sábado, 3 de octubre de 2009

Amarillo.

Es uno de esos días, de esos en los cuales no quieres nada con el mundo, y que recuerdas cuando eras pequeño y pensabas que cerrando los ojos te hacías invisible. Ahora no puedo cerrar los ojos, pero puedo ponerme las gafas de sol y los auriculares, y creer que soy invisible-man...
En esas estaba, pasando totalmente desapercibido, en el andén del metro con las gafas de sol puestas, cuando se paró a mi lado. Me llamó la atención, había mucho andén libre, mucho lugar donde colocarse, mucho asiento libre para esperar los trenes, mucho más espacio que pegada a mí hombro (y eso que no llevaba mi colonia irresistible: Nenuco, por homme)
La indiscreción me puede y, parapetado además por mis nuevos poderes de hombre invisible adquiridos, no pude evitar escanearla. Ella también era una mujer invisible: gafas de sol y el mp3 en la mano, con el pelo recogido por un pañuelo. Me cuesta mucho determinar la belleza de una persona sin mirarla a los ojos. Parecía entretenida, divertida. No parecía guapa, quizá de belleza peculiar. Tenía la sonrisa permanente y las manos en los bolsillos. Quizá este hecho no sea consecuencia del otro, y sonreír no sea la consecuencia de meterse las manos en los bolsillos…o sí, dependerá de lo profundo que sean esos bolsillos, claro…pero…no, no…que me meto en un jardín…
Llevaba unos pantalones grises, peculiares, a medio camino entre el sport y el vestir, sujetados por unos tirantes y una camiseta amarilla mostaza.
Al llegar el tren, ambos subimos al mismo vagón, y nos quedamos de pie apoyados en la puerta. No había sitio a la vista y yo llegaba en dos paradas. Siempre he pensado que el metro y sus alrededores son “micro-universos” para describirnos. Ahí fue cuando yo me quité las gafas, y perdí los poderes de hombre invisible, mitad porque me parecía absurdo llevarlas dentro de un vagón de metro subterráneo, mitad porque quizá la chica de amarillo no se habría percatado de mi. Así pasaron las estaciones, pensando que sería la separación traumática de nuestras vidas. Sorpresa.
Detrás de mis pasos fueron los suyos y salimos por la misma puerta en la misma dirección… ¿me estaría siguiendo? Volví a camuflarme con las gafas de sol (esta vez para que mi indiscreta mirada no fuese cazada) y tomé la primera salida de la estación, contemplando de reojo como la chica de amarillo hacía lo mismo. Al llegar a la calle, entonces sí, nuestros pasos se separaron en contrarias direcciones…
De allí fui en busca de un libro a una de esas librerías destartaladas que hay en la ciudad, como si fuese un bucador de tesoros. Llegué, vi, compré y salí. Volví a casa con mi libro más contento que unas pascuas, deshice el mismo camino y volví al mismo metro.
Mi tren llegó, mi puerta se abrió, y cuando estaba a punto de marcharse, por la misma puerta, de nuevo, la mujer de amarillo: mismas pose, misma sonrisa… misma mujer invisible.
Esta vez, cuando llegué a mi destino ella no se bajó del tren, y me quedé mirando cómo se alejaba desde el andén.
Retomé la sensación de hombre invisible…
Quizá no es bueno querer ser siempre invisible.

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