Nos damos cuenta de todo lo que nos
pasa cerca, al lado de nuestras vidas. Somos conscientes de cada pequeño movimiento
que la calle, la casa o el mundo hace, incluso de los movimientos de traslación
y rotación. Vemos el ciclo lunar acechar a nuestros pensamientos, y observamos
detenidamente el minucioso trabajo de la hormiga transportando su hoja. Somos
conscientes de lo grande, de lo mediano, de lo humano y de lo divino, de lo
pequeño y de lo inmortal. Consideramos las opciones, decidimos las propuestas,
seleccionamos los caminos, así es nuestra libertad. Y con todo, aunque seamos
conscientes de cada uno de esos movimientos, de todos esos caminos, aun no
sabemos cuando y cuanto es suficiente. De todo, de nada, de lo etéreo o de lo
tangible. Nos hacemos fuertes en la medida que somos capaces de resistir
nuestras indecisiones; nuestros caminos
terminan cuando se acaba el sendero, y nuestro llanto cuando nos secamos. A
veces no somos capaces de ponerle fin a nada por muy conscientes que seamos de
ello. Capaces de separar el corazón de
la razón, capaces de transmitir una mentira, de dar la razón a un loco, de
quitársela a un niño porque la explicación es demasiado profunda para que se
entienda o quizá demasiado compleja para
poder explicarla con claridad; capaces de tantas cosas e incapacitados para las
valentías, para los actos heroicos que se nos demandan en la búsqueda de la
felicidad. Mentiras que causan heridas en nuestra piel, punzadas por nosotros
mismos para poder hacer el día sin tirarse al suelo. Así los recuerdos se intentan borrar, así la
sucesión de sucesos sucedidos sucesivamente se transforman en la simpleza de
ser nuestras historia, dejando que ésta decida por nosotros el devenir vital de
aquellos recuerdos. Sentados, inertes respiramos, viendo pasar en el recuerdo
de la oscuridad de la ventana del vagón que nos transporta la imagen que queríamos
olvidar, pero que no podemos dejar atrás como si fuera una estación más.
Luchamos contra todo lo que conocemos, pero nos rendimos al tiempo, poderoso,
infinito, acaparador, para dejarnos llevar como excusa que saciará nuestras
vidas corruptas, como analgésico irreductible para los dolores del alma. Cobardes,
de cada día que saltamos nuestros muros de contención esperanzados en el futuro
sin ponerle solución en el presente, haciendo que nuestra planta crezca torcida
por no saber guiarla, conteniendo la verborrea irracional de dolores a los
cuales no queremos mirar a la cara. Basta un segundo, un suspiro, un color, una
mirada, un reflejo, un suave tacto de otra piel para que nuestro castillo y
resistencia a olvidar se desmorone por completo ante el ataque siempre devastador
de lo que nunca fuimos capaces de parar. Por muy conscientes que seamos de
aquello que vino, se quedó, se marchó y sepamos que no volverá; por muy
inteligentes que nos creamos, sabios de nuestro cuerpo, de nuestro dolor, basta
siempre un soplo de inconsciencia para sucumbir de nuevo. Porque nadie nos enseña a mirar, nadie nos
dice que nos paremos a la orilla del mar para mirar al horizonte y apreciar la
curva del mundo, nadie nos enseña álgebra del espíritu, ni formulación del sentimiento.
Porque nuestra consciencia de lo presente, nos impide saber, acribillados de
propio dolor cuando tenemos que detenernos para continuar. Porque a veces no
queremos librarnos de nuestra pequeña muerte mientras seguimos observando
aquella hormiga, y pensamos en no pensar en nada, y como aquella canción, evadirnos
tirando piedras al rio, para no devorarnos. A veces la lucha es tan pacífica
que simplemente buscamos diluirla en agua con sal. Pero a veces descubrimos que
nuestras vidas tan llenas de vacío, quieren agarrarse a aquel momento que nunca
volverá, aun sabiéndolo, aun sintiéndolo, aun queriéndolo o amándolo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario