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martes, 11 de septiembre de 2012

Vacaciones santillana 13

Siempre hay que aprender algo, aunque ese aprendizaje no sirva para mucho. No todo el mundo sabe clavar un clavo recto, o pintar sin que se noten los brochazos, o cambiarle la tierra a una planta. Quizá estas cosas no nos ayuden a ser más felices ni mejores personas, pero aprendido queda. También hay gente que se pasa su vida aprendiendo a querer. Cada cual es alumno de sus cosas. El verano es una época dónde tendemos a no aprender nada serio ni necesario. Son vacaciones, descanso, Sumer time, y a veces dejamos nuestras mentes en modo poco receptivo para poder vivir con lo justo. Suerte de aquellos que tienen ese tiempo para no hacer nada, para descansar cuerpo y mente y alma y cargar las baterías para los periodos de máxima necesidad neuronal. Ahí están los menos afortunados, o no, que en estos tiempos nunca se sabe, que se pasan la época estival renovando trabajos o adquiriendo nuevos, de esos de “trabajos de verano” que se llama. Quizá aunque no queramos, terminamos por aprender alguna lección. Seguramente los de campo y playa conozcan alguna historia nueva, algún monte nuevo, o el significado de alguna palabra, como “aquelarre” (por poner un ejemplo) un paso de un baile, o la posición de alguna estrella. Los de poco veraneo son los que aprenden esos pequeños oficios artesanos o gremiales, y que tampoco les servirán cuando lleguen sus trabajos invernales. Desaprovechamos el tiempo que nos queda libre. A veces me siento en el jardín de mi casa, cansado de todo el día, y lo único que me apetece es respirar al fresco del césped, de los aspersores. Cansado de cuerpo, de mente y con ganas de poder respirar un poco de vacío, sin más. A veces tenemos que aprender a desconectarnos. En un futuro, los hijos de nuestros hijos llevarán ese botón de desconexión que les hará un poco más felices. Reset. Saltar de un tiempo a otro para olvidar y no ver las cosas que nos rodean y poder cargar las pilas de verdad de la buena… Tengo que dejar de pensar estas cosas. O de fumar drogas. O empezar a esnifar azúcar glas a ver si me endulzo los pensamientos un poco para no amargar el césped. Necesito parar un poco. Dejar de estar pendiente de que todo esté ordenado, aprender a desordenarme, a no estar pendiente, a disfrutar de los errores y los conceptos desconceptuados. Necesito un paréntesis vital en todo este tiempo de aprender. Necesito. El verano se acaba, apuro el cigarro con un poco de olor a septiembre en el aire, y pienso en regresar a casa. Aun me queda casi un mes de vacaciones forzosas por no tener más trabajos. Aun se supone que puedo disfrutar de algunos aprendizajes menos útiles. Pero mientras se consume la colilla de este ultimo pitillo del día, se consume mi pensamiento de soledad. Tengo que aprender cosas que tengo que hacer sin que nadie las tenga que hacer conmigo. Tengo, tengo, debo, tenga, tenga, deba. Quiero. Me voy a pasar las estaciones pensando demasiado. Los aspersores comienzan a funcionar puntuales como cada noche, y eso me anuncia mi hora definitiva de no estar más ahí. Refresca, que dirían. Hoy no he aprendido nada. De hecho, hoy no he hablado con nadie. Miro el teléfono, con tantas formas de comunicar incluidas. Parece que tenemos que aprender a vivir sin pensar en el verano. O al menos sin pensar mucho en este verano… Me sonrío. Soy un mentiroso. Quizá el peor mentiroso. Soy el que se miente a si mismo. Porque hay cosas que pasan en verano que se recuerdan toda la vida. Hay cosas que pasan en este verano que vistas con los Ojos adecuados serán siempre recuerdos imborrables. Soy un mentiroso que no pasa un día sin aprender algo, aunque este algo no sirva para mucho. Para nada…

jueves, 9 de agosto de 2012

Vacaciones santillana 12

La siesta de verano es complicada. Estaba sudando, like a chicken, y me notaba perdido, de esas veces que llegas a perder la noción del tiempo y te asustas porque no sabes en que momento vives, y piensas que has perdido toda la tarde y llegas tarde y se nubla todo y es un desastre. O algo. La ducha refrescante es lo mejor. No, no es verdad… tengo una teoría acerca de lo beneficioso del agua caliente en verano y fría en invierno. Siempre lo pienso cuando me abraso en la ducha en agosto. Había sido un sueño muy raro en esta siesta y quería recordarlo para que no se me olvidara. Estaba comiendo con un grupo de alumnos míos, comida de fin de curso veraniego, y al terminar de comer volvíamos a la escuela a clausurar el trabajo. El camino que andábamos era muy tranquilo, y se transformaba poco a poco, hasta hacer que las calles que recorríamos fuesen las calles de mi pueblo. Estábamos en mi calle del pueblo. Una calle céntrica, pero no muy ancha. El grupo se andaba paseando, sin prisa, poco a poco nos acercamos a una enorme máquina de alguna obra, una grúa o una pala o cualquier otra grande naranja de esas típicas de las construcciones. Ocupaba toda la calle, bloquenado el paso a otros vehículos. Estaba parada justo enfrente de la que había sido mi casa. Pero ahora esa casa estaba cerrada, clausurada, vieja y con pinta de abandonada. Por un minuto me quedo mirando la fachada agrietada. Ahora ya no hay grupo, estoy solo delante. Es entonces cuando una voz me llama de uno de los balcones del piso superior. Es un chico, joven, con pinta de extranjero. Me reclama la atención. Está atrapado dentro de la casa y no puede salir. Le digo que salte sobre la máquina, que casi llega al balcón y descienda por ella hasta el suelo. Así consigue bajar. Me lo agradece, me abraza. Es como si nos conociéramos desde siempre. No lo reconozco, pero es familiar. Decidimos andar, pasear. No recuerdo de que hablamos, o si hemos ido hablando. Al doblar una esquina apareceremos en otra parte del pueblo, en otra zona, en los Paseos cercanos al parque, donde se ponen las terrazas de los bares de verano. Andamos tranquilos, las terrazas están llenas de gente que habla tranquilamente. Es de día aun. De repente una voz familiar me llama la atención, me llama por mi nombre. Hace que me gire a buscar a esa persona. Es mi abuela, mi abuela materna. Está sentada y lleva un niño pequeño en brazos, un bebe. Mi abuelo está a su lado. Se levanta para saludarme, para preguntarme que hago por el pueblo; yo les digo que quiero presentarles a mi amigo, pero ya no está. Ahora en su lugar hay un señor mayor. Un hombre que está ahí donde debería estar ese chico. Pero es la misma persona. No me extraño, no me asombro. Sigue siendo él, pero ahora es un tipo viejo. Mi abuelo se acerca, lo saluda, lo conoce. Mi abuelo materno era policía local, y parece que se conocen de aquella época. Hablan. Se conocen, pero es como si hubieran estado en bandos opuestos, como si aquel viejo hubiera sido un delincuente de poca monta al que mi abuelo hubiera tenido que seguir alguna vez. Pero ahora ambos están jubilados, son mayores, noto cierto aprecio. Mi abuelo me advierte: “ten cuidado” pero se ríen los dos. Yo me acerco a ver a mi abuela, que me enseña sonriente el bebe que tiene acunando. Entonces, me despierto. Sudando, empapado. Extrañado por todo lo que acaba de pasar. Pienso que es un sueño con muchas metáforas, o señales, o indicios, o cosas de esas que se pueden interpretar. Suspiro. Me tengo que duchar, he quedado para cenar con unos amigos en un restaurante nuevo. Un japonés. A la cena también viene una alumna sueca que tengo, que es camarera de ese restaurante, pero hoy libra y quiere acompañarme. La llamé para hacer la reserva y se auto invitó. Dice que así nos hacen descuento, y a ella no la esperan en casa por la noche y podemos desayunar juntos. Una chica sueca que trabaja en un japonés en España… Pero ese será otro sueño…

