Hay muchos días que abro el Word,
lo miro, escribo unas líneas, y me canso. A veces queda ahí, pendiente en mi
escritorio de una nueva oportunidad. Otras, directamente desechado sin más vida
que esas letras que comenzaron pero no acabaron. Me gusta pensar que no es un
reflejo vital; que no tiene nada que ver con lo que pasa en la calle, en mi
calle. Que dejar las frases inconclusas no responde a una tendencia desanimada
a no completar nada. Me alivia pensar así, independientemente de que sea o no
sea verdad. Para eso es mi pensamiento. Siempre digo que escribo mucho. Es
cierto, y es además un claro ejemplo de aquello de: cantidad no es igual a
calidad. Puedo pasarme repasando una y otra vez aquella historia que escribí
hace meses para simplemente cambiar una coma, un punto, o una palabra por otra
sin alterar para nada su estructura, simplemente por el hecho en sí de variar
algo. Inconformista. Algunos de los textos que pasan esa pequeña criba vital
que hace que lleguemos a la ley de todas las cosas, a ese folio pervertido por
letras, quedan relegados como subproductos infames, desmerecedores de segundas
lecturas, condenados al ostracismo y el olvido por un desarrollo subjetivo de
la mala calidad. Mejor ser yo mismo el crítico criticón y fustigarme, cuarenta
latigazos, por haber escrito sin medida ni mesura aquellas oraciones. Vivimos
en una época de letras: blogs, Twitter, Facebook, elementos que aúnan la
escritura y las imágenes, pero que nos limitan a dejar en unos pocos caracteres
las ideas más extensas. Muchas fórmulas para poder no decir nada. Nuevas vías
de experimentación para auto-probarse, aunque siempre se vuelva sobre los pasos
seguros y ya conocidos. Muchas fórmulas
para leer opiniones, barbaridades, sentimientos. Muchas formas de arrancar un
principio de algo, una chispa para prender la mecha de aquella idea que
desarrollar. Siento rabia en bastantes momentos por aquello que leo y me sale
de manera natural escribir y responder y contestar y rebatir y callar y
levantar la mano sobre el teclado. Pero no me atrevo. No quiero a veces dejarme
llevar por esos impulsos, y termino escribiendo del mar y de los peces. Quizá
vaya llegando el momento, el tiempo de cambio. Evolución. Los estados de ánimo
a veces son colores que no permiten mostrar todo lo que tenemos dentro porque
la rabia, la ira, el enfado son pintura negra que no sirve para mezclar.
Estados de ánimo que en el último año me hacen abrir y cerrar puertas y
Ventanas y Ojos y vidas y gentes a las que quiero decir sin decir nada, que
queda muy bonito y muy poético. El Word me da oportunidades con su facilidad de
borrar y de corregir, de aumentar y de empezar una y otra vez. A veces pienso
en lo estupendo que sería vivir como escribo, pudiendo corregirme, guardarme,
desecharme, publicarme, vocearme o simplemente compartirme. Me gusta la apología del tiempo, de los viajes
fantásticos que nos proporciona dejar constancia de nuestra existencia, de
nuestra vida.
Me siento frente a la pantalla
una vez más, como tantas otras para detener mi tiempo corriente, cotidiano,
habitual, y transformarlo en un paréntesis, de esos que tanto he tenido, en el
cual el tiempo pasa diferente, la vida pasa distinta, el ambiente es controlado
como si de un laboratorio se tratara, y aunque después tengo que abandonar ese
lugar aséptico para volver a otras realidades, queda la impronta del segundo,
de esa milésima de tiempo infinito en el cual quedamos suspendidos
temporalmente.
Miro atrás de este año… añoro,
olvido, deseo, conozco, siento, escribo, borro, comparto…