lunes, 30 de agosto de 2010

Vacaciones santillana 5

Las calles desiertas en los alrededores, el sol pasando por sus puntos altos hacían del mediodía una buena hora para morir… o al menos para intentar sobrevivir en el territorio más salvaje de la llanura. El viento, caliente hasta la asfixia, parecía soplar desde el mismísimo infierno, cortando impunemente cualquier esperanza de aire fresco para enfriar el ambiente. No… nada de pensar en salvación… Unas carreras para encontrar una casa donde refugiarse, una mujer despistada, unas ventanas que se cierran al paso de cada sombra… El portalón del Salón era el agujero negro que absorbía todas las energías, todos los pasos, todas las almas… Lo que allí pasaba; mejor dicho: lo que allí pasaría, no era apto para cualquier cuerpo en busca de la redención…

La tensión estaba en su punto álgido. La mesa era el centro de atención, todo el mundo se agolpaba al calor de los jugadores. La música había cesado, o al menos ya ninguno de los cuatro la escuchaba, entre el rumor de los murmullos y la concentración del juego. La barra estaba desierta, nadie se acercaba ya a la camarera, afanada en limpiar el mismo vaso una y otra vez sin perder de vista a ninguno de los clientes que se adentraban entre apuesta y apuesta. El humo parecía la mejor cortina para adornar aquel espectáculo: espeso, pesado, caliente…

Las miradas se cruzaban, pocas palabras y mucho miedo sobre el tapete. Había cosas en juego más importantes que aquellas monedas gastadas que coronaban el centro de la mesa. Manos sudorosas, gestos controlados, frio y calor. Las más habilidosas movían las cartas dulcemente, arriba y abajo, pidiéndole al destino y al azar que le sonriera. El mazo quedó a disposición del rival, para dar su veredicto final antes de soltar el último suspiro. Penúltimo asalto. Penúltimo porque nadie quiere nunca jugar la última. Nadie sonreía. Nadie reía, nadie esperaba que sucediera lo probable. Las cartas volaban de derecha a izquierda, agrupándose para el desenlace, juntándose a la calidez de cada mano. Todo repartido. Todo dispuesto.

Cada uno de los cuatro espíritus, cuerpos, almas o sindiós de los seres que podrían estar ahí, tenía su propia forma ritual para levantar aquellos naipes. Siempre sin apartar la mirada del resto de jugadores, todos enemigos, quizá aliados involuntarios, quizá compañeros. Cuando la última carta cae, pasean sus dedos sobre ellas. Cualquier gesto les delataría, les vendería sin remedio. Medias sonrisas, grandes miradas, pares de manos, juegos de gestos, pequeñas señales apenas perceptibles para el ojo humano, y que ellos interpretaban como llamadas divinas. Uno golpea la mesa, sin violencia. No sabemos si por reprobación, por placer o por contradicción. A estas alturas de la partida no se puede titubear, la mano está a falta de una sola señal y el último de aquellos antihéroes no andaba más lejos… lo dicho, para todos la última, por mucho que lo quieran negar… Nadie habla, el segundo ofrece la mano a su derecha, y aunque el gesto es más parecido a la cortesía, la falsedad, la mentira, ronda sus límites más pecadores en el hecho de la cesión de la palabra. Miradas, tercer jugador, cartas pegadas, signos inequívocos de nervios. El público vuelve a sentirse vivo: la duda genera esperanza, la esperanza, vida. Los simples mortales se miran, saben que no deben implicarse, que sólo tienen una pequeña bula para estar allí, pero hasta el más mínimo de los gestos, la más minia señal, puede hacer cambiar la siempre inconstante Fortuna, y ahora ésta, debe seguir rodando. Silencio en la mesa. Otra vez. Silencio en el universo. La cabeza da vueltas, y se inclina, con sutileza, con levedad, como si pudiera romperse cual cuello de cisne. No queda otra esperanza. Ahora si habrá sonido, la cuarta potencia, el cuarto hombre niega, parece el fin, hace crujir sus nudillos al tiempo que abre la boca, esa es la palabra que nadie quería escuchar, y que retumbaría en los oídos todos:

¡Mus!