domingo, 29 de julio de 2012

Vacaciones santillana 11

Quizá lo mejor de esta situación sea  que aun mantenemos ciertos instintos animales. Aun en este estado llega la capacidad de hacer una reflexión profunda; o quizá más que hacerla, recordarla de tantas otras ocasiones. Esas en las cuales sin saber cómo ni porqué, de esa manera tan diestra amanecemos en nuestras camas, acoplados y solventes. No tanto por el hecho, sino por la posibilidad de ello (se complicaba un poco el pensamiento entre tumbos y paradas para sostenerse en las paredes). Los animales se mueven instintivamente de un lado a otro, a veces recordando senderos, a veces dejándose llevar por las corrientes, y otras porque es el camino aprehendido en el coco de esos bichos y les da la salvación a sus designios. Así es como nos pasa algunas veces, cuando después de una alcohólica velada somos capaces de llegar a nuestros destinos, sin saber la forma, y desafiando a las leyes de la gravedad (parada técnica para recomponer la mirada). Es pensar que esos bares, “pubs” y demás antros de mala muerte, no pueden ser de otra forma a estas horas de la mañana, tuvieran o tuviesen sus propias gravedades y condiciones físicas, de forma que es cuando decides salir a la calle para retomar el camino de la decencia y el decoro, comienza a tambalearse el mundo. Los pasos comienzan con cierta dignidad y linealidad, pero poco a poco esa línea se tuerce, la calle se dobla y los adoquines, pequeños cabroncetes, se mueven y sobresalen para ponernos en serias dificultades “equilibrísticas” (creo que el coche en el que me estoy apoyando se mueve). Aún y con todo eso, estamos hechos de material  animal y sabemos que nuestro instinto primitivo de supervivencia nos hará llegar sanos y salvos a nuestras casas o al menos lo intentará  (ya visualizaba la última esquina para llegar a casa. La cabeza me daba más vueltas ahora, y los pensamientos etílicos se complicaban). A veces nos despertamos a medio vestir, o quizá mejor dicho, medio desnudar, porque nuestro consciente perdió la batalla con el cansancio, con el subconsciente o a saber con qué cosa, y nos quedamos dormidos agarrados a la camiseta con los pantalones a medio quitar, sentados en la cama, nos despertamos al pegar una cabezada al aire, temerosos de rompernos el cuello y que en nuestro epitafio rece “Murió desnucado y borracho con los pantalones por los tobillos”). Supongo, razonamiento asociado a la ginebra, porque no lo puedo confirmar, que gracias a esos instintos también nos movemos por la senda vital que nos atañe, defendiéndonos de las caídas, de los caminos angostos, de las dificultades al fin y al cabo, que al estar embriagados nos produce distorsión de la realidad trascendental que nos rodea. Es esa misma sensación. (La cerradura de la puerta parece que no quiere estarse quieta, y se mueve para no ser violada por la llave, y me dificulta este paso. Me sujeto al picaporte para no perder el poco equilibrio que me queda).  Muchas historias nos suceden en nuestro día a día, que distorsionamos, como si de borrachos se tratara y es nuestro lado animal, el instintivo, el que acaba guiándonos para no perdernos en el camino. Al entrar, golpeo una silla, se mueve hace ruido, y me veo en la obligación de chistarle, pensando que puede escucharme. Por un momento me quedo parado, medio tambaleándome, miro la silla, y recuerdo que las sillas no escuchan ni hablan ni se mueven solas. Me rio solo. Miro el reloj, pero no soy capaz de ver las agujas. Con mucha dificultad subo las escaleras, aguantando como un campeón el estomago revuelto, la cabeza que se escapa y la dificultad de respirar con naturalidad. Busco el teléfono para volver a intentar ver la hora. Malditos bares que abren hasta tan tarde, o tan temprano.  Mi instinto por llegar me acostará, y él mismo, hará que mañana piense en superar otro día.

