miércoles, 29 de junio de 2011

19.

Me gusta sentarme al lado de la ventana y releer las cosas más antiguas, adivinar qué idea hizo que salieran de mi cabeza. Me gusta pensar que entre esas líneas se esconde un regalo, un mensaje que alguien recogerá, y que se quedará ahí para siempre. Me gusta levantarme del ordenador a media tarde para preparar un café y cantar los pasos que sigo. Me gusta el olor a café que sale por la cocina, los aromas que desprende la comida y quedarme pensativo con la jarra en la mano. Me gusta el café con leche, con la leche fría, con dos azucarillos. Disfruto de las palabras camufladas que se quedan por el camino de una charla, de unas risas, de unos pensamientos. Me sonrío al descubrirme hablando solo por la calle, camino de algún lugar, narrando mis aventuras y aquello que diré cuando llegue. Me gustan las palabras duras, claras, diáfanas, suaves, sinceras, honestas, concretas, rotundas y directas dichas con la mirada. Me gustan los ojos claros, serenos, como los de la canción que me gusta me gustan. Me gusta el trabajo, el eficaz y el eficiente, el honrado y el primero. A veces me quedo trabajando más tiempo del que me toca sólo porque me gusta estar ahí, porque quiero hacerlo bien, porque no se dejar de hacer las cosas, porque quiero hacerlas bien, porque no se pensar en el segundo ni en el tercero. Me gusta mirar por las ventanillas cuando vuelvo en el autobús, ver pasar los coches y sentir la velocidad relativa. Me gusta buscar entretenimientos mientras espero en el andén a que llegue el metro, como contar las baldosas del suelo o los segundos que tiene cada minuto. Me gusta esa chica que se sienta frente a mí, que me mira, y que se piensa que no la veo, y que se sonríe, y me sonrío, y a veces pienso en acercarme y decirle algo, y ella me vuelve a mirar. Me gusta sentir el aire que pasa por las ventanas de los vagones del tren. Me gusta el olor a lluvia y humedad que hay en el ambiente, y el frio en agosto, con chanclas y sudadera mientras camino por el parque. O mientras corro por ese parque haciendo un esfuerzo por respirar, por dar una vuelta más, por sentirme bien. Me gusta pensar que el día se aprovecha, que las horas pasan, que los minutos vuelan y que salen disparados los segundos en cada zancada que me doy. Me gusta escuchar música que me recuerda cosas. Me gusta escuchar música que me recuerda cosas que no tienen sentido con lo que está sonando, pero que simplemente suena en mi recuerdo y me gusta. Me gusta abril. Me gusta sacar todos los papeles que hay en mi estantería y hacer montones de montones por toda la habitación para ordenarlos viendo que puedo deshacerme de muchos. Me gusta perder horas en mirar que eran esos papeles guardados, casi escondidos. A veces me gusta escribir sin usar signos de puntuación que entorpecen las frases para ralentizar su sentido sin que éste mute al puntuarse levemente en su recorrido permanente por el folio blanco impoluto de esas manchas que son las comas o los puntos y seguidos o aparte y que no hacen nada más que deshacer lo andado sin que el significado varíe. Unos más que otros momentos me gusta parame a pensar en lo que me rodea, en lo que sería capaz de dejar en el camino, en cuanto me gusta lo que tengo y cuanto más me gusta lo que puedo tener. Me gustan mis amigos, los de siempre, los de antes, los de ahora, incluso algunos que no son tan amigos. También, de vez en cuando, me gusta ponerme serio con todo y con todos; con la vida que vivo, con la que me falta y que me gustaría completar. Me gusta pensar en lo que me gusta. Me gusta imaginarme que te gusto a ti también, o que al menos nos miramos desde lejos, desde vidas separadas, desde vidas alejadas con el gusto de gustarnos. Me gusta la butaca alejada del ruido, la escondida, desde donde casi eres más espía que espectador, mientras disfrutas del trabajo de otros con tanto gusto. Hay un olor peculiar, intimo, cerrado, silencioso, profundo y antiguo que me gusta cuando recorro los pasillos de esos lugares que tanto me gustan. Me gusta inventarme cosas que me gustan… aunque no existan.

sábado, 11 de junio de 2011

18.