miércoles, 25 de agosto de 2010

Vacaciones santillana 4

Historias de finales de verano hay muchas. Tengo ahora dos muy claras en la retina, a cada cual más extraña: a los colegiales de “Greasse” y a los del “Dúo dinámico” en su “EL FINAL DEL VERANO” Seguro que hay más, y mucho más (o mucho menos, según se mire) interesantes. También están las personales, de cada cual, y que se arrastran por nuestras conciencia, en busca de acabar pareciendo un recuerdo romántico o melancólico. Desde que tengo memoria, mi verano suele acabar cuando terminan las fiestas del pueblo. Unas veces mejor, otras peor, pero siempre es el final. A la vuelta siempre esperaba algo: exámenes de septiembre, pruebas y entrevistas, recuperaciones del curso, vuelta a la gran ciudad, regreso al hogar (o al otro hogar) Mis padres no solían llevarme a la feria por la noche, quizá por eso ahora que me llevo solo me guste tanto este evento local. Las fiestas empezaban con un castillo de fuegos, y desde ahí a casa, nunca por la noche. Una mañana, sin mucho madrugar, ya más cerca del medio día, mi padre nos llevaba a montar en los caballitos. Era bastante menos emocionante que hacerlo por la noche, pero su razonamiento, como siempre, no tenía mucha discusión: no había colas de espera, ni jaleo, ni tanta gente y las vueltas duraban más. Aplastante. Luego como una compensación más, siempre caía una coca cola o un helado. De ahí a comer, con un poco de suerte, un pollo de la feria, y a la siesta. Después era mi abuelo el que nos daba otra vuelta por allí, a primeras horas de la noche, antes de que salieran los mayores, uno o dos días, para que viésemos los juguetes, que el último día, el “día del niño” ya nos “feriaría” algo. Yo siempre quería un arco y unas flechas. Recuerdo que había varios modelos, pero uno siempre estaba destacando por encima, el caro, el que quería. Cuando crecí un poco, mis padres nos dejaban salir con ellos por la noche, un rato, luego nos traían a casa para quedarse ellos un poco más por allí. Era la época del ahorro. A principio de verano, al terminar el curso, buscaba un bote, una hucha de esas que no se podía abrir, y comenzaba una campaña “pro-pre-feria” para conseguir una buena cantidad. Sisaba, pedía, ahorraba, para que al llegar agosto mi feria pudiera ser estupenda. Ahora sigo ahorrando, pero el alquiler mató mis ganas de subir en los caballitos. Recuerdo también las primeras ferias que podía salir solo con mis amigos, discutiendo con mis padres sobre la hora de vuelta, sobre si debían o no darme dinero. Recuerdo un grupo enorme de preadolescentes persiguiendo chicas y haciéndonos la vida imposible. De aquella época tengo un recuerdo físico curioso. Existía por entonces una caseta de tiro al blanco peculiar. La diana era un disparador fotográfico, y si atinabas o apuntabas, qué sabe nadie, al acertar, te hacía una fotografía de ese momento, escopeta en ristre. Ese año saqué dos o tres fotos (never he tenido tanta puntería, en nada) Luego, años más tarde, descubrí en un viejo álbum de fotos dos imágenes similares, una de mi abuelo y otra de mi padre. Las tres generaciones. Qué cosas. Los siguientes pasos de las fiestas siempre pasan por borracheras, bandas de música, viajes románticos en la noria, acompañar al primer amor a su casa, buscar sacar el peluche más grande, los bailes, las corridas de toros, los primeros conciertos, el vermú, o los campeonatos de mus en el casino del pueblo, y ponerse el traje de alguien, prestado, para acudir la última noche a la cena de gala de fin de fiestas. Esa noche podías estar hasta el amanecer por ahí y terminar la feria con unos churros con chocolate… Quizá estar alejado de estas tierras hace que la feria, las fiestas, tengan un pequeño hueco. Aunque siempre sean iguales, aunque haya veranos que el ánimo no acompañe a desfrutarlas. El final del verano llega después de la feria, y la feria está ahí para ayudarme a mantener recuerdos y filias. La vida hacía un paréntesis durante los últimos días de agosto para empujarnos a otras líneas. Hoy empieza la feria, veremos…