martes, 17 de julio de 2012

Vacaciones santillana 10

Nunca me he tirado en paracaídas, o desde un viaducto para eso que llaman “puenting”, ni he intentado suicidarme arrojándome desde la azotea de algún edificio (realmente no he pretendido suicidarme de ninguna manera) Pero esas situaciones se me vienen a la mente de una manera sencilla en un gesto tan simple, o en un momento tan cotidiano como éste. Ahí estoy, parado, desnudo, al borde de una piscina, sin decidirme. Hace calor. Mucho calor. La casa duerme, y yo llego de una tranquila velada de amigos, de miradas, de sonrisas, y de rencuentros. Pero hace calor. La noche está muy tranquila. Las estrellas que tienden a alejarse cuando me encuentro en la capital, aquí se acercan para alumbrar de esa forma tan especial que tienen en las llanuras. La Luna no está. Quizá pudorosa ha decidido dejarme mi momento de onanismo vital sin compañía. La ropa sale rápida, amontonada por el camino, para dejarme llegar sin otra cubierta que esos calores que nos acompañan de día y que por la noche salen a nuestra piel, como si ahora esa latencia fuera protectora. Me acompaño de pocos pensamientos hasta el borde. Respiro profundo y miro al cielo, a las ventas oscuras que rodean aquella casa, aquel patio, tan silenciosas como éste. Imagino observadores. Pienso en miradas obscenas. Me río. Mi cuerpo no llega a dar tantas motivaciones, pienso que es el morbo de ver a alguien desnudo, sin más. Vuelvo a respirar con profundidad. Miro al suelo, a los pies, a mis dedos de pie griego, al suelo frio del bordillo de la piscina, y alargando un poco más, al agua oscura y misteriosa que me espera. Me da frio. Siento la gota de sudor caer por mi sien al tiempo que un escalofrío me recorre la espalda. Es entonces cuando pienso en la pereza de meterme en el agua, seguramente no tan helada como la imagino, pero que me asusta. Meto un pie. Soplo. Fresca agua. Miro más allá de la orilla de mi propio cuerpo. Lo pienso una vez más. Un poco de arrepentimiento. Es en ese momento cuando recuerdo las situaciones en las cuales podría estar con semejantes ideas. Ideas de “no retorno” Lanzarse al vacío. No pensar en nada y dejarse llevar por un impulso sin saber a ciencia cierta cuales serán las consecuencias de ese salto.  Decisión. Es lo que falta. Cierro los ojos. Escucho los sonidos de la noche, de esa noche: grillos, coches lejanos, un sonido latente de motor escondido que limpia el agua, un latido a mas de una vida de distancia, incluso me parece escuchar en la lejanía un ronquido de alguien que duerme con las ventanas abiertas. Mi cabeza no hace ruido. Se concentra en la Decisión. A veces me veo asustado ante pasos decisivos, ante situaciones de arrojo, de valentía. De esas que no tienen vuelta. Respiro y muevo el cuello a un lado y a otro. Estiro todo el cuerpo, cruje. Ya no tengo tanto calor. Noto como el sudor se quedo en otro cuerpo o en otro momento, perro aquí, ahora, mi temperatura es suave. Nueva Profunda Respiración. Pienso en el horizonte de un valle profundo, en la altura de un avión, en la sensación del suicida. Dicen que  aquellos que se suicidan arrojándose llegan muertos al suelo porque la impresión de la caída hace que el corazón no pueda más. Pensamientos. Vuelvo a respirar, a colocar el cuerpo. Salto. Arriba y adelante. Noto como el frio recorre mi cuerpo al tiempo que se sumerge. Una milésima de segundo literaria para un pensamiento de horas. Noto como mi cuerpo flota y sube arrastrado por las leyes de los cuerpos sumergidos sin pensar en nada, sin dejar que ninguna idea se escape ni entre. Mis ojos cerrados se relajan ante la presión del agua que inunda. Una explosión contenida de asfixia para sacar la cabeza del agua. Mi cuerpo se estremece de frio, pero placenteramente. Noto como el calor escapa de la piel, como se estabiliza mi cuerpo flotando, dejándome a la deriva. Braceo un poco para alcanzar el borde opuesto. Salgo del agua y retomo la posición inicial, notando como las gotas de agua caen por mi espalda, nacen en mi pelo y chorrean por mi nariz. Ahora el cuerpo ya no tiene calor, ni prisa, ni pensamientos…

miércoles, 31 de agosto de 2011

Vacaciones santillana 9

Estoy muy cansado. Hoy el día ha sido un poco más largo, un poco más pesado, y un poco más duro de lo que esperaba encontrarme cuando amanecí. Además estoy un poco triste, que parece hace que las energías se disuelvan en los pensamientos y en los recuerdos de este verano que termina. Por alguna razón, esas cosas de la sugestión creo, la música que va sonando en mis auriculares se agarra a un final, a una representación de algo que termina irremediablemente. Nada trágico; no lo és nunca aquello que sabemos que tiene un final que sabemos llegará. Todas las canciones suenan a despedidas, a desamores, a historias que suenan “mejor solo que mal acompañado” Al final todas vienen a decir lo mismo: que triste estoy y que poco me quejo (o parecido) Me sonrió mientras pienso que debería empezar a escuchar más música en inglés, de cualquier modo, de cualquier estilo, porque total, no entiendo la letra, y la ignorancia, a veces, nos da la felicidad. Quería cerrar mi día contento y feliz cual regaliz, meterme en la cama sin pensar en nada más que en despertar al final del verano y volver a los ciclos y círculos que abren y cierran. Quería terminar el verano pensado en todas las cosas positivas que he aprendido en los últimos meses, en las gentes y las relaciones que han aparecido para salpimentar sus momentos. Quería parpadear para respirar profundo y dejarme llevar por el latir del sueño de un día cansado. Por querer, que no quede. Muchas de esas intenciones se van a cumplir cuando termine de preparar de mi agenda, mis recuerdos, y mis días que vendarán, cuando me meta en la cama, vencido ese insomnio que me acompaña como compañero fiel (a veces me da pena pensar en librarme de él, que está ahí siempre) y entonces algunas intenciones se quedarán. Otras no pasarán por aquí hoy porque el cansancio se lo impedirá, porque la tristeza no me dejará ponerme más bucólico-melancólico. Me asomo a la ventana, a recoger el olor de la tormenta de verano que ha pasado hoy por aquí para completar el día, para fumar el último del día conmigo y relampaguea y truena aquí, en esta ciudad a la que le cuesta tanto oler a naturaleza. Mi calle a estas horas es tranquila, serena y asemeja a cualquier calle de cualquier lugar, camuflada como capital del reino, podría ahora pasar desapercibida. Caladas finales, y pequeña luciérnaga artificial que vuela desde el tercero. El ordenador parpadea encendido. Apagar. Me encuentro cansado en este final de verano, en este principio de curso. Toquemos retirada, la cama espera, los sueños esperan, los recuerdos esperan, el futuro aguarda para ser descubierto y seguro que hay canciones menos tristes que llegarán a nuestras orejas. Aunque sean de Raphael…


viernes, 19 de agosto de 2011

Vacaciones santillana 8

Está siendo un verano extraño, mucho menos movido que lo que se preveía en el aquel lejano mes de mayo. Madrid me resguarda entre sus paredes. Al menos existen en mis rutas diarias tres o cuatro sitios donde el aire acondicionado da un respiro al mes de agosto.


