La relatividad temporal es algo estudiado, visto y oído por todas partes y rincones. Niñas que maduran antes que los niños, jubilados con espíritu de adolescentes, precoces púberes pertinentes que adelantan la edad de todas aquellas cosas que mi generación retrasó hasta “hacerse mayor”, bebés que siempre llevan ropa de otra edad, porque siempre están más crecidos de lo que corresponde, y jóvenes cansados como abuelos. Me paso días subido a trenes y autobuses luchando por avanzar más deprisa que el tiempo, por llegar sin que el minutero me siegue con la aguja de la hora la libertad de ver pasar esas horas, intentando que este mi tiempo se retrase y corra “einstenianamente” para atrás. La relatividad del tiempo, que nos hace volver la vista y ver que los días, semanas y horas no pasan igual en verano que en otoño; que la caída de las hojas nos proporciona una sensación de lentitud, de cambio, de otro tiempo, y que el verano veloz no tiene a costa de su propia fugacidad. ¿Qué se puede hacer en una hora? Me adentro en las barbaridades que puedo hacer para malgastar esos sesenta minutos, y busco las cosas recónditas, las menos superficiales que puedan ocurrírsele a todos, o aquellas que me preocupan sólo esa hora. La medida temporal del amor, por ejemplo, también nos empuja a la relatividad, a relativizar sobre el conocimiento, sobre si por permanecer tantos o cuantos años al lado de otra persona llegaremos a querer más, mejor y de manera intensa, que aquellos cuyo amor empezó solo dos segundos antes. Una hora es poco ¿Qué se puede hacer en dos años? Escribir, conocer, cambiar, evolucionar, madurar (o no) y darle la vuelta a la vida. Leer, o más bien releer las desdichas que antaño nos hacían quejarnos. Estamos aquí para dejar impronta seria de nuestro paso por el mundo de las ideas, siempre con la mente puesta en el exhibicionismo libidinoso de nuestro cuerdo pensar contemplado, admirado, comentado y publicitado por las cuatro esquinas del universo cibernético. Miro el tiempo, contemplo más bien. Pienso en recuerdos, recuerdo recuerdos, y medito sobre cómo cambian en mi cabeza a medida que pasa el tiempo. Frases sueltas otra vez. Inconexas una y otra. En dos años da tiempo a recorrer varias vidas y no quedarse en ninguna, a explotar y reventar. Momentos de frustración y de alboroto, que se cierran con puntos y signos ortográficos. Relativizo el tiempo para pensar que dos años no son nada y recuerdo cada movimiento en el teclado de mis dedos. A quien dirigía mis letras pensadas en flechas o en dardos, a quien las quiero llevar cada segundo, o si quizá no habría nadie destinado para ninguna de las palabras. No son iguales dos años para todos; creo, de hecho, que no serán iguales ni para uno mismo. El tiempo dura lo que dura el tiempo, y eso es bastante relativo. A pesar de todo, con tonadilla sesentera de banda sonora, resistimos el paso del tiempo, aunque sepamos que esa resistencia es batalla perdida. Resistimos la relatividad haciendo efectivo, tangible y vivido ese tiempo que quiere ahogarnos y sobrepasarnos, haciendo que nuestros pequeños esfuerzos por dejar algo que ese tiempo no pueda llevarse por delante, y sin saber siquiera si algún día lo conseguiremos, queden por ahí en la retina de algún recuerdo; y puede que a nuestro pesar, a ese pensamiento solo sólo el tiempo le dará o no la razón.
Dos años no son nada…
1 comentario:
el tiempo dura lo que dura, casualmente en este caso la causalidad son dos años entrando y saliendo de esa puerta al derecho de decir cosas y quedarse tan ancho...
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