viernes, 22 de junio de 2012

26.

Una vez, hace muchos años, cuando estaba de pensamiento universitario, se me ocurrió la brillante idea de tener una maleta preparada en el altillo del armario. Un poco de ropa de entretiempo, una bolsa de aseo, y lo mínimo imprescindible para salir de marcha. Poder levantarme un día y dejarlo todo para salir lo más rápido posible. Fue, como lo fueron muchas de aquella época, una idea feliz que nunca pasó a realidad. Con el discurrir de los años acumulé tal cantidad de despropósitos físicos, que ya no me bastaba una maleta.  Un camión para poder llevarse la vida. Un tiempo que avanza, y ahora a la vista de todo ese mar de cansancio que hace la acumulación, la tristeza de aquella idea feliz se asoma como un recuerdo romántico. El tiempo, inexorable, avanza y nos vuelve a colocar, como una moda en “revival” en aquellas felices ideas. Quizá ahora, para moverme, sólo sea necesario pensarlo y dejar las maletas en los altillos, llenarse los bolsillos de arena para no volarse y salir corriendo. Acumulo mucho peso, mucha vida reflejada en trastos y recuerdos, y trapos y vasos y ropa, y ver que por muchos zapatos que se agolpen en el fondo de mi armario sólo tengo dos pies. Los papeles, los libros, los lápices de colores que dibujaban espacios estancados que se quedan en los cajones que se mueven y se desplazan de un lugar a otro se rompen y despuntan pensando en otros trazos, parece que no quieren dejarme escapar.  A veces me asaltan todas las dudas de la necesidad de espacios, de vidas unificadas, de recodos llenos. A veces piso el césped mojado que rodea mi casa para contactar con un mundo imposible, uno que cada vez se aleja, o al menos eso parece a ratos, de la vida que construimos alrededor de aquella maleta con objetos imprescindibles. Parece como si a lo largo de los años fuéramos colocando obstáculos, cercando aquel altillo de aquel armario que sostenía aquella idea. Cercos de vida, fosos de comodidad, trampas de rutina, que nos alejan de las esencias.  También es cierto que la vida avanza, y que llegan tiempos que nos fortalecen, nos hacen poderosos de ánimo y energía para saltar tanta miseria y vida pre-fabricada y recuperar aquel viejo sueño. Cierto que cuando estamos ahí, sudorosos por el esfuerzo realizado para traspasar aquel campo minado que construimos sin darnos cuenta, a veces ya con la esperanza en la mano, nos preguntamos “¿y ahora que?” “¿Y ahora donde?” Tanto para nada. Volvemos a dejarnos arrastrar por esa corriente fatigosa, a dejar en su sitio, impoluta, esa otra vida, lanzados a seguir construyendo murallas vitales que nos reconfortan.  Puntos de inflexión en el camino. Más y más puntos de giro, más y más caminos. Recuerdo también estando en la universidad escaparme de aquella Ciudad Imperial para viajar furtivamente, sin decírselo a nadie, sin más impulso que la necesidad de escoger otro camino que no era el que estaba marcado, aunque fuera apenas por unas horas, aunque fuera apenas por un momento. Sin maleta, sin ropa, sin vida; simplemente con el deseo. A veces me vuelve a asaltar como un sueño adolescente ese impulso, de aparecer en otra ciudad, en otro sueño, en otro mar, en otra vida, con otra vida, con otra piel. Sigo guardando una maleta, vacía esta vez, pero no en lo alto de un armario, sino en los pies de la cama, que me recuerde lo fácil que es salir y lo difícil que es volver, lo indeciso que es llenarla y lo duro que es vaciarla. A veces, mis maletas viajan mas que yo…

miércoles, 6 de junio de 2012

Las gafas de Roy Orbison


Rebuscaba entre cada estantería de aquel luminoso local.
Dicen que todo, bueno o malo, en exceso o en defecto, es a la larga perjudicial. A veces uno no se da cuenta de esas pequeñas líneas que separan lo bueno de lo peligroso. Incluso aunque eso tan supuestamente bueno sea algo tan bueno como lo es el Amor. Dichoso Amor.
Hace unos años, ya bastantes, alguien me dijo que no sabía querer, que yo “quería mal” y no quería entenderlo aunque siempre lo entendía. No quería creer en esa posibilidad, en que se podía querer a alguien y quererlo mal. Pero siempre lo entendía. Decía “la mas grande” que el Amor se podía romper de tanto usarlo. Al final todo queda reducido a un problema muscular, reduciendo el razonamiento en que el Corazón no deja de ser un músculo al cual, como cualquier otro hay que educar. Siempre igual. Un uso excesivo hace que nos salga ampolla, y que después de ella, llegue el cayo que deja la huella del uso. Se endurece. El músculo se vuelve duro, áspero, feo, y poco práctico para nada. El Corazón que se usa en exceso acaba anquilosándose, y latiendo cada vez mas lento y más despacio porque ya no tiene la frescura de otras veces. Nos pensamos que la experiencia hace que sepamos mucho más de ese músculo tan simple y a la vez tan complejo. Simple porque no tiene nada dentro, sólo un espacio hueco que se rellena y expulsa, pero evidentemente tan complejo que de él solo depende la vida. Usamos demasiado el Corazón. Queremos frenarlo, peor aun, pensamos que debemos frenarlo, porque sabemos de las consecuencias obtenidas al dejar que funcione sin control. Desdichados segundos usos del Corazón.  Miedo a que nuestro músculo funcione por si solo y llegue el día que se rompa. Mejor dejar de usarlo, asustarnos y escaparnos para tener otros músculos al servicio de nuestro inconstante Amor. De un tiempo a otro tiempo a los corazones les pasa como a las cuerdas vocales que se encuentran llenas de nódulos; sólo hay una forma natural para librarse de ellos: dejar de usarlas. Siempre hay remedio quirúrgico, pero como todos, es la última carta, y mucho me temo, que para este nuestro Músculo, no hay aun intervención. Ese remedio es el que nos asedia. Esa solución la que nos atormenta. Cuando nuestro Corazón se endurece porque lo hemos usado demasiado, porque no hemos conseguido reblandecerlo a fuerza de caricias, de besos, de “tequieros” cuando sólo lo usamos en una dirección sin encontrar respuesta que nos permita latir con brío. Es entonces cuando el remedio y la solución es dejar de usarlo. Parar. No querer. Golpearse el pecho de vez en cuando para que sintamos que aun está ahí. Quizá las consecuencias a corto plazo sean demoledoras, quizá sólo sobrevivan algunos, quizá sólo lo superen los expertos. Pero una vez llegado ese momento de superación, de salvación, es posible que la dureza desaparezca, que el poco uso pida a gritos una nueva energía cinética, que el Corazón quiera volver a latir. Mientras eso pasa, entramos en un estado extraño. Lleno de añoranzas, de penas, de tristezas, de dudas.

Quizá por eso había entrado en aquella tienda, porque necesitabas pasar por la vida sin mucha luz, recordando aventuras pasadas, historias felices vividas que ahora le impedían usar de nuevo su Corazón. Por eso tenia la certeza de la necesidad de cubrir un poco su pena, ese espejo del alma que da el reflejo del corazón.
Ahora ya tenía cubiertos sus ojos, aquellos que se le llenaban de lágrimas con cada pensamiento feliz, y no tendría que esconderse.
Sólo dejar pasar el tiempo.
Todo el tiempo.