Vuelvo a no dormir nada bien. Me hago mayor, y ahora mis ratos de desvelos y vueltas vienen acompañados de un dolor de cabeza machacante y resacoso. Doy vueltas en la cama, en el sofá, en la silla. El calor silencioso se apodera de mí. A veces me siento en el sillón junto a la ventana, para leer o simplemente para estar ahí a la luz, y noto como la piel se tiene que acostumbrar a los cambios de temperatura, mientras mi cuerpo se retuerce de calor. Las gotas de sudor me empujan a la ducha, al refresco vital, para no hacer nadad más. Mientras ese compañero silencioso que me he buscado en forma de golpeo incesante en mi cerebro, lucha por no abandonarme a pesar de mis esfuerzos. Me duele. Mucho.


A pesar de lo poco que consigo dormir en estos días, de vez en cuando, el cuerpo que es soberano, y hace que caiga rendido a deshoras. Sueño. Algunas cosas son recurrentes. Sueño muchas veces con un coche, con un viaje. Sueño con encuentros en cafeterías. Charlas metafísicas con gentes que ni siquiera conozco. Otras veces con amigos, amigas, conocidos, compañeros. Largas palabras que parece que van arreglar el mundo.


También sueño con médicos. Con una operación. Con un quirófano. Mi cabeza somatiza en sueños mis dolores y me hace andar de consultorio en consultorio. Últimamente, además, estos sueños se entremezclan con otras ideas. Más lúgubres, menos sanas. Que me hacen despertarme extraño. No son pesadillas, no son malos sueños; simplemente son historias que se revuelven con mis dolores y con mis miserias. Será por eso que no quiera mi alma dormir, para no ver esas historias recurrentes y repetitivas. Sueños de siestas tempraneras que apuran el medio día. Sueño con operaciones que me abren e pecho para reparar mi corazón y resulta que no está donde debe. Sueño con puntadas de hilo negro que cierran cada herida. Sueño con reflejos de espejos que me muestran lo que pasa en mi sueño, como si lo viviera en tercera persona. Sueños. Sueños son, dicen.


Despierto de estas siestas o malas noches empapado, babeante, dolorido, y sin tener nada claro las razones ni motivos. Dichoso calor que me aprieta, que envenena mis sueños.


Está siendo un verano extraño, que me hace llevar, como dicen en mi tierra, “muchos cortes” y como se suele decir, “quien mucho aprieta poco abarca” Madrid me aguarda, pero me emperezo vitalmente. Miro la calle, la casa, el rumbo y el destino. Busco como refrescarme para sentarme delante del teclado y no decir nada, sólo porque hace calor y me duele la cabeza. Supongo que las ventajas del tiempo estival son que nadie pide cuentas ni rendimientos especiales, que todos están de vacaciones y no hay que forzar la máquina, o al menos es lo que creo.


Tengo sueño, otra vez…


sábado, 30 de julio de 2011

Vacaciones santillana 7

Este verano he aprendido algunas cosas. No muchas, que es verano y el calor reblandece el seso, pero sí muy interesantes. Hasta incluso útiles en su mayoría… a saber:




1. Irse de acampada es penar


(… que nooo, que no es penar…)(sí, un poco sí…) (…que te digo que no, que sólo es cambiar el chip) (¿y montar la tienda sin martillo?) (hay piedras, nunca hay martillo) (¿y los bichos?) (Si a ti no te pican) (ya bueno, eso sí…¿y dormir en el suelo?) (pero si había un colchón de esos que se inflan) (jo, y menos mal) (si,si,si, que invento ¿eh?) (vale…) (¿y la luna?) (ya…) (¿y la paz?) (bueno…)



2. Irse de acampada no está tan mal


(Mucho mejor esa reflexión, hombre)



3. Sombrillas: DOS


Esto es así. No puedes ir a la playa, a estar agazapado como un ovillo debajo de la sombra de una única sombrilla, moviéndote cual aguja de reloj por la rotación de la tierra con el sol, y ver como tus vecinos de playa están tan tranquilos porque ellos llevaron dos sombrillas dos.



4. El protector solar FACTOR 20 es una macana.


La cosa es que te embadurnas las piernas con esa crema, los pies, los brazos y la cara; te subes en una canoa para hacer una excursión por la orilla del mar, acantilados, playas de difícil acceso, cascadas y demás pequeños paraísos costeros, y cuando llegas a tu campamento te das cuenta que estas abrasado, achicharrado, rojo cual inglés de Manchester en Torremolinos, y que desearías morir antes de seguir soportando tal escozor.


(¿Qué exagerado, no?)(Claro, como a ti no te pica…)(Respiiiiiira…) (¿?)



5. El “After-Sun Cristal” en pulverizador crea adicción.



6. El calor hace que me duela la cabeza un poco más de lo normal.


(Tienes que subir el umbral del dolor…) (¿Por qué?) (Respiiiiiira…) (yastamosquesilabuelafuma…)



7. No hace falta mucho para disfrutar de vacaciones.


Ahí estoy, acampado en un jardinillo municipal, sin saber dónde lavarme la cara, buscando un hueco detrás de un coche para cambiarme de pantalones, cortándole las mangas y el cuello a una camiseta, comiendo bocadillos, esquivando gente dormida por las aceras, y de botellón con limón fluorescente marca “la patata”



8. Soy un surfero-rockero-motero-blusman.


(Creo que tendrás que desarrollar esa idea) (¿es que no lo soy?) (si, si, si…)(¿respiro?)



