martes, 23 de febrero de 2010

8.

Las mañanas son rutinarias en esta vida.

Casi con los ojos pegados, sin haber roto aun el despertar, me levanto.

Casi como un zombi para encender el ordenador.

Casi sin querer hacer nada más.

Tarda en arrancar, siempre lo olvido, y sentado frente a él, reacciono de mi sueño.

Café.

Procesos mecánicos adquiridos: abrir, rellenar, agua y café, cerrar, al fuego.

El momento cruel de mirarse al espejo y pasar revisión de daños: pelo, ojos, boca, cara en general, pintas “enpijamadas”, pies descalzos, mente fría.

¿Si el sueño es reparador por qué amanezco como si me pegaran por las noches?

Hay que dormir más.

Hay que dormir mejor.

Hay que dormir.

El café protesta. Brota. Borbotea. Regurgita. Hierve. Enerva. Quema. (NOTA MENTAL)

No hay leche…

No hay azúcar…

Pienso…

El café: Caliente, amargo, fuerte y escaso. Hoy cumplimos.

El ordenador me escupe luces. Correo: tres cuentas; agenda: dos citas; documentos: cuatro pendientes; facebook, msn, spotyfie, outloock, skype, myspace, ares, emule, twitter, twenti, y la madre que los parió a todos.

Pero el mensaje que esperas no está.

Puesta al día.

La televisión.

Menos mal que tengo TDT… ahora tengo 38 canales para no ver nada, y los zapeos son más entretenidos.

Con cara de bobo dejo el canal de música, y que cante.

Cigarro y cocina.

Momento de pausa vital. Ni tele, ni ordenador, ni Cristo que los fundó.

Silencio y humo.

Suspiro impulsivo para levantarse del taburete y volver a la cama.

“Mi cama huele a ti” Eso ya lo escribí, en otro momento será.

Desnudarse y ducha.

Las mañanas son rutinarias...

Parce que los días van pasando llenos de cosas, de ideas, de movimientos que nos ocupan para evitar que nos preocupen. Todo está bien, nada está mal. Buscamos el trabajo, buscamos buenas compañías, y bunas sensaciones que traer al cuerpo. A veces no estamos dónde nos gustaría, o con quien nos gustaría, o como nos gustaría, pero miramos y sentimos que al menos estamos. Me hago mayor…

lunes, 8 de febrero de 2010

Gris.

No he dejado de escribir.

Tendré por aquí rodando, cuatro o cinco cosas terminadas, dos o tres relatos a medio hacer, un diario de viajes, y servilletas pintarrajeadas a la espera de una nueva vida.

En una carpeta, casi como si fuera un tesoro, tendré un puñado de cartas que no mandé nunca. Por vergüenza, por pena de mi mismo, por no tener sellos, por cualquier razón que se me ocurra ahora, y que me servía entonces; ahí están, contando las sensaciones de hace unos años, de otras penas pasadas.

Los papeles de trabajo, muchos de ellos, están llenos de anotaciones filosóficas a la vuelta de lo importante. Junto cuadernitos donde tomo notas cuando voy en metro o bus, y también se salpican de reflexiones, hay hojas sueltas de periódicos donde anotar en un rincón una palabra que desarrollar, una frase escuchada en la parada.

He escrito para otros, para amigos, por encargo, por dinero, por aburrimiento, por peticiones del oyente. Cosas de las que en algún momento me puedo llegar a avergonzar, o no. Las ideas no son buenas o malas, sólo es cuestión del momento en el cual se ocurren.

Guardo reflexiones, ideas, relatos, comentarios, cartas, correos electrónicos, incluso en una época guardaba mensajes de texto para el móvil. Los guardo con añoranza, con pena, con tristeza, con alegría los menos, con interés casi arqueológico. No tengo muy claro cuál es el motivo principal. Quizá sea ese de “no se tira nada hasta que no pasen cinco años”.

Sé que en algún cajón perdido hay una novela a medio plantear, guardada con unas líneas que pretendían ser historias de mi vida en una juventud remota, garabateadas con mil faltas de ortografía, a bolígrafo “bic” adornadas por los bordes con frases lapidarias a modo de lema vital: “yo estuBe aquí” dicen, y dejando claro que la B no es la V.

Me siento delante del ordenador y lo único que se me ocurre es no decir nada, recordar cuantas cosas se me quedan a medias por el camino, la falta de decisión y de ánimo para llevar al final todo. Buscamos la excusa que nos permita completarnos, y como no la encontramos dejamos incompletas las piezas sueltas.

