Era algo muy extraño, pero no
podía dejar de pensarlo. Tendría algo menos de diez años. Tenía claro lo que
quería “ser de mayor”. Quería ser abogado. Pero no un abogado cualquiera; no. Uno
de esos americanos que dejan al jurado con la boca abierta. Uno de esos que sin
saber cómo ni porqué en el último momento sacaban de debajo de su carpeta ese
documento que hacía inocente a su cliente. Yo sería abogado defensor. Estaba
convencido. Mucho. La culpa la tenían algunos programas de televisión: “La ley
de Los Ángeles” “Juzgado de Guardia” y “Tribunal Popular” Estaba enganchado.
Sobre todo a las series americanas. No me perdía ningún capítulo y a veces le pedía
a mi madre que lo grabara porque me tenía que acostar. Quizá en otra ocasión
recuerde que de pequeño era un niño teleadicto. De cuando la televisión solo
tenía dos canales. De los de levantarse los sábados por la mañana para ver los
dibujos. De los de esperar a que mi hermano pequeño con quien compartía
dormitorio se durmiera para escaparme a ver los programas de la noche, las
películas, y un programa de revista que ponían los jueves, y alternaban
teatrillo con canciones. Pero sobre todo, “La Ley de Los Ángeles” Había un abogado guaperas, un matrimonio que
trabajaba en el mismo bufete, un tipo alto, latino, de los primeros actores
latinos protagonizando una serie. También estaba el actor ese que hizo cuando
era joven “Furia de Titanes” (la buena, la de los bichos de plastilina) y un
conserje/bedel que parecía que tenía un retraso, o deficiencia, o algo. Un
jefe, también estaba un director del despacho que era el que ponía recto al
personal. Creo que por aquella época también me enganché a “Canción triste de
Hill Street” y a “Remington Steele” pero no me daba por ser policía o
detective, aunque es cierto que el rollo cara-dura de Pearce Brosnan me llamaba
más la atención. Tanta era la claridad de la vocación que decidí empezar a
estudiar derecho en sexto de EGB. Recuerdo que encontré un manual de derecho
básico en un mercadillo de libros usados y que me lo compré. Recuerdo que me lo
estudiaba en casa y luego hacía a mi mejor amigo del colegio que me tomara “la
lección” para ver si ya podía defender maleantes. Recuerdo que a todo el mundo
que tenía un problema le ofrecía mis servicios. Recuerdo que mi madre me miraba
extrañada cada vez que le pedía poder ver la televisión todas las noches porque
quería ver aquella serie que a ellos no les convencía nada. Los profesores del
colegio, sobre todo la maestra que me soportó hasta quinto de EGB (y que me
tenía sentado a su lado casi todo el curso… y era curioso, porque yo empezaba
sentado en septiembre lo más alejado posible, y acababa como un apéndice más de
su mesa. Me tenía manía. O cariño.) Pues esa maestra siempre me hacía moderar los
debates que ella planteaba en clase. Recuerdo montar juicios en los recreos con
mis amigos para poder sacar a relucir todo lo que había aprendido viendo a esos
abogados, y para poder decir frases rebuscadas, del tipo: “no es menos cierto
que” “quiere decir entonces” o aquella que siempre teníamos que usar “protesto”
Me gustaba hacer de abogado ladino que acosaba a sus testigos, o mucho mejor, a
los testigos de mis ficticios oponentes hasta darles la vuelta a sus
argumentos. Encontré en “Perry Mason” un referente más incisivo para esas
cosas, y en “Matlock” uno con más sentido del humor. Pero yo quería formar parte de “McKenzie,
Brackman, Chaney y Kuzak” Todo tenía sentido. O casi… Entonces, una
noche, paseando con mi padre, explicándole con mis escasos diez u once años,
que estaba loco con esas series, y esos abogados, y esos personajes, me miró, y
me preguntó:
¿Quieres ser abogado o poder
hacer de abogado?
Y aquella pregunta que no supe responder, me cambio la vida…