miércoles, 20 de noviembre de 2013

31.

Digo muchas cosas. A veces pienso que demasiadas. De manera que hasta yo me doy cuenta de la cantidad de verborrea que acumulo. Y todo para que finalmente ninguna de esas palabrerías acabe por llegar a ningún lugar. Después, pienso entonces, miento más que hablo y nunca cumplo con todo lo que anuncio. Las palabras que se lleva el viento como todo el mundo sabe, y hay que darlas con peso específico. A pesar de que puedas pasarte la vida farfullando es bastante posible que nunca llegues a comunicar nada, que hables con las paredes de manera más fluida que con las personas, las almas y los cuerpos. Quizá solo piense que el producir sonidos guturales construyendo palabras en un código conocido sirve para pasar por la vida de una manera justa y digna y personal y única y reconocible y perfectamente clara.  Pero la realidad es otra. La realidad nos sitúa en un mundo de nuevas y maravillosas formas de comunicarnos más allá de la palabra, y nos deja incomunicados en este orbe en el cual la comunicación instantánea nos lleva de un lado a otro, y nos aísla de la necesidad de miradas, de gestos, de tactos y de imágenes. La evocación se queda atrás para ser adelantada a velocidades incontrolables por líneas de texto, con caracteres mínimos que nos concentran, por abreviaturas que nos hacen irreconocibles y facilitan que las voces se acallen en el aire para gritar en nuestras cabezas.  El futuro de las comunicaciones elimina las palabras que somos capaces de pronunciar por aquellas que somos capaces de leer. La información visual, la inmediatez, la insensatez de pensar que con más medios transmitimos mejor. Antes buscábamos el hueco de nuestra línea de tiempo para en la distancia hacer esa llamada que nos introduzca en las vidas de las personas lejanas. Ahora puede que simplemente leyendo nuestra TL encontremos un RT y fue aquella persona de la que estamos interesados la que al hacer un MD a otro conocido que decidió ampliar con su MT y crear de la nada un TT que nos informe.  Disfruto con el uso de la palabra. Enrevesado dilema de dialéctica inútil que enlaza las palabras sin aparente sentido. Disfruto con el buen uso de la comunicación e intento siempre hacer que la imaginación vuele al recrear en aquellas conversaciones, escritos y miradas todo lo que a veces no soy capaz de transmitir o comunicar. Cuanto tiempo que recordar, en ese pasado de los primeros escritos a mano, a bolígrafo bic, en un papel mal cortado dejando un reconocible anónimo entre los libros de una enamorada, versos que no sirven de nada, si al levantar ella la vista de su mesa no encuentra la mirada cómplice del furtivo poeta de instituto. Se escribe de la muerte de la palabra, de cómo el wassap, el twitter, o el line, lapidan la comunicación y afectan a las relaciones, sin darnos cuenta que los asesinos de aquella cautiva palabra somos nosotros mismos al no saber frenar el tiempo, que textual se pierde entre puntos suspensivos sin otra ayuda que empujones literarios. A mí me gusta usar todos esos vínculos. Aprendo a usarlos, a generar en ellos aquellas palabras que me gusta tanto usar, y que a veces pienso que uso en demasía sin decir nada. A veces simplemente a veces, queremos decir y sabemos cómo hacerlo… y lanzamos palabras para que otros imaginen historias…

LOL… y a correr WTF?

miércoles, 13 de noviembre de 2013

Año Cinco.