viernes, 20 de agosto de 2010

Vacaciones santillana 3

Las noches de verano son más extrañas que las de invierno. El calor nos invade en busca de un soplo de aire fresco, pero no conseguimos más que abrirles un hueco a los mosquitos. Ventanas de par en par, las vecinas sentadas en la puerta de la calle “al fresco” sin parar de cacarear su charleta a grito pelado, los insectos que se cuelan, y la música de un chiringuito lejano con la machacona canción del verano de cada dichoso verano. En invierno nos pertrechamos bajo capas de sábanas, mantas y súper edredón, pijamas, y cerramientos de ventanas a prueba de bombas. Menos posibilidades de elementos extraños y externos. Si a todo esto le sumamos el insomnio, la falta de sueño, la dificultad de conciliar el descanso, y una cabeza funcionando con infinidad de tonterías, lo que nos queda es una divertida noche de verano. Ya me imagino yo a Shakespeare dando vueltas en la cama y levantándose a escribir “Sin sueño en otra jodida noche de verano” Luego por cosas de marketing le cambió el título (creo) En fin, si al menos yo escribiera lo mismo, alguna cosa ganaríamos. El caso es que aquí estoy. Sentado en la cama, dándole vueltas a un verano que parece que ha pasado volando, y meditando si no estaría mejor roncando a pierna suelta en vez de pensando estas tontás. Mi cama es muy incómoda. Creo que es la misma cama de hace muchos años. Los pies se me salen por debajo, intento acurrucarme pero el calor me hace estirarme, vuelta a empezar. En teoría, y para la buena verdad, yo no sufro de insomnio. Eso es carencia de sueño y no dormir en plan brutal. Simplemente yo no duermo bien. Pensaba que en las vacaciones cambiando los biorritmos, las rutinas, y esas cosas que se supone que pasan en el pueblo y en los tiempos de ocio, alejados de ruidosas urbes, contaminación y estrés, abandonaría esa mala cosa de no dormir. Enciendo la tele. Vaya, la mujer esa de los horóscopos me coloca en una destacada última posición. Apago la tele y las estrellas, que hasta ellas se me ponen en contra esta noche. Salgo al balcón y observo silencioso como las vecinas comienzan a recogerse en sus casas, los insectos me huyen, y la música del chiringuito varia a las canciones populares de los años 60, versión disco bailable, que al menos no me disgusta. Sopla un poco de aire aquí. Miro al cielo, y veo las estrellas, cercanas, a un estirón del brazo. Identifico las pocas constelaciones que me sé y recuerdo algunas de las leyendas mitológicas de sus componentes…Castor y Pólux… las Osas… poco más… El reloj me dice que son las 3:40 de la mañana, y sereno. Nota mental: eliminar el café. Parece que la calle se tranquiliza y quiere ayudarme, las farolas se apagan. Titilan (que bonita palabra) y mueren. En breves volverán, pero eso me da unos minutos de oscuridad, para ver aun más cerca esas estrellas irrepetibles que tiene el cielo de esta tierra, y para darme un momento más de paz. Saco al balcón el tabaco, y con toda la paciencia del mundo consigo liar el cigarro, a oscuras, con el reflejo lejano de las otras calles que sí están iluminadas. Si me cuesta un mundo liarlo con luz, así es toda una experiencia. Me sonrío… todo se pega… y adquiero vicios que no son míos sólo para no olvidar, para parecer que aun compartimos cigarros. “Si yo no fumo”, me repito entre insulsas caladas. Pienso, medito, o al menos pongo la cara aunque nadie me la vea (la cara) Siento un poco de frio. Noches de verano. Noches de amor efímero. Lanzo el resto del cigarro compitiendo conmigo mismo a ver qué tan lejos puedo lanzar. Un reloj suena a lo lejos, desde otra ventana abierta en busca de un poco de aire. Las farolas amagan con volver a iluminar, quizá sea la señal. Una última mirada a la oscuridad en busca de un momento, de una azotea, de un recuerdo o pensamiento con el cual dormir. Vuelta a la cama. Mi cama es muy incómoda, pequeña y dura. Me soporta. Noto los pies colgando. Busco compañía, pero casi me caigo, la cama no admite más tonterías por hoy. Mañana será otro día, y después vendrá otra noche…

jueves, 19 de agosto de 2010

Vacaciones santillana 2

Si la culpa es mía. Si lo sabía yo ya; desde que le vi la cara al mar. Que no nos llevamos bien. Lo sé yo y lo sabe él. Pues nada: toalla, bañador, cartas, nevera (bocadillos, agua, coca cola, zumos, frutas, napolitanas) sombrilla, raquetas, frisbi, mochila playera (llaves, documentación, teléfono, un libro, dos revistas, una libreta, el autodefinido, el tabaco, dos mecheros y un bolígrafo) esterilla, crema protectora factor 15, 25, 50 y “aftersun”

