miércoles, 28 de diciembre de 2011

23.


Siempre encuentro en las acciones cotidianas los momentos de la reflexión. A veces me pasa en la ducha, momento de comunión con uno mismo, limpieza de cuerpo y alma. Otras cuando salgo a correr al parque, evadido de otros ruidos que no son mi propia respiración y la música que suene. Las tareas domésticas que hacen rutinas, la cocina, los platos de la comida, la ropa húmeda que hay que hay que tender con meticulosidad existencial para que no se arrugue mucho, la plancha. También fuera del entrono conocido. Los pequeños viajes que nos atrapan sin remedio por la necesidad de ir del punto A al punto B. Nuestros momento de lucidez se alternan con pensamientos más prolijos, pero ahí están. Llegan, como el amor, así de esta manera, no tienen la culpa. Ni siquiera siento que sean forzados por pensamientos anteriores, o por imágenes que son recurrentes. Las reflexiones pasan por los espíritus porque algo nos atormenta, y cuando nuestros cuerpos se ocupan, nuestras almas se preocupan.  Algo así. Creo.

Una contradicción es una afirmación de algo contrario a lo que ya se ha dicho, o la negación de algo que se da por cierto. Creo que podría ser una buena definición. Así estamos en nuestras vidas, llenos de ellas. Llenos de contradicciones, de conflictos de negación de algo que afirmamos, de luchas internas por la razón de la afirmación, o la sinrazón de lo negado. Hay una frase, no recuerdo si es un refrán, o algo sesudo dicho por alguien importante, que dice: “la esperanza es mala consejera, pero buena compañera de camino” Mi reflexión pasa por juntar estas dos ideas, la esperanza y la contradicción.

Desde que escuché (o leí, vaya usted a saber) aquello de la esperanza, no he dejado de recordarla en muchas ocasiones. En mi vida he pasado por muchos viajes esperanzados, mal llevados, porque la esperanza juega sola. No hay nadie que la alimente salvo uno mismo. Es como los recuerdos; sólo sirven a quien los recuerda, porque lo deforma para acomodarlo. Pero por lo general al fuego de la esperanza quien mas lo aviva es quien mas desea que pase ese viaje. A veces, muchas veces, sabemos que lo que nos esperanza no es bueno, o mucho peor, ni siquiera es posible. Pero ahí estamos, cargados de contradicciones pero llevados de la esperanza. Somos la leche.

Me veo hablando, vendiendo consejos, repartiendo autoridad, sabiendo que lo que estoy diciendo es algo contrario a lo que siento. Así vivimos, auto conformados en nuestras contradicciones, porque no son un Pecado Capital (y seguramente aunque lo fuesen)

Deseamos la felicidad de los demás, deseamos que nuestros amigos luchen por lo que quieren, luchamos por hacer que alguien encuentre su camino. Queremos que todos encuentren su amor perdido, su tiempo robado, sus vidas. Les damos la esperanza de la posibilidad, sabiendo que nos contradecimos, porque esas felicidades nos harán infelices, porque esos caminos nos alejan, porque ese tiempo recuperado nos hará caer en el olvido. Pero ahí seguimos. Es grandioso.

El ejemplo mas claro de la pureza de los sentimientos es el Amor (con mayúsculas) Ahí estamos, diciendo: “Tienes que luchar por lo que quieres” y como dioses Jano, casi a la misma voz: “Olvídalo, déjalo marchar”  Como bipolares sentimentales. Así me encuentro, y supongo que nos es una exclusividad marca de la casa. Esperanzado de otro mundo posible, pero sabiendo que no es factible, porque mi esperanza juega en casa, y no suele salir mucho de viaje, a ver lo que pasa por esos mundos de dios, y se conforma con animarse a si misma, cual libro de autoayuda.  Tenemos miedo de perder la esperanza, aun sabiendo que esa perdida es lo único que nos dará esperanzas nuevas. Que cosas…

martes, 29 de noviembre de 2011

22.

Qué hacer cuando no se puede hacer nada. Das vueltas pensando que lo que se necesita es un cambio, y te das cuenta que lo que más necesitas realmente, lo que más desearías es que las cosas se mantuvieran en su sitio. Movemos libros, estanterías, muebles, camas y espejos, esperanzados en la nueva imagen, y que ésta nos haga pensar en lo nuevo, lo novedoso, el camino a seguir  alejándose del pasado. Mientras, nos enfrentamos de la forma más cruda a ese pasado, cogiéndolo, acariciándolo, y respirando el polvo acumulado. En la búsqueda de ese cambio te empapas aun más
de aquello que quieres abandonar, y piensas las razones, motivos, errores y desánimos que te han llevado hasta ahí. Siempre es negativo. Aunque ese cambio sea para positivo, el pasado nunca muere, y siempre nos hace pensar. El futuro tiene esa peculiaridad, la de ser algo misterioso, provocador de miedos y dudas. Nuestros referentes son siempre pasados, nunca presentes y mucho menos futuros. No lo puedo evitar, soy de lágrima fácil, y los recuerdos me matan, lentamente, mientras visualizo el futuro frustrado, me es imposible ver lo incierto, y mucho menos pensar en el regalo del tiempo actual, el presente.
Todo cambia, nada permanece. La felicidad es un agujero muy grande que hay que llenar. Siempre he pensado en la mala utilización de la palabra “feliz” y cada vez me doy más cuenta y me convenzo un poco más, de la imposibilidad de “ser feliz” y busco con más impertinencia el “estar feliz” y pensar que las cosas que entran y salen de ese agujero pareciera como si fueran incompatibles. Acabo sentado, limpiándome las lágrimas de mi mentira. Tengo, conozco, sé de amigos y gente que están completos en sus vidas sin más búsquedas que el poder vivir el día a día de la manera más cómoda posible. La sinceridad más engañosa, la mentira más dolorosa, es la que nos ataca sin darnos cuenta, sin pensar en ello, porque siempre nos miramos a los ojos. Movemos hasta el último rincón de nuestros recuerdos para estar mejor, para conseguir una prosperidad mental que descanse en paz en nuestra cabeza. Músicas, canciones, risas, sonrisas, olores, sensaciones, historias sensacionales clavadas hasta los huesos, por mucho que hayamos querido borrarlas, aun no, aun es pronto. Quizá en otro momento, en otra mente ese razonamiento nos lleve a otro lugar. Sólo cierro cajas llenas. Sólo precinto pasados. Me canso, me fatigo, me duelo. Cuanta relatividad de las cosas pequeñas. Nadie se muere de los recuerdos. Nadie.

jueves, 17 de noviembre de 2011

Año Tres

A veces voy recordando momentos de los últimos meses, de los últimos días y siempre tengo la misma sensación: el tiempo no pasa; ni tan deprisa, ni tan despacio, ni a veces pasa de ninguna manera. Simplemente son momentos que se colocan unos detrás de otros, y al recordarlos en cierto orden, suman paso de tiempo. A veces recuerdo el tiempo que me siento a escribir y las historias que me voy dejando en el tintero virtual. A veces sólo repaso las cosas escritas pero no publicadas, para medir ese paso de recuerdos. También contemplo todas las ideas que se han ido plasmando en notas e idas y venidas felices para tener manchadas mis hojas. Muchas veces pienso si haber abierto una pequeña ventana es algún motivo para estar contento o alegre o si el uso debe ser frívolo o quizá usar ese espacio como grito silencioso ganado a pulso para decir las cosas que se me pasen por la cabeza. En este último año hemos crecido en formas y fondos, redes sociales, balcones abiertos a lanzar alaridos sin saber muy bien quien los escuchará. Ahora podemos dejar nuestros caracteres diseminados como onanistas literarios, sin miedo, amparados en la profilaxis cibernética anónima. Ahora estamos en la primera gran fase, el primer escalón de ascenso a un puesto mejor, estamos en nuestro primer trienio de experiencia y ahora podemos empezar a cobrar un plus por todas las letras y todas las frases, y sobre todo, por todas las tonterías que voy escribiendo de vez en cuando. Sólo queda saber en qué gastarse tal ingente cantidad de dinero. En estos últimos trescientos sesenta y cinco días han venido ideas y se han marchado pensamientos, tristezas y alegrías que de esas que viene y van sin medirse. Se han encontrado nuevos caminos, nuevas formas y fórmulas, nuevos sentimientos y sentidos que se mueven, creo que siempre sumando en esa búsqueda del saber, sin saber muy bien hacia donde caminamos, sin dejar de mirar el camino andado, sin poder olvidar el tiempo pasado, ni pensar en si fue mejor o peor, simplemente disfrutándolo, al igual que las propias experiencias. Estaciones de recuerdos vividos e intensos, de esas personas, de esas dimensiones, de esas nuevas vidas que han aparecido entre estas líneas y que seguro llenarán nuevos y grandiosos espacios. A veces el tiempo pasa mucho más deprisa cuando miramos para atrás y nos damos cuenta de la gran cantidad de cosas que hemos sido capaces de hacer en un espacio de días o incluso de horas, sin lamentarnos de los otros espacios o tiempos o personas que dejamos. Creo que es importante no perder las referencias, no perder los rumbos, pero creo con cierta fe, que la contabilidad humana que hacemos de ese tiempo no sirve mas que para cubrir nuestros miedos y ayudarnos a valorar las cosas que tememos. Lo que nos cuesta mucho tiempo parece mas valioso que aquello que logramos en menos. Ese esfuerzo medido en segundos parece mucho mas brillante que aquel otro, aunque la felicidad sea la misma. El tiempo es importante, y así medimos nuestras vidas, pero no hagamos de esto mas que hechos anecdóticos; porque siempre será mas bonito medir nuestra vida en amigos, en espacios, en personas, e incluso en besos.



