No me gusta hablar de trabajo, de vida, de dolores, de amores, de otros, de aquellos, de unos, de ti, de mí, de lo que pasa a mi alrededor, de lo que está pasando lejos, de lo que podría pasar cerca, de los que ya no están o de los que están a mil kilómetros. No me gustan las letras vacías, las líneas torcidas, los renglones dispares, las comas, puntos o tildes y acentos. No me gusta escribir mirando por la imaginación de quien no soy ni de quien me gustaría ser lejos del folio blanco. No me gusta sentarme tras la ventana para ver si llueve o truena, y es el aire quien me cuenta, sin gustarme el olor a tierra húmeda, que se mojan las ideas. No me gusta ver pasar el tiempo sin tener nada que hacer, sin haber hecho nada, sin nada haber tenido, sin el tiempo detenido, sin poder seguir después el camino que empecé. No me gusta pensar en las letras de Sabina cuando escribo, ni en poemas de Benedetti, ni dibujos de Fontanarrosa, ni dramas de Calderón, ni en aquel texto que leí, ni esas frases de otro que son mejores que las mías, porque me da envidia el talento de los demás, y me enrabia darme cuenta de lo mal que escribo cuando escribo mal. Me disgusta la nevera vacía, las tazas del café de cada día, el supermercado a rebosar de gente que no mira, las bolsas de plástico que se acumulan y no se acaban nunca. No me gusta la lista de la compra que se repite cada semana sin variedad de códigos de barras, ni las fechas de caducidad o de consumo preferente alumbrados de fluorescentes en los pasillos. No me gusta la contraluz, ni el frontal o el cenital, el general o el ambiente, la penumbra o el puntual. No me gusta el proscenio y mucho menos la diagonal, el foro o el foso. No me gusta saludar, y pararme a mentir sobre los saludos que no di, ni las llamadas de algún día de estos para quedar. No me gusta sonreír sin ganas, ni enfadarme con razón, ni me gusta cruzarme con la gente que no me gusta. No me gustan las tertulias de sobremesa que se alargan con ideas destructivas, activas, imposibles, plausibles, o silenciosas. No me gustan los ceniceros llenos de colillas humeantes, que despiden olor amargo de sabor ahumado salpicado de cenizas y de tiempo que se consume, recordándome que estoy mirando sin saber a dónde mirar. No me gusta apoyarme en una barra pegajosa, sólo, sin entender la canción que suena, o sin que el camarero se acuerde de mí. No me gusta beber solo, sin saber lo que me dan, o sin amigos que me escuchen. No me gusta la filosofía que se administra en un bar al desayuno, ni el café americano en vaso con la leche templada y sacarina y un coñac, churros aparte. No me gusta el despertador que suena cada cinco minutos tres veces, ni pasar la mano por la cama y que no estés. No me gusta sentarme a pensar en cuantas mentiras tengo que escribir para decir alguna verdad. No me gusta escribir sin saber quien lo leerá, o si lo leerá quien lo tiene que leer. No me gusta mantener una idea en la cabeza para que crezca y explote. No me gusta colocar los calcetines sabiendo que siempre me falta uno. No me gusta el desorden del caos, ni el orden del universo, ni el karma, ni la ley divina que nos sitúa, coloca o ubica donde nos corresponde, si es que nos tiene que corresponder un lugar. No me gusta que ese lugar no sea tu lugar o un lugar donde no estés correspondiéndome. No me gustan los juegos de palabras que me hacen decir lo que quiero pero dando vueltas que no creo que me gusten. No me gusta la carretera silenciosa, la radio que no sintoniza ni la música que suena cuando no quiero no escuchar música. No me gusta escribir sin pensar en alguien. En algo que me llene, que me lleve, que me eleve.
1 comentario:
A mí me gusta volver a encontrarte, he estado mucho tiempo perdida, demasiado ocupada. Viene el buen tiempo (me encanta el sol) y también la necesidad de volver a mí misma y a la gente querida, como tú. Un abrazo, hermano.
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