una camiseta amarilla mostaza.
Al llegar el tren, ambos subimos al mismo vagón, y nos quedamos de pie apoyados en la puerta. No había sitio a la vista y yo llegaba en dos paradas. Siempre he pensado que el metro y sus alrededores son “micro-universos” para describirnos. Ahí fue cuando yo me quité las gafas, y perdí los poderes de hombre invisible, mitad porque me parecía absurdo llevarlas dentro de un vagón de metro subterráneo, mitad porque quizá la chica de amarillo no se habría percatado de mi. Así pasaron las estaciones, pensando que sería la separación traumática de nuestras vidas. Sorpresa.
Detrás de mis pasos fueron los suyos y salimos por la misma puerta en la misma dirección… ¿me estaría siguiendo? Volví a camuflarme con las gafas de sol (esta vez para que mi indiscreta mirada no fuese cazada) y tomé la primera salida de la estación, contemplando de reojo como la chica de amarillo hacía lo mismo. Al llegar a la calle, entonces sí, nuestros pasos se separaron en contrarias direcciones…
De allí fui en busca de un libro a una de esas librerías destartaladas que hay en la ciudad, como si fuese un bucador de tesoros. Llegué, vi, compré y salí. Volví a casa con mi libro más contento que unas pascuas, deshice el mismo camino y volví al mismo metro.
Mi tren llegó, mi puerta se abrió, y cuando estaba a punto de marcharse, por la misma puerta, de nuevo, la mujer de amarillo: mismas pose, misma sonrisa… misma mujer invisible.
Esta vez, cuando llegué a mi destino ella no se bajó del tren, y me quedé mirando cómo se alejaba desde el andén.
Retomé la sensación de hombre invisible…
Quizá no es bueno querer ser siempre invisible.