Tres años de besos...

sábado, 12 de noviembre de 2011

Orgia.

20.00 horas. Estaba nervioso. Pensaba que no lo estaría, pero había que verse en esa situación. Al menos en esa primera vez. Había tenido más citas similares, o más o menos parecidas: entrar en un chat, contactas con una chica, intercambios de tonterías, algún comentario picante, líneas de texto eróticas, fotos subidas de tono, imágenes, ciber sexo y de ahí a tener una noche tonta de pasión casual sólo hay un paso. Alguna que otra sorpresa siempre se ha llevado, está claro. Pero aquella vez era diferente. Para empezar, cambio de lugar. En vez de quedar a tomar una copa o hacerse un cine para romper el hielo, y de ahí a casa, habían decidido ir a un hotel directamente. Tampoco era citas a ciegas, porque en aquella ocasión las personas ya tenían una relación previa. Esta vez también era distinta la cosa en cuanto al número… había dos mujeres. Modus operandi distinto, nervios diferentes.

Después de pregonar a los cuatro vientos, sobrios y ebrios, las fantasías eróticas a perpetrar, y que nunca se debían realizar (eso es para que nunca dejen de ser fantasías) ahí se encontraba él, dos horas antes de lo previsto, acicalándose y dejándolo todo preparado para una más que interesante noche de pasión, lujuria y sexo a seis manos en la búsqueda de la perfecta armonía del conjunto mujer-hombre-mujer.

Como la cita había sido concretada a las 22.00 él había decidido pasarse por el hotel un par de horas antes y ya estar allí para ir recibiendo a sus citas. Total, la habitación ya estaba pagada, y así podría tomar posesión, ducharse, ver todos los ángulos posibles, e incluso fantasear con rodar su propia película porno desde los rincones más inverosímiles. También le había echado el ojo a un espejo estratégicamente colocado para una cosa que había leído. Una situación así requería un poco de documentación previa. No quería hacer el ridículo, por lo menos en lo que a las formalidades se refiere.

Lo que a priori siempre parece lo más complicado, encontrar las compañeras de juego, se había resuelto en dos noches de cervezas y apuestas lúdico ludopáticax (bonita palabra ficticia) con dos amigas, con dos locas, con dos estupendas mujeres que debido a su propia desinhibición, sumada a la adquirida por el alcohol, las risas, y ese morbo de las tonterías que se dicen cuando no se dicen nada, sumado a las miradas de las bromas dichas en serio, habían aceptado el reto. Desde aquellas noches sólo había habido mensajes de “jijiji”, frases de segundas intenciones en los muros del Facebook, emoticonos obscenos y tensos silencios. Era como un pequeño paréntesis vital con dos personas, tres en total, para dar rienda suelta a un mito. Momento de reflexión vital entre la cena del “woper” para llevar que se había subido y la ducha.

21.00 En la ducha, la virilidad sufre su momento de crisis y de duda y es el momento de sacar de la memoria la gran cantidad de imágenes guardadas en años de visualización de cine X para estar a la altura, quizá sea también el momento de dedicarse un momento de autoamor para no precipitarse en el punto de no retorno… y… suena un sms. “Vaya” Problemas en el último momento… se deshace la fantasía… lios de agenda, es lo que tiene no recordar que aquel día también es el cumpleaños de la abuela y no poder cumplir. Imposible asistir por no poder ir… Cara de circunstancia al mirar la caja de preservativos (24 unidades) sin abrir, y que quizá ahora se tornaba excesiva. Bueno, quizá la ventaja de este plan es que siempre queda la cita más o menos clásica. Terminó de ducharse, de recoger los restos de la cena, de esparcir por toda la habitación cada uno de los 24 profilácticos, el aceite, el anillo vibrador, el gel y unas esposas forradas de peluche que… bueno… o sea… que… bueno… que allí estaban.

Se acomodó a esperar vestido únicamente con el albornoz...

22.00. Ya se sabe, las mujeres siempre se retrasan un poco. Algo para ir poniéndose a tono…

22.15 Además su amiga nunca era ejemplo de puntualidad. Futbol de pago en la tele…

22.30 Tenía el móvil apagado, así que estaría en el metro, y estaría llegando. Barça gana…

22.45 Ahora da señal pero no lo coge. Preocupación. El partido en el descanso…

23.00 Comienza la segunda parte. Salta el buzón de voz…

23.15 Gol. Los futbolistas se abrazan… pienso que eso es lo más parecido al sexo…

23.20 Conversación telefónica por fin:

-¿Si? ¡Hola!

-¿Dónde estas?

-¿Yo? En mi casa

-¿No habíamos quedado esta noche…?

-¿Esta noche…? ¡Es verdad! Se me ha pasado…madre mía… ¿Dónde estás?

- Pues… en el hotel… solo… y... (y colgó)

23.25 Segundo gol.

Allí estaba, reflexionando con otros 22 tíos abrazándose en calzoncillos, como se pasa de un trio a una orgia…

martes, 1 de noviembre de 2011

Quien lo probó lo sabé.

El frio hizo que se despertase. Una conversación en sordina, una discusión de voces ininteligibles, ayudaban a empezar a espabilarle junto aquel escalofrío. Estaba tumbado. Ahora había conseguido abrir un poco los ojos para ver un techo negro, aséptico, con unos fluorescentes para la iluminación. Las manos estaban entumecidas. Le dolía la cabeza. Ahora también recordaba que le habían pegado un tiro entre ojo y ojo. Intentó llevarse una mano a la cara, a la fuente del dolor, pero los músculos no les respondieron. Un pequeño gimoteo fue lo único que consiguió sacar de aquel titánico esfuerzo. El gruñido fue suficiente para silenciar la discusión de aquellas voces. Los sonidos vocales se transformaron pasos, sonoros, de dos personas que se asoman a su vista.

“Parece que ya hemos despertado”

Primera sorpresa. Aquel doctor que le atendió hace unas horas, el cual le había proporcionado la dirección estaba allí asomado. Vestía impecablemente de negro. La otra cara asomada no era ninguna sorpresa. De nuevo ella. También vestía de negro, chaqueta y camisa. Elegante.

“¿Qué es esto?”

“No había otra posibilidad”

“¿Estoy muerto y esto es el cielo?” (El doctor y la asesina se miraron y se sonrieron)

“¿El infierno?”

“Está muerto. Cierto. Pero no es el Cielo, ni el Infierno, ni el purgatorio. Digamos que es un momento de pausa. Hemos tenido que operar y…”

“A mí la anestesia local ya me parecía bien… quizá lo del balazo era excesivo ¿no le parece?”

“Sí, bueno, quizá a… (carraspeo del doctor) Eros, se le haya ido la mano con esto de adaptarse a los nuevos tiempos. En fin. Le hemos extirpado el corazón”

“¿Cómo?” Le volvieron las fuerzas para llevarse la mano al pecho y palpar con perplejidad la cicatriz que tenía. De las mismas fuerzas se tocó frente para comprobar una pequeña marca de aquel disparo. “¿Cuánto tiempo llevo aquí?”

“Aquí el tiempo es relativo. Suficiente.”

Un momento de pausa y silencio. De respiraciones y de asimilaciones. Se sentó en la camilla, desnudo, pero sin sentir el frio ya. Ahora podía observar que todas las paredes eran negras, que no había más muebles que un par de sillas y la propia camilla. Una puerta, ninguna ventana, pero era un ambiente elegante, y bien iluminado. Sus interlocutores vestían impecables y lo miraban sin presión.