9. El amor se da sin contemplaciones.


Tiene que ser así. Amar sin condiciones, sin trabas. Hay que darlo todo, la vida y el alma, el calor, la alegría y el llanto, la pena y la diversión, las miradas y las caricias, los “tequieros” y las palabras y los susurros. No se puede amar de ninguna otra forma, de ninguna otra manera que no sea con el corazón desgarrado, con el pecho abierto para dejar salir y entrar todo lo que seamos capaces, sin el riesgo de la equivocación o la aventura del despertar siempre juntos.


Quizá al final no sirva de nada, y ese amor no sea correspondido, o quieras transformarlo (como energía pura que es) porque no se puede destruir, o puede que después de pasar nuestra vida amando a esa persona acabemos muriendo solos… pero siempre habremos sabido que morimos amando como nadie había amado nunca… amando más…

sábado, 23 de julio de 2011

Vacaciones santillana 6

Hay una cosa curiosa que he descubierto hace poco con la escritura. Es un poco tonto, y casi me da vergüenza decirlo. Pero es de esas cosas que son tan obvias que hasta que no te detienes un segundo a pensarlo pasa desapercibido. O al menos a mí me pasaba. Lo que se escribe queda en el recuerdo. Ya lo decían los antiguos, “escrito está” Es una perogrullada de recuerdo, pero es lo que hay. Me asalta esa idea, me paro a verla cuando abro el viejo ordenado. Mi antiguo portátil quedó desde hace un tiempo en casa de mis padres, trueque ventajoso: yo me compro uno nuevo, previa financiación materna, y mi Señora Madre se queda el viejo para sus cosas (sean sus cosas cualesquiera que sean) Así que de vuelta a pasar parte de las vacaciones estivales en el hogar familiar, me reencuentro con la máquina. La abro. Observo y comparo las diferencias con mi nuevo equipo. curioso. Pienso en las viejas máquinas de escribir; de hecho tengo una cerca. De las viejas no, de las antiguas, de esas en las cuales hay casi que golpear el teclado para conseguir que la letra marque la cinta de tinta. En mi casa, bueno en esta casa, que recuerde, debe haber tres máquinas de escribir. Una portátil, muy antigua, cuyo soporte era la base de una maleta que se cerraba con una tapa de color ocre, disponiendo de un asa para su transporte. En aquella escribí mis primeros devaneos pseudo-litearios fuera del papel y el bolígrafo bic. Recuerdo entretenerme más con la cinta de tinta y escribir cosas sin sentido, solo para ver el molde de la letra. Recuerdo que mis primas mayores hacían clase de mecanografía en su casa las mañanas de verano, y yo tenia un libro de cuando franco era cabo con ejercicios que me empeñaba en repetir, sólo para llenar el folio de palabras y pensar que “ya sabía escribir a máquina” Años después llegó por mi casa una máquina de escribir eléctrónica. La revolución silenciosa que no triunfó. Recuerdo que en muchos sitios aun debían usar las antiguas porque aquellas no estaban preparadas para los formularios. Luego el ordenador y las tecnologías evolucionaron demasiado rápido, y las modernas con memoria "y toda la pesca" solo quedaron para jugar y entretenerse leyendo las instrucciones. Acabaron en el armario de las cosas que se quedaron a medio camino, como el “laser disc” “los relojes calculadora” o las agendas electrónicas. La tercera máquina llegó como botín de alguna casa abandonada, o reliquia usurpada de algún trastero. Cosas de mi Señor Padre y su gusto por las cosas “con encanto” El verano me trae a mi casa, que ya es una curiosidad en si misma, de fondo y forma. Busco lo que escribí hace un año. Encuentro el viejo ordenador, las viejas máquinas, los escritos que con sólo meses ya son viejos, pero que nos dejan las palabras para la posteridad. Aunque nadie sepa de esa posteridad. Este verano no quiero parar mucho por esta casa. Me encuentro con ganas de llenar mis espacios, mis tiempos y soledades sin estar pendiente de sentirme huésped o habitante de un lugar que nos es el mío. La verdad es que el verano empieza o empezó con maletas que viajan más que yo y que cambian sus destinos y rumbos de su propia suerte, sin contar mucho conmigo. Algún día escribiré sobre las maletas. Así que aun no tengo muy claro que será de estas vacaciones, o forzadas o voluntarias vacaciones. Destinos fluyentes. Fluctuantes me gusta más (seguramente hasta incluso sea más correcto) Lo que escribimos queda ahí, para esclavizarnos los recuerdos y no dejar que los inventemos a nuestro antojo. El teclado duro de este ordenador, polvoriento además, que se pasa el pobre más tiempo cerrado aquí que usado también me recuerda lo que ya está escrito. Quizá sí, quizá escriba demasiadas veces sobre el tiempo…

lunes, 30 de agosto de 2010

Vacaciones santillana 5

Las calles desiertas en los alrededores, el sol pasando por sus puntos altos hacían del mediodía una buena hora para morir… o al menos para intentar sobrevivir en el territorio más salvaje de la llanura. El viento, caliente hasta la asfixia, parecía soplar desde el mismísimo infierno, cortando impunemente cualquier esperanza de aire fresco para enfriar el ambiente. No… nada de pensar en salvación… Unas carreras para encontrar una casa donde refugiarse, una mujer despistada, unas ventanas que se cierran al paso de cada sombra… El portalón del Salón era el agujero negro que absorbía todas las energías, todos los pasos, todas las almas… Lo que allí pasaba; mejor dicho: lo que allí pasaría, no era apto para cualquier cuerpo en busca de la redención…

La tensión estaba en su punto álgido. La mesa era el centro de atención, todo el mundo se agolpaba al calor de los jugadores. La música había cesado, o al menos ya ninguno de los cuatro la escuchaba, entre el rumor de los murmullos y la concentración del juego. La barra estaba desierta, nadie se acercaba ya a la camarera, afanada en limpiar el mismo vaso una y otra vez sin perder de vista a ninguno de los clientes que se adentraban entre apuesta y apuesta. El humo parecía la mejor cortina para adornar aquel espectáculo: espeso, pesado, caliente…

Las miradas se cruzaban, pocas palabras y mucho miedo sobre el tapete. Había cosas en juego más importantes que aquellas monedas gastadas que coronaban el centro de la mesa. Manos sudorosas, gestos controlados, frio y calor. Las más habilidosas movían las cartas dulcemente, arriba y abajo, pidiéndole al destino y al azar que le sonriera. El mazo quedó a disposición del rival, para dar su veredicto final antes de soltar el último suspiro. Penúltimo asalto. Penúltimo porque nadie quiere nunca jugar la última. Nadie sonreía. Nadie reía, nadie esperaba que sucediera lo probable. Las cartas volaban de derecha a izquierda, agrupándose para el desenlace, juntándose a la calidez de cada mano. Todo repartido. Todo dispuesto.