Leo mucho, casi siempre tengo un par de libros rodando, cosas de trabajo muchas veces, también de otras personas cercanas, y me entra la ansiedad de no saber escribir, de no poder terminar, de no poder llegar a comparar, de no saber plasmar tantas cosas como me rondan por la cabeza. Prefiero quedarme callado.

Releo lo propio, me asusto. Cuántas cosas me gustaría decir, decirte, y hacerlo a voces. Pero ni eso, ni siquiera desde el escondite de este rincón me atrevo a continuar. Sólo a susurrar para mí, para dentro, que la felicidad completa no existe, y que como todo lo que escribo y que muchas veces comienzo, se queda a medias, así de completo es todo.

Hay que buscar las razones después de los hechos, las excusas más bien, para no acabar locos, de nuevo las “auto-justificaciones”, para quedarme tranquilo. Ya vendrán mejores momentos para escribir.

Aunque no he dejado de escribir…

viernes, 18 de diciembre de 2009

Decisiones

Lo que nos diferencia de los animales es el raciocinio, la capacidad de discernir, de elegir. Siempre nos han contado que un animal no puede tomar decisiones racionales, y que sus movimientos se basan en el instinto. Comen, se mueven, se reproducen, porque su sino, su destino, está ligado a ese instinto. Evolucionan en el tiempo obligados por su entorno y su instinto. Imagino que las personas también tenemos ese instinto animal, pero la evolución, las normas sociales, la religión, la sociedad y el hecho de sentirnos civilizados nos hace tamizar y camuflar ese nuestro instinto. Así que de vez en cuando nos generamos, o se generan situaciones a nuestro alrededor, o en nuestra vida que son instintivas, pero que hacen que nos tengamos que parar a decidir. Decidir, adecuar, equilibrar, compensar… Darse la vuelta y marcharse de donde se está porque es lo mejor, porque es lo que toca, porque es lo que hay que hacer. Decidir luchar contra los elementos. A esos instintos, con el paso del tiempo, les hemos cambiado el nombre, y los hemos terminado por llamar “sentimientos”. Esas cosas que nos sacuden el alma y la conciencia y no son racionales. Cosas de la religión casi siempre. “No podemos luchar contra nuestros sentimientos”” El corazón y razón” Frases hechas. Pensar en no dejarse llevar, imaginar la más alta cota de racionalización: la infelicidad deseada. Hay que huir del victimismo, de la pena, del auto-flagelo, pero al final se reduce todo a una sesión se masoquismo sin el placer deseado. Porque ni el convencimiento de la mejor elección posible, hace que ese instinto deje de manifestarse. Decidimos en nuestra vida social lo que es mejor para nosotros, para nuestros hermanos y amigos, decidimos lo que es mejor para otras personas, decidimos lo que es mejor para la persona que supuestamente amamos, pero egoístamente, sin pensar en esas personas, para sentirnos bien con nosotros mismos. Luchamos contra natura para satisfacernos el alma: es lo correcto. Eliminamos palabras de nuestro entorno como “culpa” “error” “cargo de conciencia” y volvemos a racionalizar los instintos para sobrevivir. Queremos ser portadores silenciosos de felicidad, aun a costa de la nuestra propia. Decidimos. Tomamos un rumbo y somos fieles a él. Dejamos de preocuparnos por las banalidades y las superficialidades, porque hemos decidido ser felices desde la infelicidad. Sonreímos ante nuestra vida, andando, procurando que se note poco, y durmiendo (o no) con el vacio instintivo. Es asumirlo. Puede parecer que es conformismo, que es desidia por el mundo, pero no es así. Es algo activo, laborioso, que ha llegado tras mucho trabajo. Pero no nos conformamos, simplemente, lo decidimos. Siento, pienso, decido, siento, escondo, decido, siento…sonrio…pienso…decido…

miércoles, 25 de noviembre de 2009

Año Uno

Qué osada es la ignorancia. Nos parece que abrir una ventana nos libera del miedo, del mal, de la desidia del aburrimiento del espacio cerrado. Nos atrevemos a hablar sin sonrojo de momentos, casualidades, borracheras, el bien o el mal. Atrevernos a describir como expertos en la materia cualquier cosa que se nos pase por la cabeza, sin pensar en lo obsceno, casi pornográfico que es desnudar cada palabra carente de sentido, con la alevosía de la libertad por bandera.