“Ya no me duele. Ya no lo siento. Nada me oprime, nada me asalta. No hay desasosiego, ni angustia. Me encuentro relajado. Ni siquiera encuentro que esté molesto, ni enfadado con nada ¿de verdad estoy muerto?”

“Cadáver” Quizá la sutileza no era la herramienta que más manejaba ella en su día a día.

Respiró profundamente volviendo a llevar su mano a la cicatriz en forma de cuña que le recorría el pecho. Muchas preguntas se le agolpaban en la cabeza sin tener claro cual debía ser el orden correcto, si es que debían salir con algún orden. Comprobó una vez más cerrando los ojos que todas sus dolencias, que todos sus males parecían haber desaparecido de un plumazo (bueno, y de un plomazo) Vislumbró al fondo de la sala un mueble más, y sobre él parecía descansar su ropa y su libro.

“¿Y ahora? ¿Y por qué? ¿Y quiénes son? ¿Y dónde estoy?” Parecía que de repente se desataba la cólera de las preguntas.

“Todas al tiempo no. Poco a poco lo verá” Empezó a explicar el doctor.

“Cuando sientes esa presión, esa dolencia, ese palpitar en el corazón, percibes que no tiene fin porque la dolencia es infinita. Es dolor puro. Y cuando se llega a ese punto no hay solución, y para los problemas drásticos, soluciones drásticas. Es entonces cuando tienes que darte cuenta que ese corazón que llevas ya no es tuyo, sobra y es un lastre. Nos pasa pocas veces, encontrar alguien con ese dolor tan fuerte. Nosotros causamos ese dolor, y a veces… bueno… si no puedes con tu enemigo… ya sabes… Eros te dirá donde encontar un traje para vestirte.

Y te dará una pistola.

Bienvenido.”

lunes, 31 de octubre de 2011

Dar la vida y el alma a un desengaño.

Las miradas se cruzaron como en un duelo de aquel formidable “far west”.



Y entonces comenzó una escena irrepetible…




(Rellano de un entrepiso, Él está sorprendido ante la persona que le ha abierto la puerta; ella, sujetando la puerta aún, se sonríe ante el hecho. La bombilla titila cual película de suspense de carretera)




El.- (extremadamente alterado) ¿Tú?




Ella.- (con una sobrada solvencia) Elemental Querido Watson….




El.- (con aplomo) Sherlock nunca dijo eso en las novelas.




Ella.- ¿Que?




El.- Que és una frase popular que la gente dice, pero que Sherlock Holmes no dijo nunca en los libros.




Ella.- Eres un listillo.




El- Sí, me lo dicen mucho.




(Se produce una pausa incómoda. Ninguno de los dos aparentemente sabe cómo dar el segundo paso. Parecen tímidos, pero no és más que una pose, ya que ambos tienen claro cuál es el paso a seguir)




El.- Entonces…




Ella.- (casi simultáneamente) ¿Si?




El.- ¿Qué estoy haciendo aquí? ¿Qué estás haciendo tú aquí? ¿Quién eres?




(Pausa. Ella baja tímidamente la cabeza… las manos de ella bajan a su propia espalda, escondiéndose, tímidamente también. Cuanta timidez)




Ella.- No deberías querer saber tantas cosas. Hay cosas que es mejor no saberlas.




El.- Yo sólo... Es por mí… me duele y… (Llevándose la mano al pecho, acusando un fuerte dolor)




Ella.- Quizá entonces tenga el remedio.




El.- ¿Y para eso tanta intriga?




Ella.- Correcto (y casi simultaneando la acción con la palabra, saca desde su espalda una pistola, concretamente una Remington, la cual amartilla parsimoniosamente, y acto seguido tras apuntar ente ceja y ceja, dispara certeramente, haciendo caer el cuerpo de él sobre el suelo, supuestamente frio del rellano)




Ella.- (Mirando el cuerpo inerte y la pistola humeante) A veces la sanación requiere medidas más drásticas que el propio dolor para dejar de sufrir.




Una escena irrepetible es aquella que no se puede repetir nunca más…

martes, 11 de octubre de 2011

21.

No hay duda, no voy a descubrirla piedra filosofal diciendo aquello de “somos animales” Pero es cierto, y cada día más, y cada día lo miro desde diferentes ópticas. No me gustan, o al menos no me gustan las mascotas. Quizá sea el lado más insensible que tengo, si acaso que no te gusten los perros puede llamarse ser insensible, o que me produzca la misma ternura un gato que una maceta. Este razonamiento es un poco triste. A veces pienso que es muy triste mi vida, que pensar en un ser vivo al que tengo que cuidar porque no se puede valer por sí mismo, encerrado entre mis cuatro paredes, sin posibilidad de aprender, de evolucionar a una vida donde pueda valerse con independencia (gran diferencia de tener un niño…) y evidentemente, el propio egoísmo: que un bicho no es igual que un hijo (por mucho que algunas personas quieran a sus mascotas más que a sí mismas)Creo que es mucho mejor la honestidad con uno mismo para saber que no podemos ocuparnos de otros que no seamos nosotros mismos. Quizá sea egoísmo, o es posible que sea más bien lo contrario.


En estos días me he encontrado con dos cosas, que me han llevado a reflexionar, a pensar en los animales, en las personas, en lo que nos rodea con esa capa de pintura. Escuché una frase, de una amiga, que comentaba como parecía que contaba su año, como un “año de perro” haciendo alusión a la intensidad, referenciando la causa de esos siete años perrunos que se viven en un año humano. Unas risas de todos los interlocutores que estábamos ahí. Pero esa semilla se sembró en la cabeza esta tan absurda que a veces tengo. Años de perro, años que pasan por nuestras vidas cargados de tantas cosas, de tantas circunstancias que parece que los hemos vivido de una forma tan intensa que mirando desde adelante, y mirando atrás, juntamos experiencias que otras personas no llegarán a tener en siete años. Vidas tristes, vidas excesivas, vidas intensas. Siempre se ha hablado de la “perra vida” o de una “vida de perros” o incluso de un “día de perros” cuando nos referimos a algo negativo. Mi cigarro se consume en el balcón mientras reflexiono la negatividad mientras miro un perro que pasa mientras suena en la televisión una canción de Juan Perro (es la universal mentira de quien escribe… por cierto, sonaba “No más lágrimas”)


Apago mi cigarro imaginario sonriendo al recordar la otra anécdota animal de la semana. Ayer (Ayer siempre fue mucho más poético que el otro día) en uno de esos días perros sin ganas de esforzarme por comer, decidí pasar por el asador de pollos cercano a mi casa. Como era día de “entre semana” no tenía que esperar colas para pedir medio pollo asado para llevar. Con la diligencia habitual, procedía a servirme el camarero. Trinchar el pollo, llevarlo a la tabla, afilar el cuchillo, partirlo, meterlo en una bolsa y envolverlo en papel de estraza. Mi medio pollo. De repente, al devolver al calentador el resto del asado, se le escapó y recorrió unos metros por la barra del asador. “Está vivo” dije “Quiere ver mundo” contestó. Entonces pensé que esos pollos, los que tienen allí en aquel asador de barrio que los domingos genera colas ingentes de personas en busca de su comida, que puede hacer unos mil pollos asados al mes (datos ofrecidos por la oficina de estadística de “a bulto”) esos pollos, recorren más camino muertos que vivos. Que vivos nacen, crecen (vivan los piensos de crecimiento rápido) y mueren sin ver más allá de su jaula. Una vez preparados salen de sus granjas a las carnicerías, asadores, comercios y mercados alejados de aquel lugar. Aquellos animales “veían” más tierra una vez muertos. Que no nos pase eso nunca…


Me tumbo en el sofá para dormir un poco tras tanta sesuda reflexión, barriga llena, somnolencia de la siesta, y ganas de estar acompañado. Instintos…

domingo, 25 de septiembre de 2011

Blanco.