Cada uno de los cuatro espíritus, cuerpos, almas o sindiós de los seres que podrían estar ahí, tenía su propia forma ritual para levantar aquellos naipes. Siempre sin apartar la mirada del resto de jugadores, todos enemigos, quizá aliados involuntarios, quizá compañeros. Cuando la última carta cae, pasean sus dedos sobre ellas. Cualquier gesto les delataría, les vendería sin remedio. Medias sonrisas, grandes miradas, pares de manos, juegos de gestos, pequeñas señales apenas perceptibles para el ojo humano, y que ellos interpretaban como llamadas divinas. Uno golpea la mesa, sin violencia. No sabemos si por reprobación, por placer o por contradicción. A estas alturas de la partida no se puede titubear, la mano está a falta de una sola señal y el último de aquellos antihéroes no andaba más lejos… lo dicho, para todos la última, por mucho que lo quieran negar… Nadie habla, el segundo ofrece la mano a su derecha, y aunque el gesto es más parecido a la cortesía, la falsedad, la mentira, ronda sus límites más pecadores en el hecho de la cesión de la palabra. Miradas, tercer jugador, cartas pegadas, signos inequívocos de nervios. El público vuelve a sentirse vivo: la duda genera esperanza, la esperanza, vida. Los simples mortales se miran, saben que no deben implicarse, que sólo tienen una pequeña bula para estar allí, pero hasta el más mínimo de los gestos, la más minia señal, puede hacer cambiar la siempre inconstante Fortuna, y ahora ésta, debe seguir rodando. Silencio en la mesa. Otra vez. Silencio en el universo. La cabeza da vueltas, y se inclina, con sutileza, con levedad, como si pudiera romperse cual cuello de cisne. No queda otra esperanza. Ahora si habrá sonido, la cuarta potencia, el cuarto hombre niega, parece el fin, hace crujir sus nudillos al tiempo que abre la boca, esa es la palabra que nadie quería escuchar, y que retumbaría en los oídos todos:

¡Mus!

miércoles, 25 de agosto de 2010

Vacaciones santillana 4

Historias de finales de verano hay muchas. Tengo ahora dos muy claras en la retina, a cada cual más extraña: a los colegiales de “Greasse” y a los del “Dúo dinámico” en su “EL FINAL DEL VERANO” Seguro que hay más, y mucho más (o mucho menos, según se mire) interesantes. También están las personales, de cada cual, y que se arrastran por nuestras conciencia, en busca de acabar pareciendo un recuerdo romántico o melancólico. Desde que tengo memoria, mi verano suele acabar cuando terminan las fiestas del pueblo. Unas veces mejor, otras peor, pero siempre es el final. A la vuelta siempre esperaba algo: exámenes de septiembre, pruebas y entrevistas, recuperaciones del curso, vuelta a la gran ciudad, regreso al hogar (o al otro hogar) Mis padres no solían llevarme a la feria por la noche, quizá por eso ahora que me llevo solo me guste tanto este evento local. Las fiestas empezaban con un castillo de fuegos, y desde ahí a casa, nunca por la noche. Una mañana, sin mucho madrugar, ya más cerca del medio día, mi padre nos llevaba a montar en los caballitos. Era bastante menos emocionante que hacerlo por la noche, pero su razonamiento, como siempre, no tenía mucha discusión: no había colas de espera, ni jaleo, ni tanta gente y las vueltas duraban más. Aplastante. Luego como una compensación más, siempre caía una coca cola o un helado. De ahí a comer, con un poco de suerte, un pollo de la feria, y a la siesta. Después era mi abuelo el que nos daba otra vuelta por allí, a primeras horas de la noche, antes de que salieran los mayores, uno o dos días, para que viésemos los juguetes, que el último día, el “día del niño” ya nos “feriaría” algo. Yo siempre quería un arco y unas flechas. Recuerdo que había varios modelos, pero uno siempre estaba destacando por encima, el caro, el que quería. Cuando crecí un poco, mis padres nos dejaban salir con ellos por la noche, un rato, luego nos traían a casa para quedarse ellos un poco más por allí. Era la época del ahorro. A principio de verano, al terminar el curso, buscaba un bote, una hucha de esas que no se podía abrir, y comenzaba una campaña “pro-pre-feria” para conseguir una buena cantidad. Sisaba, pedía, ahorraba, para que al llegar agosto mi feria pudiera ser estupenda. Ahora sigo ahorrando, pero el alquiler mató mis ganas de subir en los caballitos. Recuerdo también las primeras ferias que podía salir solo con mis amigos, discutiendo con mis padres sobre la hora de vuelta, sobre si debían o no darme dinero. Recuerdo un grupo enorme de preadolescentes persiguiendo chicas y haciéndonos la vida imposible. De aquella época tengo un recuerdo físico curioso. Existía por entonces una caseta de tiro al blanco peculiar. La diana era un disparador fotográfico, y si atinabas o apuntabas, qué sabe nadie, al acertar, te hacía una fotografía de ese momento, escopeta en ristre. Ese año saqué dos o tres fotos (never he tenido tanta puntería, en nada) Luego, años más tarde, descubrí en un viejo álbum de fotos dos imágenes similares, una de mi abuelo y otra de mi padre. Las tres generaciones. Qué cosas. Los siguientes pasos de las fiestas siempre pasan por borracheras, bandas de música, viajes románticos en la noria, acompañar al primer amor a su casa, buscar sacar el peluche más grande, los bailes, las corridas de toros, los primeros conciertos, el vermú, o los campeonatos de mus en el casino del pueblo, y ponerse el traje de alguien, prestado, para acudir la última noche a la cena de gala de fin de fiestas. Esa noche podías estar hasta el amanecer por ahí y terminar la feria con unos churros con chocolate… Quizá estar alejado de estas tierras hace que la feria, las fiestas, tengan un pequeño hueco. Aunque siempre sean iguales, aunque haya veranos que el ánimo no acompañe a desfrutarlas. El final del verano llega después de la feria, y la feria está ahí para ayudarme a mantener recuerdos y filias. La vida hacía un paréntesis durante los últimos días de agosto para empujarnos a otras líneas. Hoy empieza la feria, veremos…

