jueves, 19 de enero de 2012

Enough


Nos damos cuenta de todo lo que nos pasa cerca, al lado de nuestras vidas. Somos conscientes de cada pequeño movimiento que la calle, la casa o el mundo hace, incluso de los movimientos de traslación y rotación. Vemos el ciclo lunar acechar a nuestros pensamientos, y observamos detenidamente el minucioso trabajo de la hormiga transportando su hoja. Somos conscientes de lo grande, de lo mediano, de lo humano y de lo divino, de lo pequeño y de lo inmortal. Consideramos las opciones, decidimos las propuestas, seleccionamos los caminos, así es nuestra libertad. Y con todo, aunque seamos conscientes de cada uno de esos movimientos, de todos esos caminos, aun no sabemos cuando y cuanto es suficiente. De todo, de nada, de lo etéreo o de lo tangible. Nos hacemos fuertes en la medida que somos capaces de resistir nuestras indecisiones;  nuestros caminos terminan cuando se acaba el sendero, y nuestro llanto cuando nos secamos. A veces no somos capaces de ponerle fin a nada por muy conscientes que seamos de ello.  Capaces de separar el corazón de la razón, capaces de transmitir una mentira, de dar la razón a un loco, de quitársela a un niño porque la explicación es demasiado profunda para que se entienda o quizá  demasiado compleja para poder explicarla con claridad; capaces de tantas cosas e incapacitados para las valentías, para los actos heroicos que se nos demandan en la búsqueda de la felicidad. Mentiras que causan heridas en nuestra piel, punzadas por nosotros mismos para poder hacer el día sin tirarse al suelo.  Así los recuerdos se intentan borrar, así la sucesión de sucesos sucedidos sucesivamente se transforman en la simpleza de ser nuestras historia, dejando que ésta decida por nosotros el devenir vital de aquellos recuerdos. Sentados, inertes respiramos, viendo pasar en el recuerdo de la oscuridad de la ventana del vagón que nos transporta la imagen que queríamos olvidar, pero que no podemos dejar atrás como si fuera una estación más. Luchamos contra todo lo que conocemos, pero nos rendimos al tiempo, poderoso, infinito, acaparador, para dejarnos llevar como excusa que saciará nuestras vidas corruptas, como analgésico irreductible para los dolores del alma. Cobardes, de cada día que saltamos nuestros muros de contención esperanzados en el futuro sin ponerle solución en el presente, haciendo que nuestra planta crezca torcida por no saber guiarla, conteniendo la verborrea irracional de dolores a los cuales no queremos mirar a la cara. Basta un segundo, un suspiro, un color, una mirada, un reflejo, un suave tacto de otra piel para que nuestro castillo y resistencia a olvidar se desmorone por completo ante el ataque siempre devastador de lo que nunca fuimos capaces de parar. Por muy conscientes que seamos de aquello que vino, se quedó, se marchó y sepamos que no volverá; por muy inteligentes que nos creamos, sabios de nuestro cuerpo, de nuestro dolor, basta siempre un soplo de inconsciencia para sucumbir de nuevo.  Porque nadie nos enseña a mirar, nadie nos dice que nos paremos a la orilla del mar para mirar al horizonte y apreciar la curva del mundo, nadie nos enseña álgebra del espíritu, ni formulación del sentimiento. Porque nuestra consciencia de lo presente, nos impide saber, acribillados de propio dolor cuando tenemos que detenernos para continuar. Porque a veces no queremos librarnos de nuestra pequeña muerte mientras seguimos observando aquella hormiga, y pensamos en no pensar en nada, y como aquella canción, evadirnos tirando piedras al rio, para no devorarnos. A veces la lucha es tan pacífica que simplemente buscamos diluirla en agua con sal. Pero a veces descubrimos que nuestras vidas tan llenas de vacío, quieren agarrarse a aquel momento que nunca volverá, aun sabiéndolo, aun sintiéndolo, aun queriéndolo o amándolo.