Allí estaba mirando al mar, retándolo a una batalla sin fin, de la cual solo saldría victorioso uno de los dos. La arena se extendía más de lo que imaginaba. “La marea” dijeron algunas voces entendidas. Así que nos pusimos a caminar. Por alguna extraña razón todo el mundo podía caminar por la arena descalzo menos yo. Todos departían agradablemente sobre sus cosas mientras la batalla se comenzaba a librar, y la arena calentaba más por donde yo pisaba (o algo) haciendo que no pudiera quitarme las chanclas, y luchando para no perderlas en las profundidades de esas pérfidas arenas ardientes. Parecía además que mis compañeros de excursión se compinchaban cruelmente contra mí, porque ninguno de los lugares que a mí me parecían adecuados para establecer el campamento era bien recibido: “aquí” decía yo “no, allí” decían ellos, inmunes a mis penas y pesares. Finalmente establecimos el campamento base lo más cercano al mar que se pudo, teniendo en cuenta que ya era bien entrada la mañana y que los espacios escaseaban. Nos asentamos entre una familia de autóctonos locales, que parecían una tribu del áfrica negra: por ruidosos, por numerosos y por el color: Vergüenza me daba quitarme la camiseta cerca de ellos ¿Cuánto tiempo hay que estar al sol para pillar ese tono? Mi blanco nuclear fosforescente destacaba de sobremanera. Cerca de nosotros, como contra punto, un grupo de orondos “guiris” con un color difuso entre el blanco nórdico y el rojo chamuscado, se untaba de aceite de girasol para continuar con su ritual “vuelta y vuelta”.

Fuera gafas de sol, fuera camiseta, fuera gorra, fuera chanclas. Era el momento. Una vez asentados, estiradas las toallas, plantada y fijada la sombrilla, llegaba la hora de la verdad. Algunos (locos) salieron corriendo a zambullirse sin más, agitando los brazos y voceando improperios. Las olas rompían fuerte, estábamos preparándonos para el encuentro.

Una ola mansa llegó a mis pies. Frio… poco a poco fui adentrándome en el agua… maldición… que friaaaaaaaa… Mis ideas se congelaban, mis brazos y manos se agarrotaban pegados al cuerpo… “Que buena está” gritaban unos y otros (yo por más que miraba no vi ninguna chica digna de tanta alabanza. Luego pensé que se referían al agua, cosa improbable, pensé también) El agua me llegaba a la cintura, aun con las manos arriba. Notaba como algo o algas rozaban mis piernas “no huyas, aun no, resiste”. Mis compañeros se perdían mucho más allá. El viento arreciaba, las olas crecían. Es imposible resistir. Me di la vuelta para salvar mi vida, tuve que detenerme, dos niños (italianos) pasaban con sus flotadores (parece que los italianos desde niños no le temen a la muerte) y ese momento de pausa, ya en retirada fue el que usó el traidor mar para hacer que una ola me arrastrara, dejándome casi moribundo. Ya creía que estaba todo perdido, cuando una señora de edad indefinida, catalana por el acento (quizá de Esplugues del Llobregat) me animaba a seguir en el agua, mientras ella seguía impasible allí dentro. Quise resistir. Pero pensaba que era mejor salir a retomar fuerzas y volver a intentarlo más tarde, con un plan más elaborado. Entonces pasó… una mujer (una buena cristiana seguro) sacaba mis cosas del agua: la marea había subido a traición arrastrando nuestros enseres, mojando mi toalla, empapando mi mochila, e inutilizando mi móvil, seguramente para cortar mis comunicaciones y evitar que pida refuerzos… traidor mar… algún día… algún día podré vengarme… Pero antes… tengo que saber donde quitarme los restos de arena, y por qué razón sólo es a mí al que se le quedan los pies llenos… puedo perder esta batalla… pero… volveré…