Qué dignos somos, qué valientes, temerarios, qué inteligentes, atreviéndonos a sentar nuestras pequeñas cátedras, nuestras vanidades, recuerdos y alegrías sin temor a ser descubiertos, indolentes con el paso del tiempo, de las cicatrices y las heridas que cusamos. Anunciamos nuestras vidas con la necesidad encubierta de la vanidad y el egoísmo. Transitamos por la información vital de nuestras horas pensando en la poca importancia que tendremos, en plasmar lo que somos para que los que vienen nos alaguen, humillen, admiren o repudien, desde el placer de saberse el centro, el alfa o el omega de una sensación casi sádica y masoquista.

Nuestras palabras son lanzadas al aire, directas, indirectas, para ti, para mí, para ellos, para todos, para cualquiera que se pase a dar una vuelta por nuestras pieles, abiertas con permiso, y escondidas del receptor real, ocultas al destinatario, que sin saberlo recibe una lanzada en su propio pecho, carente de verdad, porque el cañonero escondió la mano tras apretar el gatillo.

Egoístas de nuestros males, nos liberamos, nos masturbamos el ego soltando el lastre que cada día nos aprisiona, y es verdad, nos sentimos mejor, nos comunicamos, nos sentimos placenteros tras nuestro pequeño orgasmo literario.

A mí me pasa.

Me goza y me duele a partes iguales, pero disfruto de mis momentos, de mis pequeños regalos, a esas personas que sé que están ahí y a las que a veces me cuesta tanto hablar. Me gusta poder dejar ahí, para quien lo quiera, un recuerdo un trazo y quién sabe si una esperanza, para que lo que tenga venir sea siempre mejor.

No voy a cambiar el mundo, no lo pretendo. No voy a dar luz a la oscuridad, no lo quiero. No voy a descubrir nada con estas letras, mi ignorancia no me deja. Pero al menos, vivo fuera de mi y dejo de lo dentro un poco, para llegarte, para escribirte, para sentirte, sonreírte y quizá (o sin quizá) para amarte, aunque tú no lo sepas.

Un año de tonterías no podía celebrarse de otra manera…

viernes, 6 de noviembre de 2009

6.

Estaba esperando con la primera copa en la mano, parece que se anima la noche.
Imagino que es cuestión de ir pensando en dejar la ginebra… ¿o quizá de aumentar la dosis? De vez en cuando cuento por ahí que a mí los mosquitos no me pican porque tengo demasiada en la sangre. Aunque he perdido mucho de mis años de juventud, de cuando me llevaba las botellas vacías a mi casa, aun aguanto un par de rondas (rápidas, of course) a la cabeza y sin torcer mucho el paso.
Mira que la última vez que hablé de esto fue porque me dio por la vida sana, ahora volvemos a las andadas desde el lado oscuro…
He pasado un tiempo de barra en barra y por cosas de la vida, que son las cosas del querer, me he visto hablando de predisposición, de amor, de riesgos, de lo que queremos en la vida, de lo que no queremos y del tiempo y las necesidades. Así que, tras pedir otra copa (apunten: ginebra con limón) y acodarme en la barra evitando ser visto por nadie que quiera bailar, reflexionas sobre la flora y fauna vital de esa noche. Al final nadie quiere pedir mi copa, que la pida yo…
Ginebra, a ser posible “bifiter”, con limón, a ser posible “sueps”, en vaso ancho, con un poco de limón natural. Si no hay limón “sueps” me vale “trina” o “radical” o limonada…pero evitar la “fanta” a toda costa. Sí, es por ello que mis copas las pido yo.
La verdad es que no se ligar en los bares, me pongo nervioso, y me veo que no soy capaz más que de preguntar aquello de “¿estudias o trabajas?” es por ello que no me suelo lanzar, me quedo más bien en pensamientos estúpidos… la predisposición, decíamos ayer…
Creo que los sentimientos son una discoteca: “SoulDiscoHeart” un local de moda, donde todo el mundo quiere entrar. Pero nosotros, los dueños del garito, hemos colocado un portero en la puerta de esos que dan miedo, tipo “2x2” al que le dijimos: aquí no entra cualquiera. Quizá la orden va por épocas, y tenemos noches en las que entra todo el mundo, otros días que solo entra gente mona, o días en los que preferimos “chapar el chiringuito” y que no entre nadie. Una vez dentro, el sitio, por lo general, suele gustar: buena música, camareros simpáticos y copas a buen precio. Es fácil tomarse una copa. Incluso repetir y convertirse en cliente habitual, y charlar con todos, incluso hacer que el “boss” se pague una copa de vez en cuando. El problema de esa clientela es que se renueva, y quizá mañana entre alguien más deslumbrante, y pase su momento de moda.
Otra copa, “plis”.
Dentro nos llama la atención otra puerta, unas cortinas de terciopelo, con otro portero. Quizá más elegante, más refinado, pero igual de eficaz. Y quizá hay gente que quiere entrar, pero se le corta el paso; esa es la sala “VIP”. Para entrar ahí necesitas invitación personal del dueño, estar “en lista” y, amigos, eso es lo que mola. La gente, mucha quiere entrar, pero, nuestro portero no les deja. Les dice que pueden venir a tomar copas cuando quiera, que puede traerse amigos, pero entrar ahí es más complicado.
Podemos ver como la gente quiere tomarse copas en nuestro local, veremos como nadie quiere, épocas de moda y épocas de bajón, pero siempre tendremos nuestros porteros en las entradas, haciendo que pensemos que nadie es suficientemente bueno para entrar en nuestra sala vip.
¿Me pones la penúltima?
Nos damos una vuelta por nuestro garito, nos gusta, elegimos la decoración, cada temporada lo renovamos, contamos con buenas relaciones, nos gusta estar de moda. Pero muchas veces por querer ser demasiado exclusivos no hay nadie dentro. Vacío. Miramos a nuestro alrededor y no hay nadie. Nos asomamos a la ventana y vemos gente remoloneando por la puerta, pero que no quiere entrar. El sitio está muerto, y aún así nuestro portero principal le pone trabas a la gente: no, tu eres muy mayor, tu eres muy joven, tu eres muy feo, tu eres demasiado guapa, tu eres muy simple, tu eres demasiado listo, a ti te conocemos demasiado, a ti no te conocemos nada…
Nos sentamos en una banqueta, mirando los hielos, y apuramos el último trago. Es hora de cerrar. Nuestro local de moda, con espectáculos en vivo, cierra otro día más.