Una de las cosas que ofrecen las grandes ciudades es el tiempo. Tiempos para hacer algunas cosas sin tener más remedio que hacerlas, porque no te queda más remedio. Las grandes ciudades nos ofrecen grandes distancias entre dos puntos y la necesidad de autobuses, trenes y suburbanos… el “metro” para llegar de un lado a otro. Las grandes ciudades nos obligan a montarnos y hacer viajes sin querer. Siempre pienso eso cuando cuento que devoro los libros, que muchas veces la novela de turno me dura tres días. Que puedo leer tres o cuatro libros al mes sin grandes esfuerzos, sólo con el tiempo que paso moviéndome de un lado a otro. A veces juego con el teléfono a las cartas, hago solitarios, tetris, o mato pájaros enfadados. También sirven estos tiempos muertos para repasar apuntes, notas e incluso llegado el caso, estudiar directamente (hay trayectos muy largos) Yo he encontrado en los últimos tiempos una cosa más que hacer durante esos viajes. Cuando encuentro mi asiento, saco mi agenda de la mochila y busco las páginas pasadas, las páginas en blanco. Localizo una víctima, una figura, un detalle, algo que me parezca llamativo. Rebusco en el fondo de la bolsa para coger mi lapicero del uno. La página en blanco me mira, yo miro mi objetivo, el lápiz mira el folio vacío, y tras tantas miradas de deseo, comienzo a intentar plasmar el modelo elegido. Pintar, dibujar, trazar, manchar e intentar al menos pasar el rato. Me quedo mirando los detalles, los zapatos de las personas que dormitan, las manos de quienes van sentados frente a mí. No se me da bien pintar caras, así que muchas veces mis figuras son seres sin rostro, inexpresivas. Tampoco coloreo bien. Es una curiosidad curiosa. No coloreo lo que dibujo; me quedo con las estrías borrosas del carbón, que llenan con líneas múltiples unas rayas de un instante. Esta mañana no encuentro nada que me llame la atención para dibujar. El metro va lleno de figuras que no son capaces de transmitirme nada, que no pueden acoplarse a mi página, nada que pueda capturar el lapicero. Las estaciones pasan, mientras dibujo mi propia mano izquierda, garabateo mi nombre, o hago números como si fuesen cartillas de Rubio. Las paradas van una tras otra. En una de ellas una chica se sube, discreta, moviendo se despistada, como si toda aquella maraña de personas y gentío no fueran de su hábitat. Mira los letreros, las pegatinas, y mira su plano como estudiante exploradora. Lleva un bolso de tela, una camiseta y unos pantalones anchos. Ese look hippy que me llama la atención. Peligrosa, seguro. Comienzo a mover mi arma sobre el impoluto papel cuando decide quedarse quieta, apoyada en la puerta cerrada que hay frente a mí. Lleva los auriculares puestos, los del teléfono, y parece que habla con alguien, muy seria. Tiene los ojos bonitos. Me da vergüenza mirar mucho rato, porque a veces me siento un poco acosador. Siento que robo trozos de alma cuando dibujo a alguien en secreto, que me llevo un trozo de su vida en mis hojas. Furtivas miradas para captar detalles, arrugas, una piedra al cuello, los pies que muestran las sandalias, y las uñas pintadas. Mi mano se mueve animosa, intentando ser fiel a lo que veo. Mi estilo es rudo, enmarañado, lleno de trazos que no sirven mezclados con otros que parecen pertenecer a esa figura. Mi parada se precipita ahora, y mi dibujo se termina sin esa cara. Apresuro a recoger mi estudio de arte portátil, para salir con la sorpresa del acompañamiento de aquella figura. Mis pensamientos se aceleran. Pienso en devolverle el alma, en acercarme. Pienso en ser un loco o que piense que soy un peligro. No sé qué hacer. Arranco la página de mi agenda, sólo hay un momento antes de salir a la calle, y me vuelvo sin pensarlo más



… perdón, sé que te pareceré raro, pero te dibujé y bueno, no sé, es tuyo…



Me volví con sus ojos clavados, incrédula, cruzando las miradas por primera vez.

miércoles, 31 de agosto de 2011

Vacaciones santillana 9

Estoy muy cansado. Hoy el día ha sido un poco más largo, un poco más pesado, y un poco más duro de lo que esperaba encontrarme cuando amanecí. Además estoy un poco triste, que parece hace que las energías se disuelvan en los pensamientos y en los recuerdos de este verano que termina. Por alguna razón, esas cosas de la sugestión creo, la música que va sonando en mis auriculares se agarra a un final, a una representación de algo que termina irremediablemente. Nada trágico; no lo és nunca aquello que sabemos que tiene un final que sabemos llegará. Todas las canciones suenan a despedidas, a desamores, a historias que suenan “mejor solo que mal acompañado” Al final todas vienen a decir lo mismo: que triste estoy y que poco me quejo (o parecido) Me sonrió mientras pienso que debería empezar a escuchar más música en inglés, de cualquier modo, de cualquier estilo, porque total, no entiendo la letra, y la ignorancia, a veces, nos da la felicidad. Quería cerrar mi día contento y feliz cual regaliz, meterme en la cama sin pensar en nada más que en despertar al final del verano y volver a los ciclos y círculos que abren y cierran. Quería terminar el verano pensado en todas las cosas positivas que he aprendido en los últimos meses, en las gentes y las relaciones que han aparecido para salpimentar sus momentos. Quería parpadear para respirar profundo y dejarme llevar por el latir del sueño de un día cansado. Por querer, que no quede. Muchas de esas intenciones se van a cumplir cuando termine de preparar de mi agenda, mis recuerdos, y mis días que vendarán, cuando me meta en la cama, vencido ese insomnio que me acompaña como compañero fiel (a veces me da pena pensar en librarme de él, que está ahí siempre) y entonces algunas intenciones se quedarán. Otras no pasarán por aquí hoy porque el cansancio se lo impedirá, porque la tristeza no me dejará ponerme más bucólico-melancólico. Me asomo a la ventana, a recoger el olor de la tormenta de verano que ha pasado hoy por aquí para completar el día, para fumar el último del día conmigo y relampaguea y truena aquí, en esta ciudad a la que le cuesta tanto oler a naturaleza. Mi calle a estas horas es tranquila, serena y asemeja a cualquier calle de cualquier lugar, camuflada como capital del reino, podría ahora pasar desapercibida. Caladas finales, y pequeña luciérnaga artificial que vuela desde el tercero. El ordenador parpadea encendido. Apagar. Me encuentro cansado en este final de verano, en este principio de curso. Toquemos retirada, la cama espera, los sueños esperan, los recuerdos esperan, el futuro aguarda para ser descubierto y seguro que hay canciones menos tristes que llegarán a nuestras orejas. Aunque sean de Raphael…


viernes, 19 de agosto de 2011

Vacaciones santillana 8

Está siendo un verano extraño, mucho menos movido que lo que se preveía en el aquel lejano mes de mayo. Madrid me resguarda entre sus paredes. Al menos existen en mis rutas diarias tres o cuatro sitios donde el aire acondicionado da un respiro al mes de agosto.


Vuelvo a no dormir nada bien. Me hago mayor, y ahora mis ratos de desvelos y vueltas vienen acompañados de un dolor de cabeza machacante y resacoso. Doy vueltas en la cama, en el sofá, en la silla. El calor silencioso se apodera de mí. A veces me siento en el sillón junto a la ventana, para leer o simplemente para estar ahí a la luz, y noto como la piel se tiene que acostumbrar a los cambios de temperatura, mientras mi cuerpo se retuerce de calor. Las gotas de sudor me empujan a la ducha, al refresco vital, para no hacer nadad más. Mientras ese compañero silencioso que me he buscado en forma de golpeo incesante en mi cerebro, lucha por no abandonarme a pesar de mis esfuerzos. Me duele. Mucho.


A pesar de lo poco que consigo dormir en estos días, de vez en cuando, el cuerpo que es soberano, y hace que caiga rendido a deshoras. Sueño. Algunas cosas son recurrentes. Sueño muchas veces con un coche, con un viaje. Sueño con encuentros en cafeterías. Charlas metafísicas con gentes que ni siquiera conozco. Otras veces con amigos, amigas, conocidos, compañeros. Largas palabras que parece que van arreglar el mundo.


También sueño con médicos. Con una operación. Con un quirófano. Mi cabeza somatiza en sueños mis dolores y me hace andar de consultorio en consultorio. Últimamente, además, estos sueños se entremezclan con otras ideas. Más lúgubres, menos sanas. Que me hacen despertarme extraño. No son pesadillas, no son malos sueños; simplemente son historias que se revuelven con mis dolores y con mis miserias. Será por eso que no quiera mi alma dormir, para no ver esas historias recurrentes y repetitivas. Sueños de siestas tempraneras que apuran el medio día. Sueño con operaciones que me abren e pecho para reparar mi corazón y resulta que no está donde debe. Sueño con puntadas de hilo negro que cierran cada herida. Sueño con reflejos de espejos que me muestran lo que pasa en mi sueño, como si lo viviera en tercera persona. Sueños. Sueños son, dicen.