viernes, 20 de agosto de 2010

Vacaciones santillana 3

Las noches de verano son más extrañas que las de invierno. El calor nos invade en busca de un soplo de aire fresco, pero no conseguimos más que abrirles un hueco a los mosquitos. Ventanas de par en par, las vecinas sentadas en la puerta de la calle “al fresco” sin parar de cacarear su charleta a grito pelado, los insectos que se cuelan, y la música de un chiringuito lejano con la machacona canción del verano de cada dichoso verano. En invierno nos pertrechamos bajo capas de sábanas, mantas y súper edredón, pijamas, y cerramientos de ventanas a prueba de bombas. Menos posibilidades de elementos extraños y externos. Si a todo esto le sumamos el insomnio, la falta de sueño, la dificultad de conciliar el descanso, y una cabeza funcionando con infinidad de tonterías, lo que nos queda es una divertida noche de verano. Ya me imagino yo a Shakespeare dando vueltas en la cama y levantándose a escribir “Sin sueño en otra jodida noche de verano” Luego por cosas de marketing le cambió el título (creo) En fin, si al menos yo escribiera lo mismo, alguna cosa ganaríamos. El caso es que aquí estoy. Sentado en la cama, dándole vueltas a un verano que parece que ha pasado volando, y meditando si no estaría mejor roncando a pierna suelta en vez de pensando estas tontás. Mi cama es muy incómoda. Creo que es la misma cama de hace muchos años. Los pies se me salen por debajo, intento acurrucarme pero el calor me hace estirarme, vuelta a empezar. En teoría, y para la buena verdad, yo no sufro de insomnio. Eso es carencia de sueño y no dormir en plan brutal. Simplemente yo no duermo bien. Pensaba que en las vacaciones cambiando los biorritmos, las rutinas, y esas cosas que se supone que pasan en el pueblo y en los tiempos de ocio, alejados de ruidosas urbes, contaminación y estrés, abandonaría esa mala cosa de no dormir. Enciendo la tele. Vaya, la mujer esa de los horóscopos me coloca en una destacada última posición. Apago la tele y las estrellas, que hasta ellas se me ponen en contra esta noche. Salgo al balcón y observo silencioso como las vecinas comienzan a recogerse en sus casas, los insectos me huyen, y la música del chiringuito varia a las canciones populares de los años 60, versión disco bailable, que al menos no me disgusta. Sopla un poco de aire aquí. Miro al cielo, y veo las estrellas, cercanas, a un estirón del brazo. Identifico las pocas constelaciones que me sé y recuerdo algunas de las leyendas mitológicas de sus componentes…Castor y Pólux… las Osas… poco más… El reloj me dice que son las 3:40 de la mañana, y sereno. Nota mental: eliminar el café. Parece que la calle se tranquiliza y quiere ayudarme, las farolas se apagan. Titilan (que bonita palabra) y mueren. En breves volverán, pero eso me da unos minutos de oscuridad, para ver aun más cerca esas estrellas irrepetibles que tiene el cielo de esta tierra, y para darme un momento más de paz. Saco al balcón el tabaco, y con toda la paciencia del mundo consigo liar el cigarro, a oscuras, con el reflejo lejano de las otras calles que sí están iluminadas. Si me cuesta un mundo liarlo con luz, así es toda una experiencia. Me sonrío… todo se pega… y adquiero vicios que no son míos sólo para no olvidar, para parecer que aun compartimos cigarros. “Si yo no fumo”, me repito entre insulsas caladas. Pienso, medito, o al menos pongo la cara aunque nadie me la vea (la cara) Siento un poco de frio. Noches de verano. Noches de amor efímero. Lanzo el resto del cigarro compitiendo conmigo mismo a ver qué tan lejos puedo lanzar. Un reloj suena a lo lejos, desde otra ventana abierta en busca de un poco de aire. Las farolas amagan con volver a iluminar, quizá sea la señal. Una última mirada a la oscuridad en busca de un momento, de una azotea, de un recuerdo o pensamiento con el cual dormir. Vuelta a la cama. Mi cama es muy incómoda, pequeña y dura. Me soporta. Noto los pies colgando. Busco compañía, pero casi me caigo, la cama no admite más tonterías por hoy. Mañana será otro día, y después vendrá otra noche…

jueves, 19 de agosto de 2010

Vacaciones santillana 2

Si la culpa es mía. Si lo sabía yo ya; desde que le vi la cara al mar. Que no nos llevamos bien. Lo sé yo y lo sabe él. Pues nada: toalla, bañador, cartas, nevera (bocadillos, agua, coca cola, zumos, frutas, napolitanas) sombrilla, raquetas, frisbi, mochila playera (llaves, documentación, teléfono, un libro, dos revistas, una libreta, el autodefinido, el tabaco, dos mecheros y un bolígrafo) esterilla, crema protectora factor 15, 25, 50 y “aftersun”