lunes, 19 de octubre de 2009

5.

La cocina es un misterio. Uno se independiza de su madre y entonces se da cuenta que el término “cocinar” es algo más que poner la lasaña en el “micro-wave”.
No he tenido demasiados accidentes gastronómicos, lo típico: comidas muy saladas, muy sosas, tortillas pegadas, patatas fritas con azúcar, pollo crudo, comida para cuatro con cantidades para dos, chamuscar la cebolla frita y alguna cosa más que ahora no me acuerdo. La verdad es que mis únicos problemas en la cocina son con el tiempo y las cantidades, poca cosa…
En contraprestación diré que soy fan de los programas de cocina, desde Arguiñano hasta uno inglés del canal cocina que hace las cosas en su casa con las manos y pringando mucho. Me quedo embobado ahí, mirando como parten, pelan, pochan, rehogan, gratinan, doran, emplatan, caramelizan o deconstruyen. Siempre me ha parecido algo genial, ver cómo trabajan, y dejan la cocina como los chorros del oro.
La cocina siempre me ha parecido un espacio muy particular. El lugar en el cual parece que las fiestas, cuando están de capa caída se reactivan, donde uno se mete a comer o beber para no molestar, y donde se hacen muchas confesiones, de las íntimas o de las abiertas. Cocinar nos muestra un poco como somos…
La cosa es que se pone en una sartén (a ser posible que nos se pegue mucho) y se hace un “sofrito” : esto es que se pone cebolla, tomate natural y medio pimiento verde, que habremos lavado y partido (previamente y mejor en ese orden). Eso ya así sólo, huele que alimenta. En la misma tabla, con el mismo cuchillo, pero con algo más de cuidado troceamos un poco de pollo. No nos pongamos estupendos: pollo es pollo. Muslos, pechugas, contramuslos…a mi me sabe todo igual: a pollo. Últimamente me ha dado por “salpimentar” No sé si me queda bien, pero tiene su gracia: le pongo un poco de sal y de pimienta al pollo, lo restriego un poco y cuando veo que la cebolla tiene buen color, lo añado. Unas pocas judías verdes, de esas de bote, en este punto a la sartén no van nada mal.
Sacamos una lata de cerveza de la nevera, nos bebemos la mitad (me acabo de dar cuenta que los cocineros hablan como el Papa… “nos”) y la otra mitad, bueno, un poco menos, se la echamos al pollo cuando este se empiece a poner blanquito. Añadimos arroz (pues no se…un par de puñados ¿no?) y rebajamos con un poco de agua. Remover de vez en cuando. Esperar. Remover. Ver la tele. Remover. Mirar el facebook. Remover. Preparar la mesa. Remover. En este punto hay quien prueba la cosa a ver cómo está de sal. Bueno, es una opción más, y si se sabe, pues se corrige el punto. Remover. Comprobar que el arroz está en su punto, y el pollo también. Lo suyo es dejar que todo el caldo “reduzca” y quede la cosa más bien pastosilla. Cuando hayamos decidido que nos gusta la textura, retiramos del fuego/vitro/gas y lo dejamos reposar mientras miramos que no hay correo nuevo en la bandeja de entrada del MSN.
¡¡¡Servir y listo!!!
Es una tontería; una tontá mayormente… pero el otro día me sorprendí a mi mismo pensando que estaba muy rico eso que acababa de hacer, y que no podía disfrutarlo nadie más…
La cocina es algo peculiar que te hace sentir un poco solo (aunque friegues menos cacharros)