Despierto de estas siestas o malas noches empapado, babeante, dolorido, y sin tener nada claro las razones ni motivos. Dichoso calor que me aprieta, que envenena mis sueños.


Está siendo un verano extraño, que me hace llevar, como dicen en mi tierra, “muchos cortes” y como se suele decir, “quien mucho aprieta poco abarca” Madrid me aguarda, pero me emperezo vitalmente. Miro la calle, la casa, el rumbo y el destino. Busco como refrescarme para sentarme delante del teclado y no decir nada, sólo porque hace calor y me duele la cabeza. Supongo que las ventajas del tiempo estival son que nadie pide cuentas ni rendimientos especiales, que todos están de vacaciones y no hay que forzar la máquina, o al menos es lo que creo.


Tengo sueño, otra vez…


sábado, 30 de julio de 2011

Vacaciones santillana 7

Este verano he aprendido algunas cosas. No muchas, que es verano y el calor reblandece el seso, pero sí muy interesantes. Hasta incluso útiles en su mayoría… a saber:




1. Irse de acampada es penar


(… que nooo, que no es penar…)(sí, un poco sí…) (…que te digo que no, que sólo es cambiar el chip) (¿y montar la tienda sin martillo?) (hay piedras, nunca hay martillo) (¿y los bichos?) (Si a ti no te pican) (ya bueno, eso sí…¿y dormir en el suelo?) (pero si había un colchón de esos que se inflan) (jo, y menos mal) (si,si,si, que invento ¿eh?) (vale…) (¿y la luna?) (ya…) (¿y la paz?) (bueno…)



2. Irse de acampada no está tan mal


(Mucho mejor esa reflexión, hombre)



3. Sombrillas: DOS


Esto es así. No puedes ir a la playa, a estar agazapado como un ovillo debajo de la sombra de una única sombrilla, moviéndote cual aguja de reloj por la rotación de la tierra con el sol, y ver como tus vecinos de playa están tan tranquilos porque ellos llevaron dos sombrillas dos.



4. El protector solar FACTOR 20 es una macana.


La cosa es que te embadurnas las piernas con esa crema, los pies, los brazos y la cara; te subes en una canoa para hacer una excursión por la orilla del mar, acantilados, playas de difícil acceso, cascadas y demás pequeños paraísos costeros, y cuando llegas a tu campamento te das cuenta que estas abrasado, achicharrado, rojo cual inglés de Manchester en Torremolinos, y que desearías morir antes de seguir soportando tal escozor.


(¿Qué exagerado, no?)(Claro, como a ti no te pica…)(Respiiiiiira…) (¿?)



5. El “After-Sun Cristal” en pulverizador crea adicción.



6. El calor hace que me duela la cabeza un poco más de lo normal.


(Tienes que subir el umbral del dolor…) (¿Por qué?) (Respiiiiiira…) (yastamosquesilabuelafuma…)



7. No hace falta mucho para disfrutar de vacaciones.


Ahí estoy, acampado en un jardinillo municipal, sin saber dónde lavarme la cara, buscando un hueco detrás de un coche para cambiarme de pantalones, cortándole las mangas y el cuello a una camiseta, comiendo bocadillos, esquivando gente dormida por las aceras, y de botellón con limón fluorescente marca “la patata”



8. Soy un surfero-rockero-motero-blusman.


(Creo que tendrás que desarrollar esa idea) (¿es que no lo soy?) (si, si, si…)(¿respiro?)



9. El amor se da sin contemplaciones.


Tiene que ser así. Amar sin condiciones, sin trabas. Hay que darlo todo, la vida y el alma, el calor, la alegría y el llanto, la pena y la diversión, las miradas y las caricias, los “tequieros” y las palabras y los susurros. No se puede amar de ninguna otra forma, de ninguna otra manera que no sea con el corazón desgarrado, con el pecho abierto para dejar salir y entrar todo lo que seamos capaces, sin el riesgo de la equivocación o la aventura del despertar siempre juntos.


Quizá al final no sirva de nada, y ese amor no sea correspondido, o quieras transformarlo (como energía pura que es) porque no se puede destruir, o puede que después de pasar nuestra vida amando a esa persona acabemos muriendo solos… pero siempre habremos sabido que morimos amando como nadie había amado nunca… amando más…

domingo, 24 de julio de 2011

Estar furioso.

Parecía un abuelo; de esos que se pasan el día murmurando o refunfuñando por debajo del cuello de su camisa, quejándose de todo pero sin que nadie les entienda. Caminaba a paso ligero en dirección al metro. Llevaba en la mano el libro olvidado y lo apretaba para que no se escapase, como una prueba de lo que acababa de pasar. Aunque me asomé corriendo a la puerta de la cafetería, la ladrona de post-it ya había huido rauda como el viento, y no pude ver donde la llevaban sus pasos.


“Maldición” dije. Poniendo cara de Clint Eastwood mosqueado.


El metro llegó tras tres tristes tensos minutos, en los cuales ya había desarrollado mi ruta para llegar a la dirección. Consuelo me quedaba de haber usado el teléfono móvil como GPS y tener la dirección guardada. Había calculado la ruta, los transbordos, el vagón más adecuado para la salida y el tiempo estimado en llegar (a razón de cinco minutos cada tres estaciones y tres minutos de media por cada uno de los cambios de tren. Es lo que tiene tener tanto tiempo de espera) Cuanto más avanzaba el metro, más aumentaba mi enfado. Más claro veía la desfachatez de aquella chica. Si quería la dirección, o el papel, o una cita para una noche de amor y pasión inolvidables, sólo tenía que pedirlos.


El corazón me oprimía más. Parecía como si todo aquello afectara a la vieja dolencia, que se animaba con tanta pequeña aventura, espoleada ahora por mis prisas y mis ganas de llegar a tiempo de saber si la ladrona de direcciones había tomado el mismo camino. La boca del metro que tomé daba a la salida tras un largo pasillo de baldosas blancas y verdes. Pasillos interminables, de los de película de miedo. De vez en cuando volvía la vista para comprobar que no me seguía ningún jason y/o /u otro asesino en serie. Soy así.


El pequeño plano del teléfono me llevaba por calles que no conocía, ni rutas que ya hubiera pisado antes. Casi ciego a las señales de la vía, parece que me fiaba más de un cacharro inerte que de mi propia intuición y orientación. Seguía pensando en aquella cara escondida detrás del libro. El libro… Lo seguía llevando encima, sin haberle hecho el más mínimo caso desde que salí de la cafetería. Miré mi mano como para comprobar que aun lo tenía y pasar revista. No lo sueltes, pensé. Al menos sacarás algo de provecho.


La calle de la dirección era pequeña, de esas estrechas y sin mucho sol. La dirección quedaba a mitad de la calle, en un portal pequeño. Parecía de esos inmuebles antiguos, que tenían que pasar la portería y acceder a una pequeña corrala. Dos pisos más arriba. Sin ascensor por ninguna parte. Había mirado los buzones, pero sólo venían indicados los números y letras de los pisos. Sin nombres. Todo color madera y chirriantes, los escalones las barandillas. Me recordaba un piso en el cual estuve viviendo recién llegado a la ciudad, donde cada dos plantas en la revuelta de la escalera había una pequeña balda en un rincón a modo de taburete para poder sentarse a tomar aire.


La puerta cerrada. Timbre. Voces. Ruidos de pisadas. Silencio. Timbre. Más voces. Mirilla que se descorre. Silencio. Timbre. Cada vez más enfadado con la situación de esta parado como un pasmarote, sabiéndome observado. Timbre.


La puerta dejó sonar sus tripas en forma de cerraduras y cadenas.


