domingo, 25 de septiembre de 2011

Blanco.

Una de las cosas que ofrecen las grandes ciudades es el tiempo. Tiempos para hacer algunas cosas sin tener más remedio que hacerlas, porque no te queda más remedio. Las grandes ciudades nos ofrecen grandes distancias entre dos puntos y la necesidad de autobuses, trenes y suburbanos… el “metro” para llegar de un lado a otro. Las grandes ciudades nos obligan a montarnos y hacer viajes sin querer. Siempre pienso eso cuando cuento que devoro los libros, que muchas veces la novela de turno me dura tres días. Que puedo leer tres o cuatro libros al mes sin grandes esfuerzos, sólo con el tiempo que paso moviéndome de un lado a otro. A veces juego con el teléfono a las cartas, hago solitarios, tetris, o mato pájaros enfadados. También sirven estos tiempos muertos para repasar apuntes, notas e incluso llegado el caso, estudiar directamente (hay trayectos muy largos) Yo he encontrado en los últimos tiempos una cosa más que hacer durante esos viajes. Cuando encuentro mi asiento, saco mi agenda de la mochila y busco las páginas pasadas, las páginas en blanco. Localizo una víctima, una figura, un detalle, algo que me parezca llamativo. Rebusco en el fondo de la bolsa para coger mi lapicero del uno. La página en blanco me mira, yo miro mi objetivo, el lápiz mira el folio vacío, y tras tantas miradas de deseo, comienzo a intentar plasmar el modelo elegido. Pintar, dibujar, trazar, manchar e intentar al menos pasar el rato. Me quedo mirando los detalles, los zapatos de las personas que dormitan, las manos de quienes van sentados frente a mí. No se me da bien pintar caras, así que muchas veces mis figuras son seres sin rostro, inexpresivas. Tampoco coloreo bien. Es una curiosidad curiosa. No coloreo lo que dibujo; me quedo con las estrías borrosas del carbón, que llenan con líneas múltiples unas rayas de un instante. Esta mañana no encuentro nada que me llame la atención para dibujar. El metro va lleno de figuras que no son capaces de transmitirme nada, que no pueden acoplarse a mi página, nada que pueda capturar el lapicero. Las estaciones pasan, mientras dibujo mi propia mano izquierda, garabateo mi nombre, o hago números como si fuesen cartillas de Rubio. Las paradas van una tras otra. En una de ellas una chica se sube, discreta, moviendo se despistada, como si toda aquella maraña de personas y gentío no fueran de su hábitat. Mira los letreros, las pegatinas, y mira su plano como estudiante exploradora. Lleva un bolso de tela, una camiseta y unos pantalones anchos. Ese look hippy que me llama la atención. Peligrosa, seguro. Comienzo a mover mi arma sobre el impoluto papel cuando decide quedarse quieta, apoyada en la puerta cerrada que hay frente a mí. Lleva los auriculares puestos, los del teléfono, y parece que habla con alguien, muy seria. Tiene los ojos bonitos. Me da vergüenza mirar mucho rato, porque a veces me siento un poco acosador. Siento que robo trozos de alma cuando dibujo a alguien en secreto, que me llevo un trozo de su vida en mis hojas. Furtivas miradas para captar detalles, arrugas, una piedra al cuello, los pies que muestran las sandalias, y las uñas pintadas. Mi mano se mueve animosa, intentando ser fiel a lo que veo. Mi estilo es rudo, enmarañado, lleno de trazos que no sirven mezclados con otros que parecen pertenecer a esa figura. Mi parada se precipita ahora, y mi dibujo se termina sin esa cara. Apresuro a recoger mi estudio de arte portátil, para salir con la sorpresa del acompañamiento de aquella figura. Mis pensamientos se aceleran. Pienso en devolverle el alma, en acercarme. Pienso en ser un loco o que piense que soy un peligro. No sé qué hacer. Arranco la página de mi agenda, sólo hay un momento antes de salir a la calle, y me vuelvo sin pensarlo más



… perdón, sé que te pareceré raro, pero te dibujé y bueno, no sé, es tuyo…



Me volví con sus ojos clavados, incrédula, cruzando las miradas por primera vez.