… La alacena, barnizada con esmero en
un tiempo pasado, ofrecía una imagen ordenadamente rústica entre
tanto libro acumulado con desdén en los estantes que flanqueaban
inmóviles aquel mueble. En su interior, brillantes al paso del sol
por el lucernario del abuardillado techo, los tarros se apilaban
expectantes, como sabedores de que aquellos pasos firmes resonando
por toda la casa, eran el prólogo a una llegada inminente ante las
puertecillas acristaladas de aquel armario que los resguardaba; Él
se acercaría, miraría interesado por todos los rincones, abriría
las puertas y tomaría alguno de ellos... ese sería el pensamiento
de los inertes objetos. Aun así, sin alma ni conciencia, hubieran
sido acertados aquellos, pues él se acercó con determinación hasta
ver su reflejo en los pequeños simulados dameros que conformaban los
batientes. Abrió las puertas y escudriñó hasta el más ínfimo
detalle de aquel muestrario: grandes, pequeños, altos, anchos,
transparentes, opacos, viejos, nuevos y medio llenos y rebosantes...
pero todos con el mismo contenido: palabras. No estaban todas las
palabras, evidentemente. Toda la casa estaba repleta de libros,
revistas, anuncios... novelas, ensayos, poemas, dramas, notas,
curiosidades, papeles encontrados en rincones, servilletas con
mensajes, fotografías de pintadas y tarjetas que acaparaban el
espacio sin orden aparente, (que no en desorden), para almacenar
palabras. Pero allí, en aquel refugio de botes, se encontraban
aquellas sustraídas por alguna razón especial, por algún motivo
particular. Cuando la palabra era peculiar, extraña, o simplemente
merecedora de un recuerdo sentimental, él la susurraba. Primero
lentamente, casi sin ruido ni sonido, como si se asomara al balcón
de los labios pero no quisiera ser vista. La murmuraba sin descanso,
hasta ir tomando cuerpo. El aire se convertía en palabra con algo de
volumen, y la repetición le daba ser... así una y otra vez, una y
otra vez... hasta que por pertinaz, el etéreo susurro se hacía
visible, presente y corpóreo. Era ese el instante justo en el cual,
él solo sólo podía atrapar con la punta de los dedos, con el suave
roce de la yema de su índice y su pulgar aquel ente, casi vivo, que
fuera o fuese aquella palabra. Tras agarrarla con cariño, la
acompañaba hasta su lugar en la ya conocida alacena. Depositándola
dentro de alguno de los tarros. Allí, especiales, espectaculares,
sinuosas, polisílabas, se acumulaban las palabras. Sustantivos,
adjetivos, adverbios, verbos y requiebros. Había muchas... en muchos
idiomas... en diferentes formatos... de un lugar a otro se podía
saltar de “cachivache” a “electroencefalografista” o podía
decir “amor” o “love” o “Любовь” incluso observar
“liebe” o aunar “t`estimo” inseparablemente. A veces en los
más escondidos se encontraban las más antiguas, o casi en desuso,
como “algarabía” o “alcoba” e incluso algunas curiosas,
aunque no supiera muy bien lo que escondían, guardaba, y allí
estaba “development” o “cinquecento” En otro, había guardado
los modales y apretado “rozloučení” “agur” y “búcsú”
Era pues, un sinfín de corpóreas palabras desbordando vidrios. En
otro pequeño, por alguna razón que ahora no recordaba, o sí, quien
sabe, había tres palabras inconexas “cereza” “polvo” y
“silla” llegadas del mundo imaginario de los cuentos. Hoy,
ensimismado, quería liberar alguna. Pensamientos de palabras presas
que se habían agolpado en sus pesares, y decidido a dar rienda
suelta para que por un día, quizá una eternidad, algunas palabras
flotaran. Quiso convertir “Besos” en “Versos” y que
aparejadas disfrutaran... Quiso liberar “caricia” para evocar
alguna piel; escapada, sin permiso “enamorarse” tomo posesión de
su propia conciencia. Observó cada una de ellas, revoloteando entre
cajas de libros amontonados, entre huecos de luz y cortinas, entre
muebles atestados de papeles. “Libertad” susurró... Él, el
Guardián de las Palabras, dejó de preocuparse por ellas, para que
fueran ellas, infinitas las significantes, las importantes, las
extraordinarias. Aletargado por tanto movimiento, se dejó caer,
vencido por fascinación en un polvoriento escabel. Allí acomodado,
respiró. Cerró los ojos... Pensó en aquella nueva palabra que
había cercenado su pecho y necesitaba sin demora sacar de su alma...
Susurró... una y otra vez... pronunciando con cuidado aquellas
letras... y ahí, delante, de nuevo, volátil y sólida...apareció
aquella palabra...
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