Evidentemente, la puerta me la abrió ella.

sábado, 23 de julio de 2011

Vacaciones santillana 6

Hay una cosa curiosa que he descubierto hace poco con la escritura. Es un poco tonto, y casi me da vergüenza decirlo. Pero es de esas cosas que son tan obvias que hasta que no te detienes un segundo a pensarlo pasa desapercibido. O al menos a mí me pasaba. Lo que se escribe queda en el recuerdo. Ya lo decían los antiguos, “escrito está” Es una perogrullada de recuerdo, pero es lo que hay. Me asalta esa idea, me paro a verla cuando abro el viejo ordenado. Mi antiguo portátil quedó desde hace un tiempo en casa de mis padres, trueque ventajoso: yo me compro uno nuevo, previa financiación materna, y mi Señora Madre se queda el viejo para sus cosas (sean sus cosas cualesquiera que sean) Así que de vuelta a pasar parte de las vacaciones estivales en el hogar familiar, me reencuentro con la máquina. La abro. Observo y comparo las diferencias con mi nuevo equipo. curioso. Pienso en las viejas máquinas de escribir; de hecho tengo una cerca. De las viejas no, de las antiguas, de esas en las cuales hay casi que golpear el teclado para conseguir que la letra marque la cinta de tinta. En mi casa, bueno en esta casa, que recuerde, debe haber tres máquinas de escribir. Una portátil, muy antigua, cuyo soporte era la base de una maleta que se cerraba con una tapa de color ocre, disponiendo de un asa para su transporte. En aquella escribí mis primeros devaneos pseudo-litearios fuera del papel y el bolígrafo bic. Recuerdo entretenerme más con la cinta de tinta y escribir cosas sin sentido, solo para ver el molde de la letra. Recuerdo que mis primas mayores hacían clase de mecanografía en su casa las mañanas de verano, y yo tenia un libro de cuando franco era cabo con ejercicios que me empeñaba en repetir, sólo para llenar el folio de palabras y pensar que “ya sabía escribir a máquina” Años después llegó por mi casa una máquina de escribir eléctrónica. La revolución silenciosa que no triunfó. Recuerdo que en muchos sitios aun debían usar las antiguas porque aquellas no estaban preparadas para los formularios. Luego el ordenador y las tecnologías evolucionaron demasiado rápido, y las modernas con memoria "y toda la pesca" solo quedaron para jugar y entretenerse leyendo las instrucciones. Acabaron en el armario de las cosas que se quedaron a medio camino, como el “laser disc” “los relojes calculadora” o las agendas electrónicas. La tercera máquina llegó como botín de alguna casa abandonada, o reliquia usurpada de algún trastero. Cosas de mi Señor Padre y su gusto por las cosas “con encanto” El verano me trae a mi casa, que ya es una curiosidad en si misma, de fondo y forma. Busco lo que escribí hace un año. Encuentro el viejo ordenador, las viejas máquinas, los escritos que con sólo meses ya son viejos, pero que nos dejan las palabras para la posteridad. Aunque nadie sepa de esa posteridad. Este verano no quiero parar mucho por esta casa. Me encuentro con ganas de llenar mis espacios, mis tiempos y soledades sin estar pendiente de sentirme huésped o habitante de un lugar que nos es el mío. La verdad es que el verano empieza o empezó con maletas que viajan más que yo y que cambian sus destinos y rumbos de su propia suerte, sin contar mucho conmigo. Algún día escribiré sobre las maletas. Así que aun no tengo muy claro que será de estas vacaciones, o forzadas o voluntarias vacaciones. Destinos fluyentes. Fluctuantes me gusta más (seguramente hasta incluso sea más correcto) Lo que escribimos queda ahí, para esclavizarnos los recuerdos y no dejar que los inventemos a nuestro antojo. El teclado duro de este ordenador, polvoriento además, que se pasa el pobre más tiempo cerrado aquí que usado también me recuerda lo que ya está escrito. Quizá sí, quizá escriba demasiadas veces sobre el tiempo…

sábado, 9 de julio de 2011

Atreverse.

Tenía el café en la mesa. No sabía muy bien que hacer exactamente con él. No con el café, que simplemente esperaba que se enfriara un poco. Los camareros, algunos, tienen difuso el concepto de “frío” confundido con aquel otro tan común: “del tiempo” No sabía qué hacer con el post-it que se movía entre mis manos, y eso que había salido con mucha decisión de la consulta del médico, pero a medida que avanzaba por la calle, esos ánimos se templaban, y mi paso se deceleraba. “Reflexiona, hermana” que me hubiera dicho una Ismena cualquiera. (Nota mental: no todas las referencias teatrales las entiende todo el mundo. No usar. Es tontería.) Así que me paré, levanté la vista y me encontré con el amplio escaparate de una cafetería no muy concurrida a esas horas. Café. Con leche, con la leche fría por favor. Que si quieres arroz Catalina. En fin. La dirección estaba ahí, escrita con letra clara, sin mucho error, calle, número y piso. No había nombres ni referencias. Eso ahora me chocaba. Con lo torpe que era seguro que llegaba y no sabría que hacer ahí. Allí.


En la mesa de al lado me observaban. Lo había sentido antes, cuando me levanté a por un segundo azucarillo. La chica me espiaba desde detrás de un libro. Acomodé la silla para ganar un poco más de visión, y moví el servilletero plateado para poder ver el reflejo en la chapa (cosa que parece sólo es posible en las películas) Decidí que eran cosas mías de las tonterías que se me van imaginando cuando pienso en cosas que no son más que tonterías, y volví a concentrar todas mis energías en llegar o no llegar a ese lugar.


Desde el navegador del teléfono veía la ruta para llegar desde el café. No había nada destacable en la dirección. El pecho me oprimía. Me dolía aún. A veces pensaba que era cuando me acordaba de aquella dolencia, o cuando estaba cerca de resolverla, o que sabe nadie. Quizá era el hecho de visualizar una ruta, y de volver a mirar el teléfono, de esas esperanzas tan raras que nos dan cuando nos imaginamos las cosas. Volví a mirar el papel con más interés. Siempre las dudas.


De nuevo la mirada de mi espía particular clavada en mi mesa.


Hice un pequeño gesto, un ademán para volverme a ella, pero el impulso se paró a medio camino, y del propio reflejo ella se escondió de nuevo tras su libro. Ahora ya sabía dos cosas, la primera que era cierto que me miraba (entonces fue cuando mi ego ganó algunos puntos) y la otra el título de la novela que leía (entonces fue cuando pensé el poco gusto literario, y que era una pena que una chica tan guapa tuviese tan escaso interés por la buena novela)


Me levanté para pagar e la barra. Había decidido que era una tontería detenerse aquí, tras tantos pasos y tan pocas respuestas. Si acaso no sería una cosa definitiva, al menos que lo descubriese por mí mismo, y ver si era no era algo importante. El tiempo que había invertido en descubrir la causa de aquel dolor bien podría admitir un par de horas más de búsqueda. Dejé lo suelto en la barra y me volví a por las cosas que dejaba en la mesa. Mi misteriosa mujer ya no estaba en su mesa. Ni el post-it. Sobre el mármol blanco estaba mi teléfono y el cuaderno, junto a la silla mi mochila, pero el papel con la dirección había desaparecido. Pensé que estaba en el suelo (error) o que ya lo había guardado en algún bolsillo (error) Búsqueda infructuosa, avocada a una sola solución. La mujer misteriosa lo había cogido.


En su mesa no había más que restos del café y un plato, presumiblemente de una tostada (… elemental querido Whatson…) y en la silla había dejado aquel libro. Intercambios…

viernes, 1 de julio de 2011

Desmayarse.

El médico me miraba por encima de las gafas. Alternaba su vista con el parte que tenía delante, y con algún que otro papel de todo aquel revoltijo. Estaba callado. Parecía buscar en su mesa, en aquel desorden de datos, informes y análisis la respuesta que no era capaz de darme. No era el primer médico, ni seguramente sería el último. Eso también los sabíamos ambos. Mi experiencia de los últimos meses como paciente regular, casi me habían convertido en un experto en la interpretación de gesto y muecas médicas. Carraspeó, como queriendo llamarme la atención o sacarme de mi exhaustivo escrutinio. Lo miré fijamente con mi cara de “¿y bien?” al tiempo que me inclinaba sobre su mesa a fin de no perderme detalle de su posible diagnóstico. Imaginaba. Ahora dirá “Evidentemente los análisis están bien”


“Evidentemente los análisis están bien…” (Dijo)


“Evidentemente” (Dije yo, con un tono reafirmante digno de elogio)


“… pero…” (Dijo)


“pero” (Apostillé) (Siempre hay un “pero”)


El médico resopló en un idioma especial, pero que yo entendí a la perfección. La traducción vendría a ser algo así como “comoledigoyoquenotengoni lamenorideasinquesenotemucho”.


