viernes, 31 de diciembre de 2010

Contabilidad Humana

Estuve un par de años en la universidad. No fue mucho, ni siquiera creo que llegara a los dos cursos completos. Económicas, Administración y Dirección de Empresas se llamaba aquella carrera que empecé, y de la cual sigo tirando para algunas cosas. Para decir que estuve en la universidad mayormente. Una de las asignaturas que me vienen ahora, y por ese recuerdo salen estas líneas, es la de contabilidad. Asociación estrafalaria de ideas. Balances. Cuentas de pérdidas y beneficios. Es la época. Todo el mundo de una manera u otra está deseando que pasen los días, horas ya, para abrir libro en blanco. Somos supersticiosos, en general, y nos vamos agarrando a los clavos ardiendo que nos encontramos por nuestros caminos, aunque a estos asideros hayamos sido nosotros mismos los que les hemos pegado fuego. Balance del tiempo, de la apología del calendario que nos marca. Balances de vidas, de cristales de colores para mirar sobre ellos, de valoraciones tan contrarias como múltiples. Bofetadas de comparaciones. Un gran año, un año horrible, unas buenas fechas, una temporada desastrosa, annus horribilis, beatus ile… da igual. Siempre andamos mirando nuestros saldos vitales, nuestros “debe” y nuestros “haberes” para saber si este balance es positivo o negativo. No somos capaces, muchas veces de valorar los “asientos” en su justa medida, y la mayoría de las veces vemos alejado aquel principio que fue igual de ilusionante, o aquel momento que nos descargó de algo maravilloso. Siempre que se acerca el final, nos ansiamos con ello para que llegue pronto el principio, razón general y sin lugar a dudas positiva, per secula seculorum. Sin mirar atrás, como si pensáramos que es cosa de valientes, y hacerlo nos emparentaría con Lot. Deseos, bienaventuranzas, alabanzas y glorias a los nuevos tiempos. Menos miedo del futuro que del pasado, e incluso del tiempo actual, que aquí ya no se le puede llamar presente, porque no lo queremos, aunque no sepamos, ni falta que nos hace, lo que viene a contarnos las semanas que acontencen. Desde hace unos años, entro muy relajado a este pensamiento. Alejado de jaleos, de preparaciones, de planes. No son más que rituales, me digo a mi mismo, me doy consuelo claro está, ante la segura soledad de este pensamiento. Celebraremos sin lugar a dudas, siempre celebraremos, pero sin el boato, la pompa ni la circunstancia, que otras veces se acumula en mesas, casas y cabezas. Desde una soledad, previo descanso a la batalla, o como una siesta del borrego antes del banquete final. Muchas veces sirve para hacer ese balance, aunque no sea el momento más idóneo, que ya no hay marcha atrás, que ya no hay solución. Seguramente ese es el gran problema, que los balances se hacen al final, cuando el tiempo se acabó, y no da para más, sólo guardar el último aliento para justificar, decidir, recordar, asumir, reír o llorar por un tiempo que se acaba. Al final del todo, también al final de un balance, hay algo que no se puede obviar, lo dice el Plan General Contable: (seguro que lo dice en algún lugar) al final de todo, las cuentas tienen que cuadrar, que estar saldadas, y que llevar un orden. Da lo mismo que nuestro balance salga bien o mal, que recordemos más o menos ciertas cosas, positivas o negativas, que abandonemos ideas por perseguir utopías, propias o extrañas. Nuestro balance, nuestra balanza, debe estar equilibrada. Sólo entonces servirá de algo tanto apunte, recuerdo o deseo de principio y fin. Sólo entonces tendrá sentido abrir un nuevo mundo y un nuevo tiempo... and a happy new year...

martes, 16 de noviembre de 2010

Año Dos

La relatividad temporal es algo estudiado, visto y oído por todas partes y rincones. Niñas que maduran antes que los niños, jubilados con espíritu de adolescentes, precoces púberes pertinentes que adelantan la edad de todas aquellas cosas que mi generación retrasó hasta “hacerse mayor”, bebés que siempre llevan ropa de otra edad, porque siempre están más crecidos de lo que corresponde, y jóvenes cansados como abuelos. Me paso días subido a trenes y autobuses luchando por avanzar más deprisa que el tiempo, por llegar sin que el minutero me siegue con la aguja de la hora la libertad de ver pasar esas horas, intentando que este mi tiempo se retrase y corra “einstenianamente” para atrás. La relatividad del tiempo, que nos hace volver la vista y ver que los días, semanas y horas no pasan igual en verano que en otoño; que la caída de las hojas nos proporciona una sensación de lentitud, de cambio, de otro tiempo, y que el verano veloz no tiene a costa de su propia fugacidad. ¿Qué se puede hacer en una hora? Me adentro en las barbaridades que puedo hacer para malgastar esos sesenta minutos, y busco las cosas recónditas, las menos superficiales que puedan ocurrírsele a todos, o aquellas que me preocupan sólo esa hora. La medida temporal del amor, por ejemplo, también nos empuja a la relatividad, a relativizar sobre el conocimiento, sobre si por permanecer tantos o cuantos años al lado de otra persona llegaremos a querer más, mejor y de manera intensa, que aquellos cuyo amor empezó solo dos segundos antes. Una hora es poco ¿Qué se puede hacer en dos años? Escribir, conocer, cambiar, evolucionar, madurar (o no) y darle la vuelta a la vida. Leer, o más bien releer las desdichas que antaño nos hacían quejarnos. Estamos aquí para dejar impronta seria de nuestro paso por el mundo de las ideas, siempre con la mente puesta en el exhibicionismo libidinoso de nuestro cuerdo pensar contemplado, admirado, comentado y publicitado por las cuatro esquinas del universo cibernético. Miro el tiempo, contemplo más bien. Pienso en recuerdos, recuerdo recuerdos, y medito sobre cómo cambian en mi cabeza a medida que pasa el tiempo. Frases sueltas otra vez. Inconexas una y otra. En dos años da tiempo a recorrer varias vidas y no quedarse en ninguna, a explotar y reventar. Momentos de frustración y de alboroto, que se cierran con puntos y signos ortográficos. Relativizo el tiempo para pensar que dos años no son nada y recuerdo cada movimiento en el teclado de mis dedos. A quien dirigía mis letras pensadas en flechas o en dardos, a quien las quiero llevar cada segundo, o si quizá no habría nadie destinado para ninguna de las palabras. No son iguales dos años para todos; creo, de hecho, que no serán iguales ni para uno mismo. El tiempo dura lo que dura el tiempo, y eso es bastante relativo. A pesar de todo, con tonadilla sesentera de banda sonora, resistimos el paso del tiempo, aunque sepamos que esa resistencia es batalla perdida. Resistimos la relatividad haciendo efectivo, tangible y vivido ese tiempo que quiere ahogarnos y sobrepasarnos, haciendo que nuestros pequeños esfuerzos por dejar algo que ese tiempo no pueda llevarse por delante, y sin saber siquiera si algún día lo conseguiremos, queden por ahí en la retina de algún recuerdo; y puede que a nuestro pesar, a ese pensamiento solo sólo el tiempo le dará o no la razón.

Dos años no son nada…

sábado, 6 de noviembre de 2010

15.

Una “paradoja” es una idea extraña, opuesta a lo que se considera verdadero, o a la opinión general. Lo “irónico” es dar a entender lo contrario de lo que se dice… Estoy discutiendo conmigo mismo… el agua de la ducha cae muy caliente, me gusta; me gusta el agua caliente de la ducha. Sin embargo soy incapaz de comer o saborear un plato de comida caliente. Discuto conmigo mismo de si esta reflexión mañanera es paradójica o irónica… el agua sigue su curso ajena a estas tonterías tan tempranas. Me gusta el agua muy caliente de la ducha, mientras cierro los ojos y casi me duermo bajo el grifo. No suelo disfrutar de la ducha. Es un paso necesario para arrancar, para salir de casa, no un placer por sí misma. Delante del armario, mojado, aún decido que ropa ponerme. Estoy buscando mi uniforme del día. Noto que gotea mi pelo. Me visto y salgo de casa. Es temprano, al cerrar la puerta escucho también a la vecina que se marcha. Es muy temprano. Lo pienso porque sólo he visto a mi vecina cuando sale tan temprano. Bajo detrás. Lleva su uniforme de secretaria, o de administrativa, o de directora de banco. Viste bien, pero no huele a nada. Es temprano, las calles ya están bulliciosas. El café en el bar de la esquina, lo de siempre. Muchos uniformes aquí: el del electricista, el de pintor, el de perdido por el barrio, el del conductor de autobús, el del jubilado con carajillo. Mi metro sale tarde, y el andén ha ido llenándose. Delante de mí una chica lleva un uniforme de estudiante, con sus complementos a juego. En las siguientes paradas se le incorporan mas uniformadas. Empiezo a elucubrar que son de la misma empresa, todas llevan el mismo uniforme. Más allá veo dos uniformados de uniforme. Serios. Parece que ser miembro de los cuerpos de seguridad de la República del Metro, les da mucho empaque y no vale con uniformarse, también hay que poner cara de “ser la ley” No me gustan, me dan miedo. Pienso en el exceso de peso de sus uniformes y en lo que piensan que son sin serlo. Vuelvo a discutirme por tener unas ideas preconcebidas y estrechas. Al bajarme tropiezo con un grupo de jóvenes uniformados de bailarines de “fama” Es el complemento que me falta, lo visualizo: necesito una gorra grande, llevarla mal puesta y seguro que ya puedo bailar. Dudo. Acabo de ver subir a mi bus urbano a una chica uniformada de “cristinarosenvinge” Mi duda viene al cavilar si esa chica sabrá a quien le ha robado el traje y dudo al pensar si ella pensará en su originalidad, o en su estilo, o en su trabajo, o su novio, o en sus amigas, o en llamar la atención. Vuelvo a mi casa. Veo con gracia dos mujeres uniformadas de chándal y perro, a paso ligero, y me acuerdo de las personas y gentes de mi pueblo, uniformadas de “hermanejos y hermanejas” Me sonrío. Añado una nota mental: esto no lo va a entender nadie que no sea “del pueblo”. Vuelvo a subir a casa, tras una mañana infructuosa, aciaga, triste, deprimente, y larga. Me vuelvo a ver reflejado en el espejo más grande. Quizá fue que me equivoque al elegir mi uniforme para hoy. Me desnudo. Me vuelvo a la ducha. Ahora no tengo prisa, sólo estoy cansado y acalorado, y necesito liberarme de mi uniforme vital, casi de mi disfraz de buscador de cosas y observador de entes. Me gusta el agua caliente ablandando mi cuello. La toalla sigue húmeda. Esta toalla no seca. Desnudo otra vez delante del mismo armario, cambio mi uniforme para volver a salir a la calle, a otra cosa, a otra vida. Nos fijamos en los uniformes de los demás sin percibir nuestro propio disfraz.

Que paradójico… o que irónico… o que estúpido…

miércoles, 3 de noviembre de 2010

Terrazas

Estaba asomado a la terraza, disfrutando de ese pequeño placer que la vista me ofrecía y que esta ciudad compartía conmigo. Desde aquella altura podía contemplar muchas otras terrazas y azoteas. Cádiz me gusta. He descubierto muchas cosas en estos días, es una ciudad que alimenta como ninguna otra había conocido mi gusto por los tejados, por la luz, por la claridad. Mucho ruido, abajo en la calle el fin de semana rompía con fuerza, y aquí arriba la fiesta poco a poco entraba en calor. Despistado, pillado por sorpresa, sin oírla llegar, sus brazos me rodeaban silenciosos, sin preguntar por mi momento, era un momento nuestro más. Notaba su cara en mi espalda, acariciándola. Me di la vuelta para tenerla de frente, pero algo se movió en la oscuridad. Sin decir nada, los dos miramos al otro lado de la calle: una sombra.

En el edificio de enfrente, un hombre trepaba por los tejados, cuidadoso. Llegaba a la terraza delantera a nosotros, sin darle importancia a lo que podíamos pensar, y ajeno a nuestras miradas. Parece que llama, susurra un grito. Está sujeto, esperando al pie de un saliente. Otra sombra, cubierta, se asoma, el manto cae, descubre un rostro femenino. Somos testigos silenciosos, cazadores de sombras, como si no quisiéramos espantar a dos animales indefensos, pero sin abandonar nuestra posición privilegiada. Algo se dicen. Ella agachada, cercana a su cara. Él se agarra fuerte a la cornisa. Miran a un lado y a otro. Parece que fuésemos invisibles. Ella le tiende su brazo, y ayuda a subir. Ambas sombras se pierden en el interior.

Volvemos a la fiesta, curiosos de saber más de esto. Parece ser que lleva unos días pasando. Elucubraciones, teorías, especulaciones y risas. Son amantes, son amores imposibles, es que siempre se le olvidan las llaves al vecino… La fiesta sigue. El mundo es ajeno, y aun me queda mucho por descubrir de esta ciudad, pero no puedo dejar de pensar en esa imagen, como si fuera de otro tiempo, como de una dimensión diferente, como si pudiese imaginar algo alrededor de estas figuras que me calmara la curiosidad. Te miro y me olvido y de mis tonterías. Los amigos van y viene, nuevas caras, mucha gente. La música se va apagando en la calle, y entre besos y recuerdos abandonamos aquella terraza ya casi con el amanecer. El sueño nos espera, y los besos que lo acompañan. Mañana será otro bonito día en la última ciudad a este lado de los confines de la tierra…

Duermo, sueño, imagino y te escribo…

“Corría entre carros y puestos, como una flecha. Pensaba que llegaría a tiempo para el momento, para verla salir, para subirse a un árbol y poder verla sin que nadie le molestase. Ella siempre lo buscaba, ella sabía que era de los pocos instantes para cruzar sus miradas sin miedo a nadie, a regañinas de amas, hermanas y viejas. Corría. El retraso en el puerto del último envío había roto todos sus planes. Corría como nunca. Tarde. Cuando llegó a la puerta de la casa ya no estaban. Todo despejado, nada del revuelo de media tarde, en uno de los días de más luz que les estaba dando aquel abril primaveral. No sabía mucho de ella: su nombre, su posición social, su reclusión en la familia, y que bajaba casi todas las tardes a La Caleta. Casi siempre a la misma hora, nunca sola. Y que aquel día que se miraron en la playa sería el primer día del resto de sus días. Esperaba siempre paciente su paso de vuelta de la playa, escondido en cualquier rincón, tras algún carro, tras alguna rendija. Un día se tocaron. Lo recordaba ahora, mientras caminaba sin saber muy bien a donde. Bajaba corriendo cuando se la encontró de frente, sorprendidos, al doblar una esquina cerca del Mentidero. Un segundo, un empujón, un choque frontal. De allí salieron sin más, pero como en las novelas de caballería, su pañuelo quedó abandonado en el suelo: azul de mar, hilo de luna. Lo guardó durante un par de días, intentado armarse de valor para devolverlo. Cuando por fin respiró todo ese valor, una tarde, en vez de esconderse, la esperó al paso por la Alameda para devolvérselo; delante de ella, con la respiración entrecortada, con el brazo estirado, con la ofrenda del pañuelo. Ella se acercó, sin dejar de mirarse a los ojos, y alcanzó la prenda al tiempo que de la forma más sutil, rozaban sus manos, áspera una, suave otra. Ojos. Ojos clavados. Ella continúo su paseo con un leve “gracias”, bajo la atenta mirada de la compañía y las risas entrecortadas del resto de acompañantes. Aun respirando hondo y profundo, al girarse, pudo ver como ella se volvía para certificar esa última mirada. Esta tarde se le había escapado. Había sido la primera vez desde aquella que se había perdido por el camino.

La cabeza a mil con el desasosiego del alma le impedía decidir, y le hacía dar vueltas a la manzana, intentando no pensar. “Oye” Una voz lo llamó. “Mi hermana quiere verte” “Esta noche. En la terraza. A las doce. Toma, es para ti. No vuelvas a pasar a por esta calle, sólo ven esta noche” La joven le volvió a tender el pañuelo que había significado aquel primer roce, el salvoconducto para poder pasar, el alma misma.

Parecía que aquella tarde estiraría la ciudad la luz más que nunca y la noche no llegaría jamás. Los pescadores comenzaban retirar sus cañas, y a marcharse a sus casas. La primavera había ofrecido días cálidos y estaba en posición de brindar una fría noche. Silencio. Algunos borrachos que gritaban aun las victorias de las guerras pasadas eran las únicas voces que perturbaban. Todo lo demás se mantenía en calma: el mar, la luna inexistente de aquella noche, y las estrellas cercanas. Las doce llegarían pronto.

Buscó la casa apropiada. Los portales abiertos, los patios interiores mostrados, la tranquilidad de las calles. Una ciudad como ninguna para vivir tranquilo.

Las ventanas del patio tenían rejas fuertes, y poco a poco fue armándose de paciencia y fuerza para escalar. Mil veces lo había hecho en escalas y barcos. La última casi le cuesta caer. Resbaladizos barrotes, fuertes, anclados en la piedra ostionera como un fósil más. El tejado claro en un oscuro, dos casas más atrás. Casi las doce. De nuevo, por segunda vez en el mismo día llegaba tarde: “corre” El corazón latía fuerte, pero sabía que aun no podía reventar su pecho, aun hay más. La última prueba, el último tejado no dejaba mucho paso, habría que hacerlo por la cornisa, por la calle. Las piernas le temblaban. Voces. Aquellos borrachos, patrulla, rezagados de la taberna. Silencio. Sólo respiraciones. Último esfuerzo. La última ventana, la última azotea. El pañuelo estaba empapado, anudado a su cuello para no perderlo, recogía el esfuerzo de la ansiedad a modo de gotas de sudor. Allí estaba. Oscuridad, silencio.

“Señora”

“Señora”

La catedral llamaba. Las doce.

Una vela se enciende, temblorosa desde la oscuridad. Una figura cubierta se acerca, y susurra.

“Silencio. No digas nada”

Aun sujeto a la cornisa de la última azotea, consigue desanudarse el pañuelo, y mostrarlo orgulloso.

“Sube”

Casi con el último aliento consigue trepar. La luna ya no tiene que ocultar nada y parece que ahora quiere brillar. El levante nocturno sopla para dejar sólo la luz de la noche. Los ojos se cierran a la falta de luz, se acostumbran a mirar. Las manos rozan las caras, se reconocen. El acerca su cara, aspira el jade que desprende su piel, el aroma de áfrica que ella trae, dulce, penetrante, y se pregunta si toda su piel tendrá el mismo sabor, el mismo color. Ella le toma de la mano y lo entra en la estancia, oscura, silenciosa, y tapa su boca con dos dedos. No quiere que diga nada.

“No volverás a verme”

Protesta. Ella niega. Sigue tapándole la boca. El quiere hablar.

“¿Volverás a verme?”

Respira. Enrabietado. Ella espera. Asiente. Ella retira poco a poco los dedos de sus labios para poder besarlos. Ella espera. Ella ansía. Ella quiere. El desnuda, ella busca, él busca. Ambos encuentran.

La despedida llega con el amanecer. Con las últimas caricias y los últimos suspiros. Morir...

…Morir sólo es morir. Morir se acaba.

Morir es una hoguera fugitiva.

Es cruzar una puerta a la deriva

y encontrar lo que tanto se buscaba...

El día no les puede sorprender, el alba llega pronto y la ciudad despierta antes.

Se miran.

Ojos.

No hay más palabras. Se despiden. El día. Los tejados esperan.

Quizá otra noche.”

Me despierto de mis sueños. Miro a mi alrededor buscando la paz y la tranquilidad. Toco el teléfono para mirar la hora, pensando que aún queda mañana para dormir un poco más. Me sonrío. Me gusta mirarte mientras duermes. Es envidia de Morfeo que te tiene en sus brazos.

Despiertas en un movimiento casi reflejo para encontrarnos. Amor. Ojos. Sueño.

Te contaré lo que he soñado…

lunes, 13 de septiembre de 2010

Besos de café

…me doy la vuelta de mi rincón perdido y me giro buscando calor palpando la sábana aún viva para descubrir la soledad de la almohada que hace que mis ojos quieran abrirse sin dudar al no encontrar al tacto de mis manos la piel suave que dormía conmigo soñando las vidas paralelas en países costeros lejanos sin respirar otro aire que el de los suspiros o las brisas que llegan a cada minuto dejando el tiempo en suspenso de otras medidas más fieles y fiables que las que nos marca un reloj cruel que no respetará nunca la oscuridad al sonar al alba escondida tras las persianas de camuflaje que la luz usa y abusa en su viaje inconstante a la claridad de la mañana que me despierta para buscarte y no encontrarte porque el desalmado día hace que avancemos en nuestras vidas cotidianas sin entender que no podemos ser nosotros los causantes del devenir del mundo porque somos otros seres de otros mundos menos terrenales y mas celestiales que nos aguardan en la noche para refugiarnos de todo tras esas sabanas que ahora me dejan en solitario sin saber de ti y pensando en todos los lunares que dejamos atrás a cada beso nocturno sin piedad ni consuelo al saber que no estarás cuando termine de abrir mis ojos y no vea que reposas a mi lado al estar preparando tu vida fuera de mi por unas horas o quizá por ese tiempo indefinido que es la soledad sin ti pero sabiendo que antes de salir vendrás a besarme con el sabor de tu café en los labios dejándome sonreír sabiendo que en cada beso que nos daremos viviremos un poco más en el amor de la mañana y de la noche que nos resguarda cuando me doy la vuelta de mi rincón perdido…

lunes, 30 de agosto de 2010

Vacaciones santillana 5

Las calles desiertas en los alrededores, el sol pasando por sus puntos altos hacían del mediodía una buena hora para morir… o al menos para intentar sobrevivir en el territorio más salvaje de la llanura. El viento, caliente hasta la asfixia, parecía soplar desde el mismísimo infierno, cortando impunemente cualquier esperanza de aire fresco para enfriar el ambiente. No… nada de pensar en salvación… Unas carreras para encontrar una casa donde refugiarse, una mujer despistada, unas ventanas que se cierran al paso de cada sombra… El portalón del Salón era el agujero negro que absorbía todas las energías, todos los pasos, todas las almas… Lo que allí pasaba; mejor dicho: lo que allí pasaría, no era apto para cualquier cuerpo en busca de la redención…

La tensión estaba en su punto álgido. La mesa era el centro de atención, todo el mundo se agolpaba al calor de los jugadores. La música había cesado, o al menos ya ninguno de los cuatro la escuchaba, entre el rumor de los murmullos y la concentración del juego. La barra estaba desierta, nadie se acercaba ya a la camarera, afanada en limpiar el mismo vaso una y otra vez sin perder de vista a ninguno de los clientes que se adentraban entre apuesta y apuesta. El humo parecía la mejor cortina para adornar aquel espectáculo: espeso, pesado, caliente…

Las miradas se cruzaban, pocas palabras y mucho miedo sobre el tapete. Había cosas en juego más importantes que aquellas monedas gastadas que coronaban el centro de la mesa. Manos sudorosas, gestos controlados, frio y calor. Las más habilidosas movían las cartas dulcemente, arriba y abajo, pidiéndole al destino y al azar que le sonriera. El mazo quedó a disposición del rival, para dar su veredicto final antes de soltar el último suspiro. Penúltimo asalto. Penúltimo porque nadie quiere nunca jugar la última. Nadie sonreía. Nadie reía, nadie esperaba que sucediera lo probable. Las cartas volaban de derecha a izquierda, agrupándose para el desenlace, juntándose a la calidez de cada mano. Todo repartido. Todo dispuesto.

Cada uno de los cuatro espíritus, cuerpos, almas o sindiós de los seres que podrían estar ahí, tenía su propia forma ritual para levantar aquellos naipes. Siempre sin apartar la mirada del resto de jugadores, todos enemigos, quizá aliados involuntarios, quizá compañeros. Cuando la última carta cae, pasean sus dedos sobre ellas. Cualquier gesto les delataría, les vendería sin remedio. Medias sonrisas, grandes miradas, pares de manos, juegos de gestos, pequeñas señales apenas perceptibles para el ojo humano, y que ellos interpretaban como llamadas divinas. Uno golpea la mesa, sin violencia. No sabemos si por reprobación, por placer o por contradicción. A estas alturas de la partida no se puede titubear, la mano está a falta de una sola señal y el último de aquellos antihéroes no andaba más lejos… lo dicho, para todos la última, por mucho que lo quieran negar… Nadie habla, el segundo ofrece la mano a su derecha, y aunque el gesto es más parecido a la cortesía, la falsedad, la mentira, ronda sus límites más pecadores en el hecho de la cesión de la palabra. Miradas, tercer jugador, cartas pegadas, signos inequívocos de nervios. El público vuelve a sentirse vivo: la duda genera esperanza, la esperanza, vida. Los simples mortales se miran, saben que no deben implicarse, que sólo tienen una pequeña bula para estar allí, pero hasta el más mínimo de los gestos, la más minia señal, puede hacer cambiar la siempre inconstante Fortuna, y ahora ésta, debe seguir rodando. Silencio en la mesa. Otra vez. Silencio en el universo. La cabeza da vueltas, y se inclina, con sutileza, con levedad, como si pudiera romperse cual cuello de cisne. No queda otra esperanza. Ahora si habrá sonido, la cuarta potencia, el cuarto hombre niega, parece el fin, hace crujir sus nudillos al tiempo que abre la boca, esa es la palabra que nadie quería escuchar, y que retumbaría en los oídos todos:

¡Mus!

miércoles, 25 de agosto de 2010

Vacaciones santillana 4

Historias de finales de verano hay muchas. Tengo ahora dos muy claras en la retina, a cada cual más extraña: a los colegiales de “Greasse” y a los del “Dúo dinámico” en su “EL FINAL DEL VERANO” Seguro que hay más, y mucho más (o mucho menos, según se mire) interesantes. También están las personales, de cada cual, y que se arrastran por nuestras conciencia, en busca de acabar pareciendo un recuerdo romántico o melancólico. Desde que tengo memoria, mi verano suele acabar cuando terminan las fiestas del pueblo. Unas veces mejor, otras peor, pero siempre es el final. A la vuelta siempre esperaba algo: exámenes de septiembre, pruebas y entrevistas, recuperaciones del curso, vuelta a la gran ciudad, regreso al hogar (o al otro hogar) Mis padres no solían llevarme a la feria por la noche, quizá por eso ahora que me llevo solo me guste tanto este evento local. Las fiestas empezaban con un castillo de fuegos, y desde ahí a casa, nunca por la noche. Una mañana, sin mucho madrugar, ya más cerca del medio día, mi padre nos llevaba a montar en los caballitos. Era bastante menos emocionante que hacerlo por la noche, pero su razonamiento, como siempre, no tenía mucha discusión: no había colas de espera, ni jaleo, ni tanta gente y las vueltas duraban más. Aplastante. Luego como una compensación más, siempre caía una coca cola o un helado. De ahí a comer, con un poco de suerte, un pollo de la feria, y a la siesta. Después era mi abuelo el que nos daba otra vuelta por allí, a primeras horas de la noche, antes de que salieran los mayores, uno o dos días, para que viésemos los juguetes, que el último día, el “día del niño” ya nos “feriaría” algo. Yo siempre quería un arco y unas flechas. Recuerdo que había varios modelos, pero uno siempre estaba destacando por encima, el caro, el que quería. Cuando crecí un poco, mis padres nos dejaban salir con ellos por la noche, un rato, luego nos traían a casa para quedarse ellos un poco más por allí. Era la época del ahorro. A principio de verano, al terminar el curso, buscaba un bote, una hucha de esas que no se podía abrir, y comenzaba una campaña “pro-pre-feria” para conseguir una buena cantidad. Sisaba, pedía, ahorraba, para que al llegar agosto mi feria pudiera ser estupenda. Ahora sigo ahorrando, pero el alquiler mató mis ganas de subir en los caballitos. Recuerdo también las primeras ferias que podía salir solo con mis amigos, discutiendo con mis padres sobre la hora de vuelta, sobre si debían o no darme dinero. Recuerdo un grupo enorme de preadolescentes persiguiendo chicas y haciéndonos la vida imposible. De aquella época tengo un recuerdo físico curioso. Existía por entonces una caseta de tiro al blanco peculiar. La diana era un disparador fotográfico, y si atinabas o apuntabas, qué sabe nadie, al acertar, te hacía una fotografía de ese momento, escopeta en ristre. Ese año saqué dos o tres fotos (never he tenido tanta puntería, en nada) Luego, años más tarde, descubrí en un viejo álbum de fotos dos imágenes similares, una de mi abuelo y otra de mi padre. Las tres generaciones. Qué cosas. Los siguientes pasos de las fiestas siempre pasan por borracheras, bandas de música, viajes románticos en la noria, acompañar al primer amor a su casa, buscar sacar el peluche más grande, los bailes, las corridas de toros, los primeros conciertos, el vermú, o los campeonatos de mus en el casino del pueblo, y ponerse el traje de alguien, prestado, para acudir la última noche a la cena de gala de fin de fiestas. Esa noche podías estar hasta el amanecer por ahí y terminar la feria con unos churros con chocolate… Quizá estar alejado de estas tierras hace que la feria, las fiestas, tengan un pequeño hueco. Aunque siempre sean iguales, aunque haya veranos que el ánimo no acompañe a desfrutarlas. El final del verano llega después de la feria, y la feria está ahí para ayudarme a mantener recuerdos y filias. La vida hacía un paréntesis durante los últimos días de agosto para empujarnos a otras líneas. Hoy empieza la feria, veremos…

viernes, 20 de agosto de 2010

Vacaciones santillana 3

Las noches de verano son más extrañas que las de invierno. El calor nos invade en busca de un soplo de aire fresco, pero no conseguimos más que abrirles un hueco a los mosquitos. Ventanas de par en par, las vecinas sentadas en la puerta de la calle “al fresco” sin parar de cacarear su charleta a grito pelado, los insectos que se cuelan, y la música de un chiringuito lejano con la machacona canción del verano de cada dichoso verano. En invierno nos pertrechamos bajo capas de sábanas, mantas y súper edredón, pijamas, y cerramientos de ventanas a prueba de bombas. Menos posibilidades de elementos extraños y externos. Si a todo esto le sumamos el insomnio, la falta de sueño, la dificultad de conciliar el descanso, y una cabeza funcionando con infinidad de tonterías, lo que nos queda es una divertida noche de verano. Ya me imagino yo a Shakespeare dando vueltas en la cama y levantándose a escribir “Sin sueño en otra jodida noche de verano” Luego por cosas de marketing le cambió el título (creo) En fin, si al menos yo escribiera lo mismo, alguna cosa ganaríamos. El caso es que aquí estoy. Sentado en la cama, dándole vueltas a un verano que parece que ha pasado volando, y meditando si no estaría mejor roncando a pierna suelta en vez de pensando estas tontás. Mi cama es muy incómoda. Creo que es la misma cama de hace muchos años. Los pies se me salen por debajo, intento acurrucarme pero el calor me hace estirarme, vuelta a empezar. En teoría, y para la buena verdad, yo no sufro de insomnio. Eso es carencia de sueño y no dormir en plan brutal. Simplemente yo no duermo bien. Pensaba que en las vacaciones cambiando los biorritmos, las rutinas, y esas cosas que se supone que pasan en el pueblo y en los tiempos de ocio, alejados de ruidosas urbes, contaminación y estrés, abandonaría esa mala cosa de no dormir. Enciendo la tele. Vaya, la mujer esa de los horóscopos me coloca en una destacada última posición. Apago la tele y las estrellas, que hasta ellas se me ponen en contra esta noche. Salgo al balcón y observo silencioso como las vecinas comienzan a recogerse en sus casas, los insectos me huyen, y la música del chiringuito varia a las canciones populares de los años 60, versión disco bailable, que al menos no me disgusta. Sopla un poco de aire aquí. Miro al cielo, y veo las estrellas, cercanas, a un estirón del brazo. Identifico las pocas constelaciones que me sé y recuerdo algunas de las leyendas mitológicas de sus componentes…Castor y Pólux… las Osas… poco más… El reloj me dice que son las 3:40 de la mañana, y sereno. Nota mental: eliminar el café. Parece que la calle se tranquiliza y quiere ayudarme, las farolas se apagan. Titilan (que bonita palabra) y mueren. En breves volverán, pero eso me da unos minutos de oscuridad, para ver aun más cerca esas estrellas irrepetibles que tiene el cielo de esta tierra, y para darme un momento más de paz. Saco al balcón el tabaco, y con toda la paciencia del mundo consigo liar el cigarro, a oscuras, con el reflejo lejano de las otras calles que sí están iluminadas. Si me cuesta un mundo liarlo con luz, así es toda una experiencia. Me sonrío… todo se pega… y adquiero vicios que no son míos sólo para no olvidar, para parecer que aun compartimos cigarros. “Si yo no fumo”, me repito entre insulsas caladas. Pienso, medito, o al menos pongo la cara aunque nadie me la vea (la cara) Siento un poco de frio. Noches de verano. Noches de amor efímero. Lanzo el resto del cigarro compitiendo conmigo mismo a ver qué tan lejos puedo lanzar. Un reloj suena a lo lejos, desde otra ventana abierta en busca de un poco de aire. Las farolas amagan con volver a iluminar, quizá sea la señal. Una última mirada a la oscuridad en busca de un momento, de una azotea, de un recuerdo o pensamiento con el cual dormir. Vuelta a la cama. Mi cama es muy incómoda, pequeña y dura. Me soporta. Noto los pies colgando. Busco compañía, pero casi me caigo, la cama no admite más tonterías por hoy. Mañana será otro día, y después vendrá otra noche…

