No hay duda, no voy a descubrirla piedra filosofal diciendo aquello de “somos animales” Pero es cierto, y cada día más, y cada día lo miro desde diferentes ópticas. No me gustan, o al menos no me gustan las mascotas. Quizá sea el lado más insensible que tengo, si acaso que no te gusten los perros puede llamarse ser insensible, o que me produzca la misma ternura un gato que una maceta. Este razonamiento es un poco triste. A veces pienso que es muy triste mi vida, que pensar en un ser vivo al que tengo que cuidar porque no se puede valer por sí mismo, encerrado entre mis cuatro paredes, sin posibilidad de aprender, de evolucionar a una vida donde pueda valerse con independencia (gran diferencia de tener un niño…) y evidentemente, el propio egoísmo: que un bicho no es igual que un hijo (por mucho que algunas personas quieran a sus mascotas más que a sí mismas)Creo que es mucho mejor la honestidad con uno mismo para saber que no podemos ocuparnos de otros que no seamos nosotros mismos. Quizá sea egoísmo, o es posible que sea más bien lo contrario.
En estos días me he encontrado con dos cosas, que me han llevado a reflexionar, a pensar en los animales, en las personas, en lo que nos rodea con esa capa de pintura. Escuché una frase, de una amiga, que comentaba como parecía que contaba su año, como un “año de perro” haciendo alusión a la intensidad, referenciando la causa de esos siete años perrunos que se viven en un año humano. Unas risas de todos los interlocutores que estábamos ahí. Pero esa semilla se sembró en la cabeza esta tan absurda que a veces tengo. Años de perro, años que pasan por nuestras vidas cargados de tantas cosas, de tantas circunstancias que parece que los hemos vivido de una forma tan intensa que mirando desde adelante, y mirando atrás, juntamos experiencias que otras personas no llegarán a tener en siete años. Vidas tristes, vidas excesivas, vidas intensas. Siempre se ha hablado de la “perra vida” o de una “vida de perros” o incluso de un “día de perros” cuando nos referimos a algo negativo. Mi cigarro se consume en el balcón mientras reflexiono la negatividad mientras miro un perro que pasa mientras suena en la televisión una canción de Juan Perro (es la universal mentira de quien escribe… por cierto, sonaba “No más lágrimas”)
Apago mi cigarro imaginario sonriendo al recordar la otra anécdota animal de la semana. Ayer (Ayer siempre fue mucho más poético que el otro día) en uno de esos días perros sin ganas de esforzarme por comer, decidí pasar por el asador de pollos cercano a mi casa. Como era día de “entre semana” no tenía que esperar colas para pedir medio pollo asado para llevar. Con la diligencia habitual, procedía a servirme el camarero. Trinchar el pollo, llevarlo a la tabla, afilar el cuchillo, partirlo, meterlo en una bolsa y envolverlo en papel de estraza. Mi medio pollo. De repente, al devolver al calentador el resto del asado, se le escapó y recorrió unos metros por la barra del asador. “Está vivo” dije “Quiere ver mundo” contestó. Entonces pensé que esos pollos, los que tienen allí en aquel asador de barrio que los domingos genera colas ingentes de personas en busca de su comida, que puede hacer unos mil pollos asados al mes (datos ofrecidos por la oficina de estadística de “a bulto”) esos pollos, recorren más camino muertos que vivos. Que vivos nacen, crecen (vivan los piensos de crecimiento rápido) y mueren sin ver más allá de su jaula. Una vez preparados salen de sus granjas a las carnicerías, asadores, comercios y mercados alejados de aquel lugar. Aquellos animales “veían” más tierra una vez muertos. Que no nos pase eso nunca…
Me tumbo en el sofá para dormir un poco tras tanta sesuda reflexión, barriga llena, somnolencia de la siesta, y ganas de estar acompañado. Instintos…
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