Desde que empecé a preocuparme medicamente por esto que me sentía en el pecho, había escuchado ese bufido displicente muchas veces. A veces salía de las consultas con una pena por pensar que nunca nadie encontraría una respuesta a todo lo que me pasaba, cuando para mí era un sufrir muy grande. Al menos, dos de los especialistas consultados, me habían dicho que mi estado no era mortal, y que en principio no debo temer por mi vida… “En principio”... Mal asunto. El pecho me oprimía cada vez que llegaba a la consulta, y me hacía respirar con dificultad cuando salía de ellas sin una respuesta. Otros tantos médicos me habían echado sin contemplaciones de sus consultas por pensar que estaba tomándoles el pelo con una dolencia inexistente para sus máquinas y artilugios analizadoras de sangres y otros fluidos. No pocos eran los doctores, médicos o supuestos galenos que habían mostrado un cierto interés personal en descubrir la causa primera de aquel dolor que tanto me hacía sufrir, y que me había llevado a estar en la cama varios días sin poder moverme. Incluso un chamán, dos pitonisas, un curandero, tres devotas de San Judas Tadeo (y una del Cristo de Palacagüina) se habían mostrado piadosas en sus oraciones y mis dolores. Nadie, ni nada: piedras, amuletos, flores de bach, tilas o infusiones, benditas estampas o malditas muñecas vudú, trozos de meteorito o reliquias de un santo que se murió incorrupto, habían aplacado el dolor de los dolores. Nadie, ni nada, ni cristo que lo fundó. Y allí seguía yo de oca en oca o de consulta en consulta, invirtiendo tiempo y dinero en buscar una solución a lo que cada vez más se aproximaba a una traba, problema, apuro, conflicto, molestia, inconveniente dilema o contrariedad casi irresoluble. (Dato curioso, el corrector ortográfico del “Word” ofrece “embarazo” como sinónimo de “problema”… que humor…)


“¿…pero…?” (Le recordé)


“Pero quizá no sea yo el especialista adecuado” (Sonrió)


Su sonrisa me dio cierto pánico y/o miedo. Por primera vez había visto a uno de estos gurús de la salud esbozar una sonrisa de satisfacción al tiempo que dejando a un lado su instrumental, recetario, y el libro ese tan gordo… vadeculum, vaderetrum, vanenmetrum, vandersaar… un libro gordo, vamos, y escribió en un post-it una dirección.


“Prueba aquí” (Dijo, entregome el papel, y sonriome)


...y allá que marcheme…

miércoles, 29 de junio de 2011

19.

Me gusta sentarme al lado de la ventana y releer las cosas más antiguas, adivinar qué idea hizo que salieran de mi cabeza. Me gusta pensar que entre esas líneas se esconde un regalo, un mensaje que alguien recogerá, y que se quedará ahí para siempre. Me gusta levantarme del ordenador a media tarde para preparar un café y cantar los pasos que sigo. Me gusta el olor a café que sale por la cocina, los aromas que desprende la comida y quedarme pensativo con la jarra en la mano. Me gusta el café con leche, con la leche fría, con dos azucarillos. Disfruto de las palabras camufladas que se quedan por el camino de una charla, de unas risas, de unos pensamientos. Me sonrío al descubrirme hablando solo por la calle, camino de algún lugar, narrando mis aventuras y aquello que diré cuando llegue. Me gustan las palabras duras, claras, diáfanas, suaves, sinceras, honestas, concretas, rotundas y directas dichas con la mirada. Me gustan los ojos claros, serenos, como los de la canción que me gusta me gustan. Me gusta el trabajo, el eficaz y el eficiente, el honrado y el primero. A veces me quedo trabajando más tiempo del que me toca sólo porque me gusta estar ahí, porque quiero hacerlo bien, porque no se dejar de hacer las cosas, porque quiero hacerlas bien, porque no se pensar en el segundo ni en el tercero. Me gusta mirar por las ventanillas cuando vuelvo en el autobús, ver pasar los coches y sentir la velocidad relativa. Me gusta buscar entretenimientos mientras espero en el andén a que llegue el metro, como contar las baldosas del suelo o los segundos que tiene cada minuto. Me gusta esa chica que se sienta frente a mí, que me mira, y que se piensa que no la veo, y que se sonríe, y me sonrío, y a veces pienso en acercarme y decirle algo, y ella me vuelve a mirar. Me gusta sentir el aire que pasa por las ventanas de los vagones del tren. Me gusta el olor a lluvia y humedad que hay en el ambiente, y el frio en agosto, con chanclas y sudadera mientras camino por el parque. O mientras corro por ese parque haciendo un esfuerzo por respirar, por dar una vuelta más, por sentirme bien. Me gusta pensar que el día se aprovecha, que las horas pasan, que los minutos vuelan y que salen disparados los segundos en cada zancada que me doy. Me gusta escuchar música que me recuerda cosas. Me gusta escuchar música que me recuerda cosas que no tienen sentido con lo que está sonando, pero que simplemente suena en mi recuerdo y me gusta. Me gusta abril. Me gusta sacar todos los papeles que hay en mi estantería y hacer montones de montones por toda la habitación para ordenarlos viendo que puedo deshacerme de muchos. Me gusta perder horas en mirar que eran esos papeles guardados, casi escondidos. A veces me gusta escribir sin usar signos de puntuación que entorpecen las frases para ralentizar su sentido sin que éste mute al puntuarse levemente en su recorrido permanente por el folio blanco impoluto de esas manchas que son las comas o los puntos y seguidos o aparte y que no hacen nada más que deshacer lo andado sin que el significado varíe. Unos más que otros momentos me gusta parame a pensar en lo que me rodea, en lo que sería capaz de dejar en el camino, en cuanto me gusta lo que tengo y cuanto más me gusta lo que puedo tener. Me gustan mis amigos, los de siempre, los de antes, los de ahora, incluso algunos que no son tan amigos. También, de vez en cuando, me gusta ponerme serio con todo y con todos; con la vida que vivo, con la que me falta y que me gustaría completar. Me gusta pensar en lo que me gusta. Me gusta imaginarme que te gusto a ti también, o que al menos nos miramos desde lejos, desde vidas separadas, desde vidas alejadas con el gusto de gustarnos. Me gusta la butaca alejada del ruido, la escondida, desde donde casi eres más espía que espectador, mientras disfrutas del trabajo de otros con tanto gusto. Hay un olor peculiar, intimo, cerrado, silencioso, profundo y antiguo que me gusta cuando recorro los pasillos de esos lugares que tanto me gustan. Me gusta inventarme cosas que me gustan… aunque no existan.

sábado, 11 de junio de 2011

18.

No me gusta hablar de trabajo, de vida, de dolores, de amores, de otros, de aquellos, de unos, de ti, de mí, de lo que pasa a mi alrededor, de lo que está pasando lejos, de lo que podría pasar cerca, de los que ya no están o de los que están a mil kilómetros. No me gustan las letras vacías, las líneas torcidas, los renglones dispares, las comas, puntos o tildes y acentos. No me gusta escribir mirando por la imaginación de quien no soy ni de quien me gustaría ser lejos del folio blanco. No me gusta sentarme tras la ventana para ver si llueve o truena, y es el aire quien me cuenta, sin gustarme el olor a tierra húmeda, que se mojan las ideas. No me gusta ver pasar el tiempo sin tener nada que hacer, sin haber hecho nada, sin nada haber tenido, sin el tiempo detenido, sin poder seguir después el camino que empecé. No me gusta pensar en las letras de Sabina cuando escribo, ni en poemas de Benedetti, ni dibujos de Fontanarrosa, ni dramas de Calderón, ni en aquel texto que leí, ni esas frases de otro que son mejores que las mías, porque me da envidia el talento de los demás, y me enrabia darme cuenta de lo mal que escribo cuando escribo mal. Me disgusta la nevera vacía, las tazas del café de cada día, el supermercado a rebosar de gente que no mira, las bolsas de plástico que se acumulan y no se acaban nunca. No me gusta la lista de la compra que se repite cada semana sin variedad de códigos de barras, ni las fechas de caducidad o de consumo preferente alumbrados de fluorescentes en los pasillos. No me gusta la contraluz, ni el frontal o el cenital, el general o el ambiente, la penumbra o el puntual. No me gusta el proscenio y mucho menos la diagonal, el foro o el foso. No me gusta saludar, y pararme a mentir sobre los saludos que no di, ni las llamadas de algún día de estos para quedar. No me gusta sonreír sin ganas, ni enfadarme con razón, ni me gusta cruzarme con la gente que no me gusta. No me gustan las tertulias de sobremesa que se alargan con ideas destructivas, activas, imposibles, plausibles, o silenciosas. No me gustan los ceniceros llenos de colillas humeantes, que despiden olor amargo de sabor ahumado salpicado de cenizas y de tiempo que se consume, recordándome que estoy mirando sin saber a dónde mirar. No me gusta apoyarme en una barra pegajosa, sólo, sin entender la canción que suena, o sin que el camarero se acuerde de mí. No me gusta beber solo, sin saber lo que me dan, o sin amigos que me escuchen. No me gusta la filosofía que se administra en un bar al desayuno, ni el café americano en vaso con la leche templada y sacarina y un coñac, churros aparte. No me gusta el despertador que suena cada cinco minutos tres veces, ni pasar la mano por la cama y que no estés. No me gusta sentarme a pensar en cuantas mentiras tengo que escribir para decir alguna verdad. No me gusta escribir sin saber quien lo leerá, o si lo leerá quien lo tiene que leer. No me gusta mantener una idea en la cabeza para que crezca y explote. No me gusta colocar los calcetines sabiendo que siempre me falta uno. No me gusta el desorden del caos, ni el orden del universo, ni el karma, ni la ley divina que nos sitúa, coloca o ubica donde nos corresponde, si es que nos tiene que corresponder un lugar. No me gusta que ese lugar no sea tu lugar o un lugar donde no estés correspondiéndome. No me gustan los juegos de palabras que me hacen decir lo que quiero pero dando vueltas que no creo que me gusten. No me gusta la carretera silenciosa, la radio que no sintoniza ni la música que suena cuando no quiero no escuchar música. No me gusta escribir sin pensar en alguien. En algo que me llene, que me lleve, que me eleve.

domingo, 3 de abril de 2011

Sólo.