jueves, 19 de agosto de 2010

Vacaciones santillana 2

Si la culpa es mía. Si lo sabía yo ya; desde que le vi la cara al mar. Que no nos llevamos bien. Lo sé yo y lo sabe él. Pues nada: toalla, bañador, cartas, nevera (bocadillos, agua, coca cola, zumos, frutas, napolitanas) sombrilla, raquetas, frisbi, mochila playera (llaves, documentación, teléfono, un libro, dos revistas, una libreta, el autodefinido, el tabaco, dos mecheros y un bolígrafo) esterilla, crema protectora factor 15, 25, 50 y “aftersun”

Allí estaba mirando al mar, retándolo a una batalla sin fin, de la cual solo saldría victorioso uno de los dos. La arena se extendía más de lo que imaginaba. “La marea” dijeron algunas voces entendidas. Así que nos pusimos a caminar. Por alguna extraña razón todo el mundo podía caminar por la arena descalzo menos yo. Todos departían agradablemente sobre sus cosas mientras la batalla se comenzaba a librar, y la arena calentaba más por donde yo pisaba (o algo) haciendo que no pudiera quitarme las chanclas, y luchando para no perderlas en las profundidades de esas pérfidas arenas ardientes. Parecía además que mis compañeros de excursión se compinchaban cruelmente contra mí, porque ninguno de los lugares que a mí me parecían adecuados para establecer el campamento era bien recibido: “aquí” decía yo “no, allí” decían ellos, inmunes a mis penas y pesares. Finalmente establecimos el campamento base lo más cercano al mar que se pudo, teniendo en cuenta que ya era bien entrada la mañana y que los espacios escaseaban. Nos asentamos entre una familia de autóctonos locales, que parecían una tribu del áfrica negra: por ruidosos, por numerosos y por el color: Vergüenza me daba quitarme la camiseta cerca de ellos ¿Cuánto tiempo hay que estar al sol para pillar ese tono? Mi blanco nuclear fosforescente destacaba de sobremanera. Cerca de nosotros, como contra punto, un grupo de orondos “guiris” con un color difuso entre el blanco nórdico y el rojo chamuscado, se untaba de aceite de girasol para continuar con su ritual “vuelta y vuelta”.

Fuera gafas de sol, fuera camiseta, fuera gorra, fuera chanclas. Era el momento. Una vez asentados, estiradas las toallas, plantada y fijada la sombrilla, llegaba la hora de la verdad. Algunos (locos) salieron corriendo a zambullirse sin más, agitando los brazos y voceando improperios. Las olas rompían fuerte, estábamos preparándonos para el encuentro.

Una ola mansa llegó a mis pies. Frio… poco a poco fui adentrándome en el agua… maldición… que friaaaaaaaa… Mis ideas se congelaban, mis brazos y manos se agarrotaban pegados al cuerpo… “Que buena está” gritaban unos y otros (yo por más que miraba no vi ninguna chica digna de tanta alabanza. Luego pensé que se referían al agua, cosa improbable, pensé también) El agua me llegaba a la cintura, aun con las manos arriba. Notaba como algo o algas rozaban mis piernas “no huyas, aun no, resiste”. Mis compañeros se perdían mucho más allá. El viento arreciaba, las olas crecían. Es imposible resistir. Me di la vuelta para salvar mi vida, tuve que detenerme, dos niños (italianos) pasaban con sus flotadores (parece que los italianos desde niños no le temen a la muerte) y ese momento de pausa, ya en retirada fue el que usó el traidor mar para hacer que una ola me arrastrara, dejándome casi moribundo. Ya creía que estaba todo perdido, cuando una señora de edad indefinida, catalana por el acento (quizá de Esplugues del Llobregat) me animaba a seguir en el agua, mientras ella seguía impasible allí dentro. Quise resistir. Pero pensaba que era mejor salir a retomar fuerzas y volver a intentarlo más tarde, con un plan más elaborado. Entonces pasó… una mujer (una buena cristiana seguro) sacaba mis cosas del agua: la marea había subido a traición arrastrando nuestros enseres, mojando mi toalla, empapando mi mochila, e inutilizando mi móvil, seguramente para cortar mis comunicaciones y evitar que pida refuerzos… traidor mar… algún día… algún día podré vengarme… Pero antes… tengo que saber donde quitarme los restos de arena, y por qué razón sólo es a mí al que se le quedan los pies llenos… puedo perder esta batalla… pero… volveré…

sábado, 7 de agosto de 2010

Vacaciones santillana 1

Siempre que paso más de dos días en casa de mis padres me voy con sensaciones variadas, variopintas y extrañas. Y con kilos de más. Mi madre se piensa que en Madrid no como o algo así, y a sus ya monumentales guisos para 12 que se tienen que comer 4 añade un par de raciones más “por si acaso” Este verano he decidió irme sólo con las sensaciones y procurar dejar lo de los kilos en estas tierras. He tomado dos decisiones dos al respecto: la primera no mantenerme inactivo, tomarme de mano el tiempo libre y hacer rutinas que me hagan quemar los lípidos. Es cierto que la caña del mediodia, el café y la copa de pacharán con la partida de mus diaria no me ayudan en cierta parte del propósito; bueno, poco a poco. Existe en esta santa casa una habitación destinada al culto al cuerpo, con dos o tres cacharros de esos de la teletienda, una cosa extraña que hace que te cuelgues como un murciélago, una tabla de hacer abdominales de las de toda la vida, y mi penitencia: una cinta para correr. Todos los días a eso de las 19.00 (hora zulú, of course) la miro achinando los ojos, sospechando y sopesando cual será su estratagema para hacerme sufrir. Cuánto echo de menos mi parque. La enchufo, la enciendo, la programo, me subo. Me duele todo el cuerpo. El primer día casi muero. El segundo lo pillé con más ánimo. El tercero ya empatamos. Ahora la tengo donde quería… Siempre corro la misma distancia: 3km. Reto a mi cuerpo y a la cacharra para poder hacerlo en el menor tiempo posible. Primer día 20 minutos, con todas mis fuerzas, con la lengua fuera, sujetándome a las barras anti-torpes, y jurando con Dios por testigo que nunca más volveré a correr. Vi la luz blanca, la bandera arcoíris, el burladero y todos los santos habidos y por haber en cielo y en infierno. Siempre pienso lo mismo, en lo malo que es el deporte para la salud, mental y física. Aun así quedamos citados para el siguiente atardecer, la siguiente puesta de sol no te dejaré escapar… Cada vez que me bajo de la cinta me subo a la báscula: maldición, rayos, truenos y centellas. No he bajado ni un kilo. Tampoco los he subido. No me parece buen negocio este… Seguiremos informando. La otra cosa que he decidido hacer en contra de la curva de la felicidad es cocinar yo. Supone un poco de esfuerzo más, miradas raras del resto de la familia, y ponerle a mi madre la cocina patas arriba. Pero al menos he cambiado el menú, las cantidades, la dieta, y el equilibrio. Ojo, atención, una cosa quiero que conste: mi señora madre cocina estupendamente y es la causante de lo hermoso y rollizo y sano que me encuentro… sólo que su amor de madre añade cantidades a la sopa. Recetitas de verano, de las que hablaré en otro momento. Es lo que tiene ver aquí el canal cocina ese de los cocineros al que estoy enganchado. Demasiados ratos muertos. Rutinas de verano. La cinta me espera…

viernes, 6 de agosto de 2010

10.

Mayo queda en la retina, junio acudió como respiro y el verano se plantó para no dejarme respirar. Desempolvar teclado, ideas, cartas, el Word, leyendas, y buscar en algún lugar cual era la contraseña del ordenador. Es más, del dichoso ordenador. Agosto me empieza a asfixiar, y no hemos mediado el mes aún. Cambio de rutinas, cambio de lugares, cambio de vida. La lucha entre las vacaciones, la falta de trabajo, la vida futura y olvidar el pasado. El verano llegó anunciado a gritos y me pilló fuera de juego. Hay que ver como se ponen las cabezas. A doscientos kilómetros de mi hábitat natural, a miles de kilómetros de mi aire, a cientos de kilómetros de las risas y las historias, a unos metros de mi casa, al lado de mis hermanos. Tan cerca y tan lejos. Cada día me pregunto cuantas ideas deben morir en mi cabeza para salvar alguna reflexión que me ayude a seguir adelante sin estancarme. Reviso estos meses de silencio y los encuentro llenos de gritos, unos de auxilio, otros de júbilo, de pasión muchos y de silencios otros. Nunca nos conformamos, hay que joderse. Por fin decides ponerte a ello. Ponerme a esto. Sólo se trata de aclarar las ideas para que los dedos funcionen y saquemos de la indiferencia unas líneas que quedaron pendientes. Muchos meses, muchas cosas. Decisiones, rutinas, sudores, ánimos, nuevas almas y viejos cuerpos. Me encanta. El verano nos desnuda un poco más de todo, el calor es lo que tiene. Cuerpo y mente se quieren librar de pesadeces y buscan como el respirar la ligereza de lo que nos rodea. Ahora ando fuera de mí, esperando reencontrarme y aprovechar esta tierra llana para no tener que escalar cimas ni cumbres, y quedarme en lo más sencillo. Buscar familia, amigos, relaciones e ideas que hagan que mí pesado cuerpo (estoy poniéndole remedio) salga de su letargo y se anime a dilucidar que es mucho mejor un folio escrito que uno en blanco. O como no decir nada después de decir mucho. Que para eso estamos. Hay que caminar, que seguir andando, no parar. Es la única forma de demostrar el movimiento. Quizá toque destapar el bote de las cosas tontas desechadas para darse cuenta que ahora no son tan tontas. Revisar el pasado y ver las razones y motivos. Quizá, o sin quizá toque respirar este Agosto y cual filtro de aire, darnos oxígeno, limpiar y purificar. Sudar todo lo que nos quedó del invierno y preparar el otoño con la piel morena, suave y tersa, de sol, de arena, de amigos y de caricias. Es posible que sea el momento. Es posible.

martes, 25 de mayo de 2010

4.¿Fin?

Parecía más bien una pregunta retórica. Cuando volvió a su asiento metió la mano en el bolso para enseñar el botecito de colonia. Nos sonreímos un instante. Fue al devolver el frasco al bolso cuando cayó de él otro libro: “Carreteras Secundarias”

Uf... Martínez de Pisón. Año 96 Curso de Orientación Universitaria, lengua. Los chicos del COU. En uno de los trabajos que se presentaron sobre el libro, recuerdo este comentario: “decía Plinio”el breve” en la Grecia Clásica, que no existía libro malo del cual no se aprendiera algo bueno....evidentemente, Plinio “el breve” no había leído Carreteras Secundarias”.... Incluso recuerdo de quién era ese comentario, y la rabia que me daba que no hubiera sido mío.

Pensaba que ahora la vida de escritor, trabajo de camarero incluido, me daría más imaginación, más poder sobre los elementos. Pero sólo era un pequeño erudito de la novela barata, un friky de la literatura alemana del siglo XIX, y un pensador de barra, sin más. Un par de cuentos premiados, dos artículos publicados en revistuchas del gremio, y cientos de relatos, archivos y tonterías no daban para hacer mi vida más imaginativa, o sí, mirando lo que tenía delante…

Se agachó para recogerlo, y de nuevo como leyéndome el pensamiento, me miró desde su sitio, dudó un instante y recolocó su escote, con ese gesto tan característico, que me parecía tan femenino, de mover un tirante, pícaro, casi insolente de quien se sabe observado, o en este caso, admirada...

No tenía muy claro si que llevara ese libro me producía curiosidad, o un poco de “repelús”

Me sonrió y me enseñó el libro, subrayado y marcado en un montón de sus párrafos. Quizá tanta anotación, era por temas profesionales, o de algún interés mayor que la propia y simple lectura, lo cual me hacía respirar, como si fuera una amiga del alma equivocada…

No daba tiempo a más, ni al último comentario, ni a pensar en ese posible encuentro pasional de mis fantasías, el tren empezaba a detenerse en mi estación. El equipaje era liviano, apenas una bolsa de viaje y una mochila para los libros y cuadernos. El eterno mito de los estudiantes, si vas con los apuntes a cuestas algo se pegará al coco.

“Hasta luego”

“Adiós”

Había que bajarse, salir de ahí y retomar las vidas.

No paso nada más.

Claro que… ¿Qué quería que pasara?

lunes, 24 de mayo de 2010

3.El aire huele a ti

“¿Cómo dices?”

“¿Qué?”

“Deseo, dijiste deseo...”

“Nada, nada. Pensaba en voz alta”

Un túnel hizo de ángel y me salvo de aquella situación tan extraña: “Extraños en un tren”…

El sueño me vencía, pero esta vez quería resistir. Es la sensación en la cual tememos dormir y despertar solos, como cada mañana. Entonces llegó.

Un aroma. Un olor, una sensación en el aire que me hizo levantar de nuevo la vista hacia ella. Como en una pequeña corriente de aire, un olor dulzón... Había oído que uno de los síntomas del amor era la capacidad para reconocer olores y aromas. Siempre me ha gustado mucho identificarlos en las personas con las que he estado, como una seña de identidad, como la prueba de que realmente eran esa gente. Eran realmente ellas...

Patrick Süskind es autor de un libro llamado “El perfume” dicen que es muy bueno, pero a mi no me gustó. Tal vez deba releerlo. Cuenta la historia de un asesino obsesionado con un olor, un aroma, algo muy especial. Es la vida de un genio de la Francia del siglo XVIII, que tiene un sentido del olfato único lo cual le convierte en el mejor maestro elaborador de perfumes. Como en todas estas historias, el genio no es precisamente un príncipe azul, y precisa de sus perfumes secretos para conseguir los favores cortesanos; perfumes elaborados con...

Así, recordándolo tal cronista de cualquier editorial sonaba hasta interesante.

Pues sí. El ultimo aroma que se despertaba cerca de mi era el del tabaco, y ahora volvía a pensar en aquel olor... Recuerdo que cuando tenía dieciséis, diecisiete años, (y durante algunos más) acompañaba a mi novia a su casa, nos despedíamos y regresaba manos en los bolsillos pensando en ella, recordando ese aroma tan suyo. Después llegaron otras, unas sin embargo no tenían un aroma propio, aunque si recordaba alguno de los que me hacían recordarlas... como algo indefinido. Creo que era desorden a lo que me recordaba, aroma de sus vidas, y un poco la mía entonces... a juventud, a tabaco, a frutas, a perfumes, a piel…

Cuanto lo echaba de menos...