sábado, 3 de octubre de 2009

Amarillo.

Es uno de esos días, de esos en los cuales no quieres nada con el mundo, y que recuerdas cuando eras pequeño y pensabas que cerrando los ojos te hacías invisible. Ahora no puedo cerrar los ojos, pero puedo ponerme las gafas de sol y los auriculares, y creer que soy invisible-man...
En esas estaba, pasando totalmente desapercibido, en el andén del metro con las gafas de sol puestas, cuando se paró a mi lado. Me llamó la atención, había mucho andén libre, mucho lugar donde colocarse, mucho asiento libre para esperar los trenes, mucho más espacio que pegada a mí hombro (y eso que no llevaba mi colonia irresistible: Nenuco, por homme)
La indiscreción me puede y, parapetado además por mis nuevos poderes de hombre invisible adquiridos, no pude evitar escanearla. Ella también era una mujer invisible: gafas de sol y el mp3 en la mano, con el pelo recogido por un pañuelo. Me cuesta mucho determinar la belleza de una persona sin mirarla a los ojos. Parecía entretenida, divertida. No parecía guapa, quizá de belleza peculiar. Tenía la sonrisa permanente y las manos en los bolsillos. Quizá este hecho no sea consecuencia del otro, y sonreír no sea la consecuencia de meterse las manos en los bolsillos…o sí, dependerá de lo profundo que sean esos bolsillos, claro…pero…no, no…que me meto en un jardín…
Llevaba unos pantalones grises, peculiares, a medio camino entre el sport y el vestir, sujetados por unos tirantes y una camiseta amarilla mostaza.
Al llegar el tren, ambos subimos al mismo vagón, y nos quedamos de pie apoyados en la puerta. No había sitio a la vista y yo llegaba en dos paradas. Siempre he pensado que el metro y sus alrededores son “micro-universos” para describirnos. Ahí fue cuando yo me quité las gafas, y perdí los poderes de hombre invisible, mitad porque me parecía absurdo llevarlas dentro de un vagón de metro subterráneo, mitad porque quizá la chica de amarillo no se habría percatado de mi. Así pasaron las estaciones, pensando que sería la separación traumática de nuestras vidas. Sorpresa.
Detrás de mis pasos fueron los suyos y salimos por la misma puerta en la misma dirección… ¿me estaría siguiendo? Volví a camuflarme con las gafas de sol (esta vez para que mi indiscreta mirada no fuese cazada) y tomé la primera salida de la estación, contemplando de reojo como la chica de amarillo hacía lo mismo. Al llegar a la calle, entonces sí, nuestros pasos se separaron en contrarias direcciones…
De allí fui en busca de un libro a una de esas librerías destartaladas que hay en la ciudad, como si fuese un bucador de tesoros. Llegué, vi, compré y salí. Volví a casa con mi libro más contento que unas pascuas, deshice el mismo camino y volví al mismo metro.
Mi tren llegó, mi puerta se abrió, y cuando estaba a punto de marcharse, por la misma puerta, de nuevo, la mujer de amarillo: mismas pose, misma sonrisa… misma mujer invisible.
Esta vez, cuando llegué a mi destino ella no se bajó del tren, y me quedé mirando cómo se alejaba desde el andén.
Retomé la sensación de hombre invisible…
Quizá no es bueno querer ser siempre invisible.