sábado, 7 de agosto de 2010

Vacaciones santillana 1

Siempre que paso más de dos días en casa de mis padres me voy con sensaciones variadas, variopintas y extrañas. Y con kilos de más. Mi madre se piensa que en Madrid no como o algo así, y a sus ya monumentales guisos para 12 que se tienen que comer 4 añade un par de raciones más “por si acaso” Este verano he decidió irme sólo con las sensaciones y procurar dejar lo de los kilos en estas tierras. He tomado dos decisiones dos al respecto: la primera no mantenerme inactivo, tomarme de mano el tiempo libre y hacer rutinas que me hagan quemar los lípidos. Es cierto que la caña del mediodia, el café y la copa de pacharán con la partida de mus diaria no me ayudan en cierta parte del propósito; bueno, poco a poco. Existe en esta santa casa una habitación destinada al culto al cuerpo, con dos o tres cacharros de esos de la teletienda, una cosa extraña que hace que te cuelgues como un murciélago, una tabla de hacer abdominales de las de toda la vida, y mi penitencia: una cinta para correr. Todos los días a eso de las 19.00 (hora zulú, of course) la miro achinando los ojos, sospechando y sopesando cual será su estratagema para hacerme sufrir. Cuánto echo de menos mi parque. La enchufo, la enciendo, la programo, me subo. Me duele todo el cuerpo. El primer día casi muero. El segundo lo pillé con más ánimo. El tercero ya empatamos. Ahora la tengo donde quería… Siempre corro la misma distancia: 3km. Reto a mi cuerpo y a la cacharra para poder hacerlo en el menor tiempo posible. Primer día 20 minutos, con todas mis fuerzas, con la lengua fuera, sujetándome a las barras anti-torpes, y jurando con Dios por testigo que nunca más volveré a correr. Vi la luz blanca, la bandera arcoíris, el burladero y todos los santos habidos y por haber en cielo y en infierno. Siempre pienso lo mismo, en lo malo que es el deporte para la salud, mental y física. Aun así quedamos citados para el siguiente atardecer, la siguiente puesta de sol no te dejaré escapar… Cada vez que me bajo de la cinta me subo a la báscula: maldición, rayos, truenos y centellas. No he bajado ni un kilo. Tampoco los he subido. No me parece buen negocio este… Seguiremos informando. La otra cosa que he decidido hacer en contra de la curva de la felicidad es cocinar yo. Supone un poco de esfuerzo más, miradas raras del resto de la familia, y ponerle a mi madre la cocina patas arriba. Pero al menos he cambiado el menú, las cantidades, la dieta, y el equilibrio. Ojo, atención, una cosa quiero que conste: mi señora madre cocina estupendamente y es la causante de lo hermoso y rollizo y sano que me encuentro… sólo que su amor de madre añade cantidades a la sopa. Recetitas de verano, de las que hablaré en otro momento. Es lo que tiene ver aquí el canal cocina ese de los cocineros al que estoy enganchado. Demasiados ratos muertos. Rutinas de verano. La cinta me espera…

viernes, 6 de agosto de 2010

10.

Mayo queda en la retina, junio acudió como respiro y el verano se plantó para no dejarme respirar. Desempolvar teclado, ideas, cartas, el Word, leyendas, y buscar en algún lugar cual era la contraseña del ordenador. Es más, del dichoso ordenador. Agosto me empieza a asfixiar, y no hemos mediado el mes aún. Cambio de rutinas, cambio de lugares, cambio de vida. La lucha entre las vacaciones, la falta de trabajo, la vida futura y olvidar el pasado. El verano llegó anunciado a gritos y me pilló fuera de juego. Hay que ver como se ponen las cabezas. A doscientos kilómetros de mi hábitat natural, a miles de kilómetros de mi aire, a cientos de kilómetros de las risas y las historias, a unos metros de mi casa, al lado de mis hermanos. Tan cerca y tan lejos. Cada día me pregunto cuantas ideas deben morir en mi cabeza para salvar alguna reflexión que me ayude a seguir adelante sin estancarme. Reviso estos meses de silencio y los encuentro llenos de gritos, unos de auxilio, otros de júbilo, de pasión muchos y de silencios otros. Nunca nos conformamos, hay que joderse. Por fin decides ponerte a ello. Ponerme a esto. Sólo se trata de aclarar las ideas para que los dedos funcionen y saquemos de la indiferencia unas líneas que quedaron pendientes. Muchos meses, muchas cosas. Decisiones, rutinas, sudores, ánimos, nuevas almas y viejos cuerpos. Me encanta. El verano nos desnuda un poco más de todo, el calor es lo que tiene. Cuerpo y mente se quieren librar de pesadeces y buscan como el respirar la ligereza de lo que nos rodea. Ahora ando fuera de mí, esperando reencontrarme y aprovechar esta tierra llana para no tener que escalar cimas ni cumbres, y quedarme en lo más sencillo. Buscar familia, amigos, relaciones e ideas que hagan que mí pesado cuerpo (estoy poniéndole remedio) salga de su letargo y se anime a dilucidar que es mucho mejor un folio escrito que uno en blanco. O como no decir nada después de decir mucho. Que para eso estamos. Hay que caminar, que seguir andando, no parar. Es la única forma de demostrar el movimiento. Quizá toque destapar el bote de las cosas tontas desechadas para darse cuenta que ahora no son tan tontas. Revisar el pasado y ver las razones y motivos. Quizá, o sin quizá toque respirar este Agosto y cual filtro de aire, darnos oxígeno, limpiar y purificar. Sudar todo lo que nos quedó del invierno y preparar el otoño con la piel morena, suave y tersa, de sol, de arena, de amigos y de caricias. Es posible que sea el momento. Es posible.