Una vez, hace muchos años, cuando
estaba de pensamiento universitario, se me ocurrió la brillante idea de tener
una maleta preparada en el altillo del armario. Un poco de ropa de entretiempo,
una bolsa de aseo, y lo mínimo imprescindible para salir de marcha. Poder
levantarme un día y dejarlo todo para salir lo más rápido posible. Fue, como lo
fueron muchas de aquella época, una idea feliz que nunca pasó a realidad. Con
el discurrir de los años acumulé tal cantidad de despropósitos físicos, que ya
no me bastaba una maleta. Un camión para
poder llevarse la vida. Un tiempo que avanza, y ahora a la vista de todo ese
mar de cansancio que hace la acumulación, la tristeza de aquella idea feliz se
asoma como un recuerdo romántico. El tiempo, inexorable, avanza y nos vuelve a
colocar, como una moda en “revival” en aquellas felices ideas. Quizá ahora,
para moverme, sólo sea necesario pensarlo y dejar las maletas en los altillos,
llenarse los bolsillos de arena para no volarse y salir corriendo. Acumulo
mucho peso, mucha vida reflejada en trastos y recuerdos, y trapos y vasos y
ropa, y ver que por muchos zapatos que se agolpen en el fondo de mi armario
sólo tengo dos pies. Los papeles, los libros, los lápices de colores que
dibujaban espacios estancados que se quedan en los cajones que se mueven y se
desplazan de un lugar a otro se rompen y despuntan pensando en otros trazos,
parece que no quieren dejarme escapar. A
veces me asaltan todas las dudas de la necesidad de espacios, de vidas
unificadas, de recodos llenos. A veces piso el césped mojado que rodea mi casa
para contactar con un mundo imposible, uno que cada vez se aleja, o al menos
eso parece a ratos, de la vida que construimos alrededor de aquella maleta con
objetos imprescindibles. Parece como si a lo largo de los años fuéramos
colocando obstáculos, cercando aquel altillo de aquel armario que sostenía
aquella idea. Cercos de vida, fosos de comodidad, trampas de rutina, que nos
alejan de las esencias. También es
cierto que la vida avanza, y que llegan tiempos que nos fortalecen, nos hacen
poderosos de ánimo y energía para saltar tanta miseria y vida pre-fabricada y
recuperar aquel viejo sueño. Cierto que cuando estamos ahí, sudorosos por el
esfuerzo realizado para traspasar aquel campo minado que construimos sin darnos
cuenta, a veces ya con la esperanza en la mano, nos preguntamos “¿y ahora que?”
“¿Y ahora donde?” Tanto para nada. Volvemos a dejarnos arrastrar por esa
corriente fatigosa, a dejar en su sitio, impoluta, esa otra vida, lanzados a
seguir construyendo murallas vitales que nos reconfortan. Puntos de inflexión en el camino. Más y más
puntos de giro, más y más caminos. Recuerdo también estando en la universidad
escaparme de aquella Ciudad Imperial para viajar furtivamente, sin decírselo a
nadie, sin más impulso que la necesidad de escoger otro camino que no era el
que estaba marcado, aunque fuera apenas por unas horas, aunque fuera apenas por
un momento. Sin maleta, sin ropa, sin vida; simplemente con el deseo. A veces
me vuelve a asaltar como un sueño adolescente ese impulso, de aparecer en otra
ciudad, en otro sueño, en otro mar, en otra vida, con otra vida, con otra piel.
Sigo guardando una maleta, vacía esta vez, pero no en lo alto de un armario,
sino en los pies de la cama, que me recuerde lo fácil que es salir y lo difícil
que es volver, lo indeciso que es llenarla y lo duro que es vaciarla. A veces,
mis maletas viajan mas que yo…
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