Allí estaba mirando al mar, retándolo a una batalla sin fin, de la cual solo saldría victorioso uno de los dos. La arena se extendía más de lo que imaginaba. “La marea” dijeron algunas voces entendidas. Así que nos pusimos a caminar. Por alguna extraña razón todo el mundo podía caminar por la arena descalzo menos yo. Todos departían agradablemente sobre sus cosas mientras la batalla se comenzaba a librar, y la arena calentaba más por donde yo pisaba (o algo) haciendo que no pudiera quitarme las chanclas, y luchando para no perderlas en las profundidades de esas pérfidas arenas ardientes. Parecía además que mis compañeros de excursión se compinchaban cruelmente contra mí, porque ninguno de los lugares que a mí me parecían adecuados para establecer el campamento era bien recibido: “aquí” decía yo “no, allí” decían ellos, inmunes a mis penas y pesares. Finalmente establecimos el campamento base lo más cercano al mar que se pudo, teniendo en cuenta que ya era bien entrada la mañana y que los espacios escaseaban. Nos asentamos entre una familia de autóctonos locales, que parecían una tribu del áfrica negra: por ruidosos, por numerosos y por el color: Vergüenza me daba quitarme la camiseta cerca de ellos ¿Cuánto tiempo hay que estar al sol para pillar ese tono? Mi blanco nuclear fosforescente destacaba de sobremanera. Cerca de nosotros, como contra punto, un grupo de orondos “guiris” con un color difuso entre el blanco nórdico y el rojo chamuscado, se untaba de aceite de girasol para continuar con su ritual “vuelta y vuelta”.

Fuera gafas de sol, fuera camiseta, fuera gorra, fuera chanclas. Era el momento. Una vez asentados, estiradas las toallas, plantada y fijada la sombrilla, llegaba la hora de la verdad. Algunos (locos) salieron corriendo a zambullirse sin más, agitando los brazos y voceando improperios. Las olas rompían fuerte, estábamos preparándonos para el encuentro.

Una ola mansa llegó a mis pies. Frio… poco a poco fui adentrándome en el agua… maldición… que friaaaaaaaa… Mis ideas se congelaban, mis brazos y manos se agarrotaban pegados al cuerpo… “Que buena está” gritaban unos y otros (yo por más que miraba no vi ninguna chica digna de tanta alabanza. Luego pensé que se referían al agua, cosa improbable, pensé también) El agua me llegaba a la cintura, aun con las manos arriba. Notaba como algo o algas rozaban mis piernas “no huyas, aun no, resiste”. Mis compañeros se perdían mucho más allá. El viento arreciaba, las olas crecían. Es imposible resistir. Me di la vuelta para salvar mi vida, tuve que detenerme, dos niños (italianos) pasaban con sus flotadores (parece que los italianos desde niños no le temen a la muerte) y ese momento de pausa, ya en retirada fue el que usó el traidor mar para hacer que una ola me arrastrara, dejándome casi moribundo. Ya creía que estaba todo perdido, cuando una señora de edad indefinida, catalana por el acento (quizá de Esplugues del Llobregat) me animaba a seguir en el agua, mientras ella seguía impasible allí dentro. Quise resistir. Pero pensaba que era mejor salir a retomar fuerzas y volver a intentarlo más tarde, con un plan más elaborado. Entonces pasó… una mujer (una buena cristiana seguro) sacaba mis cosas del agua: la marea había subido a traición arrastrando nuestros enseres, mojando mi toalla, empapando mi mochila, e inutilizando mi móvil, seguramente para cortar mis comunicaciones y evitar que pida refuerzos… traidor mar… algún día… algún día podré vengarme… Pero antes… tengo que saber donde quitarme los restos de arena, y por qué razón sólo es a mí al que se le quedan los pies llenos… puedo perder esta batalla… pero… volveré…

sábado, 7 de agosto de 2010

Vacaciones santillana 1

Siempre que paso más de dos días en casa de mis padres me voy con sensaciones variadas, variopintas y extrañas. Y con kilos de más. Mi madre se piensa que en Madrid no como o algo así, y a sus ya monumentales guisos para 12 que se tienen que comer 4 añade un par de raciones más “por si acaso” Este verano he decidió irme sólo con las sensaciones y procurar dejar lo de los kilos en estas tierras. He tomado dos decisiones dos al respecto: la primera no mantenerme inactivo, tomarme de mano el tiempo libre y hacer rutinas que me hagan quemar los lípidos. Es cierto que la caña del mediodia, el café y la copa de pacharán con la partida de mus diaria no me ayudan en cierta parte del propósito; bueno, poco a poco. Existe en esta santa casa una habitación destinada al culto al cuerpo, con dos o tres cacharros de esos de la teletienda, una cosa extraña que hace que te cuelgues como un murciélago, una tabla de hacer abdominales de las de toda la vida, y mi penitencia: una cinta para correr. Todos los días a eso de las 19.00 (hora zulú, of course) la miro achinando los ojos, sospechando y sopesando cual será su estratagema para hacerme sufrir. Cuánto echo de menos mi parque. La enchufo, la enciendo, la programo, me subo. Me duele todo el cuerpo. El primer día casi muero. El segundo lo pillé con más ánimo. El tercero ya empatamos. Ahora la tengo donde quería… Siempre corro la misma distancia: 3km. Reto a mi cuerpo y a la cacharra para poder hacerlo en el menor tiempo posible. Primer día 20 minutos, con todas mis fuerzas, con la lengua fuera, sujetándome a las barras anti-torpes, y jurando con Dios por testigo que nunca más volveré a correr. Vi la luz blanca, la bandera arcoíris, el burladero y todos los santos habidos y por haber en cielo y en infierno. Siempre pienso lo mismo, en lo malo que es el deporte para la salud, mental y física. Aun así quedamos citados para el siguiente atardecer, la siguiente puesta de sol no te dejaré escapar… Cada vez que me bajo de la cinta me subo a la báscula: maldición, rayos, truenos y centellas. No he bajado ni un kilo. Tampoco los he subido. No me parece buen negocio este… Seguiremos informando. La otra cosa que he decidido hacer en contra de la curva de la felicidad es cocinar yo. Supone un poco de esfuerzo más, miradas raras del resto de la familia, y ponerle a mi madre la cocina patas arriba. Pero al menos he cambiado el menú, las cantidades, la dieta, y el equilibrio. Ojo, atención, una cosa quiero que conste: mi señora madre cocina estupendamente y es la causante de lo hermoso y rollizo y sano que me encuentro… sólo que su amor de madre añade cantidades a la sopa. Recetitas de verano, de las que hablaré en otro momento. Es lo que tiene ver aquí el canal cocina ese de los cocineros al que estoy enganchado. Demasiados ratos muertos. Rutinas de verano. La cinta me espera…