Vacío. Ante el folio blanco que me mira. Líneas que se han borrado mil veces y que se han escrito sólo por el deseo de pensar que todo puede estar bien, que se puede seguir otra rutina. Para escribir hay que escribir. No hace mucho tiempo en un viaje en el metro, lo comentaron cerca de mí: “a veces nuestra vida, nuestros pasos, nos llevan a un destino que deseamos, pero tenemos que dejar atrás la creatividad para avanzar. Es un lastre”. La desesperación, el desasosiego, las ganas de tener entre manos esa idea maldita que nos produzca tal desazón que irremediablemente nos lleve al imperativo de alumbrar al mundo. Son lastres. Pero debemos ocupar nuestra cabeza con otras ideas más superficiales, menos íntimas, pero a su vez necesarias (o al menos eso nos hacemos creer) para caminar por esta vida que planteamos. Pasa el tiempo y a veces no se encuentra el momento, ni el espacio, ni la compañía. Pasa el tiempo y parece que no podemos detenernos a desocupar ese pequeño rincón que es aquella idea que es aquel recuerdo. Las ideas son como las enfermedades latentes, esperando un impulso que las haga activarse. Pero tenemos la pólvora mojada. Tenemos que comer, que vestirnos, que entrar y salir, que ser productivos, y quizá, quien sabe, esto sólo sea perder el tiempo. Encontramos en el camino aquella persona que nos ilumina, aquel trabajo que nos despierta, aquel lugar que nos hace respirar, aquellos amigos que nos motivan, y que alimentan el espíritu, pero entonces dejamos de sufrir por el folio en blanco. El tiempo de una palabra a otra que nos mueve para no dejar de pensar en lo importante. Rutinas que por un momento sólo queremos aceptar porque no son más que segundos programados para una vida mejor. Ahora es el momento de los puntos de inflexión, de los retornos y de los caminos escondidos que debemos explorar. Dejar atrás miedos y sombras, y dejarnos arrastrar por nuestra propia corriente. Otra vez. Al menos hasta que volvamos a morir, y tengamos que resucitar como cada vez. Quién sabe si esas muertes no son sino pequeñas pausas, estados de limbo, paradas de emergencia. Hay que usarlas para resucitar, no para desaparecer. El folio en blanco, el cursor de Word que parpadea insistente demandando actividad, el ventilador del ordenador como banda sonora de un silencio que dura demasiado. Lo pienso cada vez, incluso en el día más gris lo he dicho…nunca he dejado de escribir…simplemente he dejado de fluir, he dejado de compartir, he dejado de crear cosas inservibles porque pensaba, creía, apostaba por la creación de cosas que valieran la pena. Que error tan grande no darse cuenta del mínimo esfuerzo que hay que hacer para poder cultivar cada día un poco ese huerto fresco sin abandonar las luchas en las ciudades. A veces nos arropamos de tristeza, de frustración, de auto complacencia para resistir. A veces creemos que el sufrimiento nos guía y nos da fuerzas. Nos mentimos porque es más fácil, porque lo maldito tiene más empaque que lo florido. No sé a dónde voy, ni tengo brújula para mi destino. Seguiré caminos cortos y largos, buscaré a quien acompañar o a quien engañar cuan Lobo a Caperucita; cambiare palabras por deseos y amigos por monedas y rescataré al mundo de su ostracismo… o no… o simplemente recordaré de vez en cuando aquellas batallas imaginarias, con las calles de un pueblo por trinchera, los coches ignorantes por enemigos, y el paraguas por fusil, para saber que las rutinas, que las desesperaciones, la vida que creemos, no puede enterrar indefinidamente las sonrisas y las motivaciones. 

lunes, 18 de febrero de 2013

30.


Era algo muy extraño, pero no podía dejar de pensarlo. Tendría algo menos de diez años. Tenía claro lo que quería “ser de mayor”. Quería ser abogado. Pero no un abogado cualquiera; no. Uno de esos americanos que dejan al jurado con la boca abierta. Uno de esos que sin saber cómo ni porqué en el último momento sacaban de debajo de su carpeta ese documento que hacía inocente a su cliente. Yo sería abogado defensor. Estaba convencido. Mucho. La culpa la tenían algunos programas de televisión: “La ley de Los Ángeles” “Juzgado de Guardia” y “Tribunal Popular” Estaba enganchado. Sobre todo a las series americanas. No me perdía ningún capítulo y a veces le pedía a mi madre que lo grabara porque me tenía que acostar. Quizá en otra ocasión recuerde que de pequeño era un niño teleadicto. De cuando la televisión solo tenía dos canales. De los de levantarse los sábados por la mañana para ver los dibujos. De los de esperar a que mi hermano pequeño con quien compartía dormitorio se durmiera para escaparme a ver los programas de la noche, las películas, y un programa de revista que ponían los jueves, y alternaban teatrillo con canciones. Pero sobre todo, “La Ley de Los Ángeles”  Había un abogado guaperas, un matrimonio que trabajaba en el mismo bufete, un tipo alto, latino, de los primeros actores latinos protagonizando una serie. También estaba el actor ese que hizo cuando era joven “Furia de Titanes” (la buena, la de los bichos de plastilina) y un conserje/bedel que parecía que tenía un retraso, o deficiencia, o algo. Un jefe, también estaba un director del despacho que era el que ponía recto al personal. Creo que por aquella época también me enganché a “Canción triste de Hill Street” y a “Remington Steele” pero no me daba por ser policía o detective, aunque es cierto que el rollo cara-dura de Pearce Brosnan me llamaba más la atención. Tanta era la claridad de la vocación que decidí empezar a estudiar derecho en sexto de EGB. Recuerdo que encontré un manual de derecho básico en un mercadillo de libros usados y que me lo compré. Recuerdo que me lo estudiaba en casa y luego hacía a mi mejor amigo del colegio que me tomara “la lección” para ver si ya podía defender maleantes. Recuerdo que a todo el mundo que tenía un problema le ofrecía mis servicios. Recuerdo que mi madre me miraba extrañada cada vez que le pedía poder ver la televisión todas las noches porque quería ver aquella serie que a ellos no les convencía nada. Los profesores del colegio, sobre todo la maestra que me soportó hasta quinto de EGB (y que me tenía sentado a su lado casi todo el curso… y era curioso, porque yo empezaba sentado en septiembre lo más alejado posible, y acababa como un apéndice más de su mesa. Me tenía manía. O cariño.) Pues esa maestra siempre me hacía moderar los debates que ella planteaba en clase. Recuerdo montar juicios en los recreos con mis amigos para poder sacar a relucir todo lo que había aprendido viendo a esos abogados, y para poder decir frases rebuscadas, del tipo: “no es menos cierto que” “quiere decir entonces” o aquella que siempre teníamos que usar “protesto” Me gustaba hacer de abogado ladino que acosaba a sus testigos, o mucho mejor, a los testigos de mis ficticios oponentes hasta darles la vuelta a sus argumentos. Encontré en “Perry Mason” un referente más incisivo para esas cosas, y en “Matlock” uno con más sentido del humor.  Pero yo quería formar parte de “McKenzie, Brackman, Chaney y Kuzak”  Todo tenía sentido. O casi… Entonces, una noche, paseando con mi padre, explicándole con mis escasos diez u once años, que estaba loco con esas series, y esos abogados, y esos personajes, me miró, y me preguntó:

¿Quieres ser abogado o poder hacer de abogado?

Y aquella pregunta que no supe responder, me cambio la vida…

jueves, 24 de enero de 2013

...y la vida siguió...


Alzó un poco la cabeza para tener una mejor vista. Para mirar mejor. Levantó la barbilla con cuidado de no mover ni un centímetro de las sábanas que no fuera necesario. Observaba con detenimiento como respiraba, lenta y pausada. Aun no había amanecido del todo, pero por las pequeñas rendijas que había en las persianas ya se intuía la luz del día mezclada con la anaranjada luz de las farolas. Se podía ver la sombra entrecortada de los barrotes de la ventana proyectada en la pared. Detalles. Tantos detalles. Quedaba tiempo aun para soñar un poco más, para intentar no desperezarse de aquel calor. Suspiro profundo que cierra los ojos y acomoda el cuerpo caliente al otro cuerpo. Pieles desnudas que son imanes. Que se buscan. Medias vueltas que ajustan y componen. Notó como se aferraba una vez más a su cadera, como si volvieran a comenzar la noche. Recuperando las posturas y posiciones. Calor de cama con aroma a cuerpos dormidos. Media vuelta más. Notaba como su cabeza buscaba su pecho, se acomodaba y llegaba con sus pequeñas manos acariciando sus labios. Su pecho se oprimía contra su cuerpo, generoso, dándose todo. Ahí, en ese momento de cercanía, cuando los corazones estaban más cerca, abrió los ojos. Claros, limpios, inocentes. Ahí, en ese momento, volvieron a mirarse sin hablarse, a besarse sin decirse, a recostarse sin moverse. Medias vueltas que hacía la cama estrecha. Suspiros desnudos de intenciones. Como resortes, de una forma instintiva, los cuerpos se buscan. Los cuerpos hacen su trabajo de una manera caliente. Sus manos se buscan al ritmo que se buscan sus bocas. Las farolas ya no colaboran con la luz, y el frio de fuera se intuye al sol. Las personas adormiladas se acumulan en el centro de la cama. Se respiran. Se funden. Ahí, en ese momento, lo carnal despierta y los cuerpos se vencen. Movimientos a medio despertar que ahogan los suspiros, las caricias, los besos, los roces, el sexo, las manos, las bocas, los pechos, la lengua, los labios, las caderas golpeándose, las respiraciones, el placer, la excitación, el movimiento, las miradas, los Ojos, los mordiscos, la muerte… Vencidos, al nuevo amanecer, a las nuevas luces de la mañana. Separados un segundo para coger carrerilla, unidos un instante para despedirse… susurros de Buenos días susurrados con dormidas y aun adormilados placeres… Se levantó despacio, lento, reflexionando para dejar que la ducha caliente ayudara a asentar tan buen despertar, tan maravilloso soñar, tan cálido mundo. Tras la ducha meditada, el café improvisado, la salida casi furtiva, la nota en la cocina, la mirada última por la ventana. Volvió hasta aquel mundo de risas que tan bien siempre se les dio vivir. A rememorar caricias, a comprobar que todo aquel sueño había sido tan grande realidad. Se acercó, de nuevo, como otras veces para dar aquel último Beso de Café… Caliente, cálido, calmado… se miraron como tantas veces. Con todo amor. Adiós. Adiós. Te quiero. Te quiero. Se feliz. Tu también. Nos miramos. Pronto. Felices. Separados. Juntos. Caminando. Recordando. Olvidando. Riendo. Aprendiendo. Estoy cerca. Lo sé. Hasta pronto, O. Hasta siempre, N.

Morir sólo es morir. Morir se acaba.

Morir es una hoguera fugitiva.

Es cruzar una puerta a la deriva

y encontrar lo que tanto se buscaba…