Nunca me ha gustado Marzo. No sé muy bien de donde viene tan irracional tontería, porque muchas grandes y buenas cosas me pasan en esos días. Supongo que es rasgo de la naturaleza humana tener algo que odiar, algo que amar y/o algo que temer. Que sea algo tan etéreo como un mes es funcional e inocuo. Me he sentado aquí, como tantas veces a pensar en el tiempo que tengo, que gano o pierdo y que me queda al cabo del día. De éste concretamente. Horas del día, de semana, de mes, de este Marzo que termina. Me vuelvo a mover por estaciones y túneles lo más veloz que puedo para no pensarlo mucho. Mi imaginación había estado volando pasándose de lo recomendable, con demasiados paseos, y no es bueno engancharse a los idus de marzo. Quizá no sea bueno engancharse a nada. Releo. Reescribo. Reabro. Tenía ganas de llegar, de sentarme, de darle menos vueltas a todo. También de llegar y poder escribir aunque no tenga nada interesante que contar. O quizá porque tengo mucho que contar o que escribir y es algo que debe estar sólo donde está. Siempre me arrancan las letras las tristezas. Que putada. Lo acabo de pensar. Me he vuelto a engañar, al pensar que es simplemente cuestión del momento, pero ha resultado que es algo más; siempre es algo más. O no. Ahora no quiero pensar eso. Simplemente sentarme un rato fuera de un incómodo vagón, y tomarme este café de media tarde. Sencillo vicio doméstico que me acompaña hoy, ahora, mientras remuevo mi conciencia para sacar unas líneas que le quiten el polvo a un teclado abandonado. No, no es cierto que sólo me arranquen letras las tristezas. Son impulsos, empujones y como le dice Brick a Maggy, un “click” que me haga abandonar la realidad de escuchar lo que me rodea y meterme en otro mundo. Supongo que es lo que tiene la cosa de andar mancillando el nombre de “escritor”, que se necesitan muchos impulsos, muchos. Buenos, malos, regulares, tristes o alegres, no sirve solo con querer y poder. No al menos para mí. La luz del balcón se ha ido apagando con toda esta reflexión, y el sol que me acompañaba en estas primaverales tardes deja paso a ese momento tan triste del día (otra vez) que és un atardecer entre bloques de pisos que no permiten ver más que sombras y ladrillos. Impulsos. Inputs. Latidos. Pasará Abril, majestuoso en mi calendario personal, con tantas cosas que contar y que hacer y tener, y me volveré cual Sabina a preguntar aquello de “quien me ha robado” sin pensar en el Marzo que pasó antes, ni el Febrero, ni mucho menos, Enero. De nuevo, otra vez, el tiempo hace apología en mis líneas sin que me percate de ello. Sólo al volver sobre mis propias letras me doy cuenta de eso que ya me han dicho. El tiempo. Hay tiempo, tenemos tiempo, hagamos tiempo, pasemos el tiempo. Al final, lo único que no somos capaces de controlar, de gestionar y administrar es ese paso de minutos. Quizá sea eso por lo que me obsesione. Porque pasa irremediable y me deja atrás, sin que pueda controlar nada. Aunque también me dice que volverá. Otro tiempo, otro Marzo y otra reflexión de café descansado. Como decir nada escribiendo mucho. La luz artificial da otro color al fondo de mi taza, y hace mi reflexión más larga. Hay que cambiar la forma de medir nuestros momentos. Usemos esos impulsos. Llevemos la cuenta de nuestras vidas por latidos. Así quizá, o sin quizá, dejaré de pensar en meses que odiar, y podremos ocuparnos sin preocuparnos, de latir cerca de otros. Me sonrío… creo que tengo demasiado tiempo para pensar…

martes, 25 de enero de 2011

17.

Sentado a los pies de la cama. Me duele todo el cuerpo de la mala noche, de los malos sueños, de las vueltas. Es temprano, muy temprano, y casi siento que me duermo sentado ahí, cerrando los ojos y pensando en lo que tengo que hacer a estas horas. Piso el suelo frio. No importa, se acostumbran los pies. Ojos cerrados, respiro pausado, casi entrecortado, giro el cuello, me duele. A mi derecha la ventana, frente a mí un montón de ropa está amontonado desde ayer, o desde hace dos días, o quizá antes, son estratos arqueológicos de soledad. A mi izquierda estantes repletos de objetos, recuerdo. Ojos cerrados. Frustrados. Nos preparamos para fracasar, para lo peor, para pensar que debemos luchar hasta la saciedad para conseguir algo que muchas veces no está en nuestras manos. Pies fríos. Cuerpo frio. Sentado a los pies de la cama, desnudo, imagino mi imagen en el espejo que está a los pies de la cama, junto a la ventana, y que seguramente me refleje. Curvado, frio, pálido, impávido. Mis manos caen junto al cuerpo inerte que sólo respira. Juzgados. No somos nosotros. Nos dicen si nos aman, si somos aptos para tal o cual trabajo, si tenemos o no motivación nos dicen. Somos valorados. Pies fríos, carne de gallina por pensarlo. Observado por uno mismo. Sin opción a réplica, no somos más que lo que los demás valoran. Buenos, malos, regulares, otros deciden. Me quiero sonreír, imagino que es una mueca torpe lo que se dibuja en mi somnolienta cara, imagino que da igual, tampoco hay nadie para verla. El teléfono suena otra vez. Abro los ojos. Escalofrío al mover el brazo para buscarlo. Suena más. No llego. El roce de mi cuerpo con mis propios brazos fríos me hiela un poco más. Dejo que suene mientras aquel escalofrío se reproduce. Me entristezco. Mala noche, malos sueños, mala mañana para salir de la cama. Quiero levantarme. Ordeno los pensamientos para no ser muy desordenado, ordeno mis movimientos para no ser descuidado, para saber donde está cada cosa que debe estar. La lágrima cae, sin atender a nada, simplemente porque me levanto triste, porque abro los ojos y quieren acostumbrarse a la luz y buscan esa protección natural del despertar. Decepción. Nunca está todo como nos gustaría, siempre nos queda un pero. Levanto el cuerpo, encogido del frio, abrazado a mí mismo, busco con la mirada turbia la ropa, la manta, la cama, la ventana, la calma, el reflejo casi patético de lo que soy recién levantado de una pesadilla. En pie. Me pregunto y no me respondo. Bajito, en un pensamiento, como si me diera miedo escuchar la pregunta que quiere resonar en la cabeza por encima del frio, de la mañana, de la realidad. Mal tiempo, peor cara. Tiemblo. Sólo quiero pasar el día y volver pronto. Hoy al menos. La casa silenciosa me deja divagar por ella sin miedo. El día avanzará, me digo. El día mejorará, me auguro. El día me devolverá las rutinas que harán olvidarme de la mañana, de la noche, de las vueltas. Quiero ser dueño soberano, amo y señor, creador de cada momento que me rodea y no siempre puedo. Quiero no depender del tiempo ni del espacio. Quiero estar cerca del calor, de las fuentes, de los mares. Quiero estirar mi cuerpo para desentumecerlo, calentarlo, activarlo y mirarlo. Tiempo. Tiemblo de nuevo. Mis pies se encojen uno sobre otro, para calentarse. Vuelvo a sentarme a los pies de la cama. Levanto la mirada. Me duele todo el cuerpo… pero no me duele tanto el alma.