Se levantó y se llegó a la ventana para cerrarla del todo.

“¿Te importa si la cierro? Tengo un poco de frío”

Ni fui capaz de contestar. Asentí con gesto de indiferencia, o conformidad, o razón o lo que fuese. Ahora, un poquito más cerca era capaz de reconocer algo más, y me sonreí por la niñería.

“Es Azul ¿verdad?”

“¿Qué?”

“No, nada. La colonia, se llama Azul, ¿verdad?”

“¿Eh? ¡Ah, si! Bueno, siempre llevo algún bote en el bolso, y… ¿vaya olfato, no?”

jueves, 13 de mayo de 2010

2.Los libros de nuestra vida.

Todo volvía de nuevo. Al final me quedé dormido, y de un salto me incorporé al notar, la puerta que se abría, la nueva presencia y aquellas lámparas que nos iluminaban de una manera tan “pop”

“Lo siento, buscaba uno vació y...”

“No importa.”

“Siento si te he despertado”

“No, no, si no estaba dormido”

(Tópico típico)

Dejó su mochila sobre la estantería y ocupó el asiento más alejado de la ventana. No perdí detalle de ninguno de sus movimientos. Supongo que ella se percataría, pero tampoco importaba mucho, son de esas situaciones lícitas para “voyeurs”

Creo que quizá fuera eso lo que hacia que sus movimientos fueran pausados, provocativos y calculados, para que no dudase de cada mirada.

Llevaba una camiseta blanca de tirantes, de aquellas rellenas de generoso escote, y unos vaqueros parcheados muy “fashion”, bueno, ahora se diría “glam” y el pelo recogido en una coleta. Un bolso enorme, de tela, negro con dibujos de estrellas. Nunca metas la mano en el bolso de una mujer. Parecía seria, con una expresión interesante, que seguramente la hacia mayor. No he sido nunca muy hábil a la hora de definir edades, pero ella no debía tener más de veinte, o quizá ser eterna.

Cuando por fin decidió reposar sacó un libro y se perdió para siempre...

Mientras buscaba el marca-páginas cerraba los ojos y movía lentamente el cuello, a un lado y a otro, como un pequeño ritual que sus manos, pequeñas, acompañaban al acariciar las hojas deseadas, amarillas, de una edición de bolsillo de “Chocolate”

Allí estaba como observador impasible, descifrando cada expresión de sus ojos, cifrándola en sensaciones, descubriendo que le atraía del libro, con tanta fuerza que casi deseaba ser cada línea que hacía pasear sus dedos, viendo como cambiaba a cada sensación.

¿Cómo se llamaba la autora?

Era una mujer, de eso estaba seguro. Hacia tiempo que lo había leído, por la curiosidad, en aquel momento se estaba estrenando en cine su versión y era aquello de poder comparar.

Joanne Harris.

No lo recordé, un cambio, para poder reclinar la cabeza sobre la pared hizo moverse el pequeño volumen y dejarme ver la cubierta. Me sonreí, como si ella hubiese sabido lo que quería y me hubiese enseñado lo que buscaba. Lo que quería...

Uno de los pasajes del libro cuenta como la protagonista se enamora de un desconocido; y el libro, en general tiene el “desconocimiento” como tema profundo. Esa era (y de momento es) una de mis pequeñas fantasías, conocer a alguien, nueva mujer, alguien que haya sido el azar el que hiciese que nos encontrásemos, enamorarme perdidamente de ese ser extraño, de esa mujer desconocida, que lo son todas las que se cruzan en nuestros caminos, sentir el impulso de acercarte a ella, y decirle sin mediar mas, que debería besarla para comprobar que son sus labios los únicos que deseo, que quiero, como ese antojo de chocolate que narra el libro y nadie puede reprimir, ese deseo casi pecaminoso, si, casi deseo.

“deseo...”

viernes, 23 de abril de 2010

1.Chamartín

El tren se puso en marcha, como tantas otras veces, y con el complejo del eterno turista seguía por la ventanilla la salida de la estación. Supongo que cada viaje es como un pequeño mundo, con su gente, su paisaje, sus sonidos y sus sensaciones...
Solo en el compartimento, podía dedicarme a escribir unas líneas para pasar el tiempo, que no seria mucho, apenas dos horas de viaje en aquel “Estrella”. Al mirar y contemplar pensé que aquellos trenes ya no circulaban. Todo tenía un ambiente “retro”, los sillones con su mala tapicería roja, tan imaginable de todos los trenes, hacían juego con las cortinas, con los estantes satinados y con el aire, y ese olor: a pasado, a despedida solitaria, a nada…

“¿Me llamarás cuando llegues?”
“Si...”

Las palabras habían sonado sobre las escalerillas del vagón, y mientras se encendía el ultimo cigarrillo, ella se perdía por el anden como en las películas de cine negro, como recordando a Bogart en su eterna despedida, pero sabiendo, mientras esperaba consumir el cigarro, que a ellos no les salvará Paris, porque ese viaje está reservado para las ultimas tentaciones. El cigarro no se consumió. Y sabía, por esas cosas que siempre se saben, que tampoco la llamaría.
Desde que estaba en Madrid el tren había sido siempre lo más socorrido, de una estación a otra. Llegar a éstas era muchas veces la mayor de las preocupaciones. Me había recogido a la salida del restaurante, aunque esta vez hubiese tenido tiempo suficiente de moverme en metro, o de salir andando. Pero como casi siempre ella ya estaba allí.
¿Dónde estaba yo cuando tenía veinte años?
Conducía en silencio, pendiente de cada coche, moviéndose instintivamente de carril en carril, sin decir ni una palabra. Nada hasta la estación. No había prisa, y era lo único que se podía desear, llegar sin mucho conflicto, sin nada que enturbiase el silencio, sin nada trascendente que decirse. Últimamente era mejor así, verse, hablar del día, de los amigos comunes, de lo humano; hablar de lo divino era una causa perdida, innecesaria y a menudo provocadora.
Nunca la besaba. Al menos fuera de la cama. Un beso cálido en la mejilla, sólo uno, bastaba como muestra de cariño, como adiós, como mil palabras, como silencio, como quiero y no puedo. Supongo que ella se lo preguntaría cada vez que se acercaba y rozaba su mejilla, o no, quizá también ella sabia que era algo casi ritual o cobarde. Creo que por eso no la llamaría.
El revisor entró bruscamente sacándome de aquella meditación, pareciendo que junto aquella menos romántica de pedir el billete, fuera una de sus principales funciones. Sabía que iba sentado en un compartimento que no era el mio, pero el interventor no dijo nada, las miradas se cruzaron con aire de reprimenda, y carraspeo a modo de resignación.
Una vez, hace algún tiempo, estando en la cama, a media luz los dos, como diría la canción, descansando ya cuerpo sobre cuerpo, dejó escapar una pregunta. Tengo que confesar en este pequeño sueño, que de todas las preguntas profundas que me hicieron las mujeres superficiales, ésta me dejó bastante confuso. Poco tiempo después le escribí una carta...
“¿Qué quieres de mi?”

miércoles, 17 de marzo de 2010

9.