No me gusta hablar de trabajo, de vida, de dolores, de amores, de otros, de aquellos, de unos, de ti, de mí, de lo que pasa a mi alrededor, de lo que está pasando lejos, de lo que podría pasar cerca, de los que ya no están o de los que están a mil kilómetros. No me gustan las letras vacías, las líneas torcidas, los renglones dispares, las comas, puntos o tildes y acentos. No me gusta escribir mirando por la imaginación de quien no soy ni de quien me gustaría ser lejos del folio blanco. No me gusta sentarme tras la ventana para ver si llueve o truena, y es el aire quien me cuenta, sin gustarme el olor a tierra húmeda, que se mojan las ideas. No me gusta ver pasar el tiempo sin tener nada que hacer, sin haber hecho nada, sin nada haber tenido, sin el tiempo detenido, sin poder seguir después el camino que empecé. No me gusta pensar en las letras de Sabina cuando escribo, ni en poemas de Benedetti, ni dibujos de Fontanarrosa, ni dramas de Calderón, ni en aquel texto que leí, ni esas frases de otro que son mejores que las mías, porque me da envidia el talento de los demás, y me enrabia darme cuenta de lo mal que escribo cuando escribo mal. Me disgusta la nevera vacía, las tazas del café de cada día, el supermercado a rebosar de gente que no mira, las bolsas de plástico que se acumulan y no se acaban nunca. No me gusta la lista de la compra que se repite cada semana sin variedad de códigos de barras, ni las fechas de caducidad o de consumo preferente alumbrados de fluorescentes en los pasillos. No me gusta la contraluz, ni el frontal o el cenital, el general o el ambiente, la penumbra o el puntual. No me gusta el proscenio y mucho menos la diagonal, el foro o el foso. No me gusta saludar, y pararme a mentir sobre los saludos que no di, ni las llamadas de algún día de estos para quedar. No me gusta sonreír sin ganas, ni enfadarme con razón, ni me gusta cruzarme con la gente que no me gusta. No me gustan las tertulias de sobremesa que se alargan con ideas destructivas, activas, imposibles, plausibles, o silenciosas. No me gustan los ceniceros llenos de colillas humeantes, que despiden olor amargo de sabor ahumado salpicado de cenizas y de tiempo que se consume, recordándome que estoy mirando sin saber a dónde mirar. No me gusta apoyarme en una barra pegajosa, sólo, sin entender la canción que suena, o sin que el camarero se acuerde de mí. No me gusta beber solo, sin saber lo que me dan, o sin amigos que me escuchen. No me gusta la filosofía que se administra en un bar al desayuno, ni el café americano en vaso con la leche templada y sacarina y un coñac, churros aparte. No me gusta el despertador que suena cada cinco minutos tres veces, ni pasar la mano por la cama y que no estés. No me gusta sentarme a pensar en cuantas mentiras tengo que escribir para decir alguna verdad. No me gusta escribir sin saber quien lo leerá, o si lo leerá quien lo tiene que leer. No me gusta mantener una idea en la cabeza para que crezca y explote. No me gusta colocar los calcetines sabiendo que siempre me falta uno. No me gusta el desorden del caos, ni el orden del universo, ni el karma, ni la ley divina que nos sitúa, coloca o ubica donde nos corresponde, si es que nos tiene que corresponder un lugar. No me gusta que ese lugar no sea tu lugar o un lugar donde no estés correspondiéndome. No me gustan los juegos de palabras que me hacen decir lo que quiero pero dando vueltas que no creo que me gusten. No me gusta la carretera silenciosa, la radio que no sintoniza ni la música que suena cuando no quiero no escuchar música. No me gusta escribir sin pensar en alguien. En algo que me llene, que me lleve, que me eleve.