Camino con la mochila al hombro, mirando al suelo. Me sonrío de las veces que digo “no mirar al suelo” a lo largo del día. Las manos en los bolsillos acompañan la pose. Voy repasando el día, las cosas que han pasado, las cosas que debían haber pasado. Me gusta caminar por la noche, aunque resople, aunque me pesa el cuerpo. Es lo que toca. Hay una sensación extraña de resignación en cada paso que hacen que esas reflexiones no tengan un destino claro, sino que se mueven en círculos sin sentido que no llevan a ningún lugar, sólo al de verse caminando uno mismo. Quizá hoy que hace frio, ande (de andar) y ande (de estar) con pensamientos helados, de esos, que no se deben tener porque lo que consiguen es calentarnos la cabeza. Por lo del frío supongo. Cuando era pequeño y volvía andando por las noches a mi casa imaginaba que era un superhéroe, y cuando además llevaba paraguas, era, además, armado y peligroso. Imagino que de ahí ser un peliculero, un teatrero, un cuentista. Ahora no me apetece imaginarme en aventuras, y me quedo en historias cotidianas, aunque en algunos casos sean igual de fantásticas y fantasiosas, por imposibles, por idiotas, por mi, por todos mis compañeros y por mí el primero. O no. Hoy me traigo en la mochila la sensación de vacío, de no acumular en ella más que trastos y libros y deseos y dudas. El tiempo nos va colocando en camino y me da la sensación que para ese camino, ni llevo las botas adecuadas, ni lo que porto me ayudará mucho. Hay una frase, una de esas que viene al pie de las agendas, que me ha parecido siempre cuando menos curiosa: “la esperanza es buena compañera de camino, pero mala consejera” Pues eso. Tengo que pasar por la tienda de la esquina a comprar algo de cena. No hay rutinas con los pasos que se dan sin pensar, que llegan uno de tras de otro, sin dejar de sumarlos. La lluvia fina que anuncia que estoy cerca de mi casa ayuda a enfriarme el coco. “No pienses tanto” Siempre he sido un teórico, alguien que se queda mirando en la distancia sin atreverse a dar algunos pasos, a pensar por los demás donde debería estar, lo que hace que cuando descuelgue el teléfono para hacer esa llamada ya sea demasiado tarde. Por eso me gusta caminar, con las manos en los bolsillos, con la capucha del abrigo, con la mochila al hombro, con los pies pesados, con la cabeza llena de pelo, con la soledad al lado, porque al menos es algo que cada día me deja pensar en los errores, las consecuencias, las acciones, reacciones y repercusiones. Es verdad que también hoy camino con media sonrisa, la que produce mirarme desde fuera, contemplar cómo hacemos camino de nuestras propias tonterías. La tienda de la esquina es la única luz de la calle. Hoy parece que seremos furtivos oscuros todos los vecinos. Tengo contados los pasos que hay del principio de mi calle a la puerta de mi casa, los escalones, el número de barrotes de la barandilla, y algunas veces calculo la velocidad a la que ando. Cosas de viejos, hay que hacérselo mirar. Mi sonrisa me da el último ánimo a entrar en la tienda, buscar un bote de algo, y salir rápido (pagando, pagando) Mi sonrisa viene de aquella esperanza que me acompaña, ya veremos otro día si le hacemos caso o no a lo que nos aconseja. Todas las sensaciones se van diluyendo para dar paso a las acciones, eliminar las preocupaciones para dar paso a ocupaciones. Camino con las manos en los bolsillos, mirando al suelo. Me sonrío de las veces que pienso.

martes, 23 de febrero de 2010

8.

Las mañanas son rutinarias en esta vida.

Casi con los ojos pegados, sin haber roto aun el despertar, me levanto.

Casi como un zombi para encender el ordenador.

Casi sin querer hacer nada más.

Tarda en arrancar, siempre lo olvido, y sentado frente a él, reacciono de mi sueño.

Café.

Procesos mecánicos adquiridos: abrir, rellenar, agua y café, cerrar, al fuego.

El momento cruel de mirarse al espejo y pasar revisión de daños: pelo, ojos, boca, cara en general, pintas “enpijamadas”, pies descalzos, mente fría.

¿Si el sueño es reparador por qué amanezco como si me pegaran por las noches?

Hay que dormir más.

Hay que dormir mejor.

Hay que dormir.

El café protesta. Brota. Borbotea. Regurgita. Hierve. Enerva. Quema. (NOTA MENTAL)

No hay leche…

No hay azúcar…

Pienso…

El café: Caliente, amargo, fuerte y escaso. Hoy cumplimos.

El ordenador me escupe luces. Correo: tres cuentas; agenda: dos citas; documentos: cuatro pendientes; facebook, msn, spotyfie, outloock, skype, myspace, ares, emule, twitter, twenti, y la madre que los parió a todos.

Pero el mensaje que esperas no está.

Puesta al día.

La televisión.

Menos mal que tengo TDT… ahora tengo 38 canales para no ver nada, y los zapeos son más entretenidos.

Con cara de bobo dejo el canal de música, y que cante.

Cigarro y cocina.

Momento de pausa vital. Ni tele, ni ordenador, ni Cristo que los fundó.

Silencio y humo.

Suspiro impulsivo para levantarse del taburete y volver a la cama.

“Mi cama huele a ti” Eso ya lo escribí, en otro momento será.

Desnudarse y ducha.

Las mañanas son rutinarias...

Parce que los días van pasando llenos de cosas, de ideas, de movimientos que nos ocupan para evitar que nos preocupen. Todo está bien, nada está mal. Buscamos el trabajo, buscamos buenas compañías, y bunas sensaciones que traer al cuerpo. A veces no estamos dónde nos gustaría, o con quien nos gustaría, o como nos gustaría, pero miramos y sentimos que al menos estamos. Me hago mayor…

lunes, 8 de febrero de 2010

Gris.

No he dejado de escribir.

Tendré por aquí rodando, cuatro o cinco cosas terminadas, dos o tres relatos a medio hacer, un diario de viajes, y servilletas pintarrajeadas a la espera de una nueva vida.

En una carpeta, casi como si fuera un tesoro, tendré un puñado de cartas que no mandé nunca. Por vergüenza, por pena de mi mismo, por no tener sellos, por cualquier razón que se me ocurra ahora, y que me servía entonces; ahí están, contando las sensaciones de hace unos años, de otras penas pasadas.

Los papeles de trabajo, muchos de ellos, están llenos de anotaciones filosóficas a la vuelta de lo importante. Junto cuadernitos donde tomo notas cuando voy en metro o bus, y también se salpican de reflexiones, hay hojas sueltas de periódicos donde anotar en un rincón una palabra que desarrollar, una frase escuchada en la parada.

He escrito para otros, para amigos, por encargo, por dinero, por aburrimiento, por peticiones del oyente. Cosas de las que en algún momento me puedo llegar a avergonzar, o no. Las ideas no son buenas o malas, sólo es cuestión del momento en el cual se ocurren.

Guardo reflexiones, ideas, relatos, comentarios, cartas, correos electrónicos, incluso en una época guardaba mensajes de texto para el móvil. Los guardo con añoranza, con pena, con tristeza, con alegría los menos, con interés casi arqueológico. No tengo muy claro cuál es el motivo principal. Quizá sea ese de “no se tira nada hasta que no pasen cinco años”.

Sé que en algún cajón perdido hay una novela a medio plantear, guardada con unas líneas que pretendían ser historias de mi vida en una juventud remota, garabateadas con mil faltas de ortografía, a bolígrafo “bic” adornadas por los bordes con frases lapidarias a modo de lema vital: “yo estuBe aquí” dicen, y dejando claro que la B no es la V.

Me siento delante del ordenador y lo único que se me ocurre es no decir nada, recordar cuantas cosas se me quedan a medias por el camino, la falta de decisión y de ánimo para llevar al final todo. Buscamos la excusa que nos permita completarnos, y como no la encontramos dejamos incompletas las piezas sueltas.

Leo mucho, casi siempre tengo un par de libros rodando, cosas de trabajo muchas veces, también de otras personas cercanas, y me entra la ansiedad de no saber escribir, de no poder terminar, de no poder llegar a comparar, de no saber plasmar tantas cosas como me rondan por la cabeza. Prefiero quedarme callado.

Releo lo propio, me asusto. Cuántas cosas me gustaría decir, decirte, y hacerlo a voces. Pero ni eso, ni siquiera desde el escondite de este rincón me atrevo a continuar. Sólo a susurrar para mí, para dentro, que la felicidad completa no existe, y que como todo lo que escribo y que muchas veces comienzo, se queda a medias, así de completo es todo.

Hay que buscar las razones después de los hechos, las excusas más bien, para no acabar locos, de nuevo las “auto-justificaciones”, para quedarme tranquilo. Ya vendrán mejores momentos para escribir.

Aunque no he dejado de escribir…