Rebusco entre los cajones de
todos los armarios. Las mudanzas tienen estas cosas del orden desordenado; un
día lo colocas todo en un nuevo lugar y pasan seis meses hasta que decides
volver a necesitarlo. Ahora busco una bufanda. Tengo muchas. Es una cosa curiosa.
También tengo muchos guantes de la mano izquierda, pero eso es otra curiosidad.
Casi todas mis bufandas son grises. Negras, grises, oscuras. Como el invierno.
El frio llega y parece que hay que combatirlo desde la oscuridad. Quedarnos
agazapados, encogidos y discretos para que no nos afecte mucho. Evidentemente
no es algo común o general, pero parece que cuando llega el frio, ver colores
vistosos en abrigos o gorros o bufandas es más llamativo que hacerlo en los
tiempos donde el sol nos glorifica. El invierno oscurece. Hay gente alegre, y
gente triste, y melancólica, o pizpireta, que viste claro, o de colorines, o
incluso tiene un abrigo largo negro, porque parece que es una de esas cosas que
hay que tener. También hay abrigos rojos, guantes verdes, e incluso pañuelos de
vivos colores. Pero mis bufandas son casi todas grises. Casi. Tengo una de
colores. No son colores muy disparados, de esos chillones. Son colores.
Alegres. No la encuentro. Quizá sea de
persona seria llevar una bufanda gris, de esas como las que anuncian los trajes elegantes cuando
en verano los corteingleses y derivados dicen que se acerca el invierno. A
veces lo dicen en inglés, que parece más frio. Quiero abrigarme. Quiero
encontrar esos colores que me tapen un poco la cara ante el frio. Quiero estar
preparado par respirar el aire caliente que se cuela por las lanas de esa
bufanda de colores. Los días de invierno, como cualquiera sabe, son pesados.
Son largos. Son extremadamente plomizos cuando el despertador te grita al oído,
y tienes que salir de casa a la inhóspita calle antes que despierte el día y
vuelves sin ver el sol. Vuelves sin saber de que color es el cielo de ese día
que has pasado abrigado entre capas y entre techos. Al menos abrigarme con
recuerdos, con caras, con colores. Me siento un momento a visualizar mi
desorden. Todo revuelto en la búsqueda de aquella prenda. No puede andar muy
lejos. De repente se apodera de mi un pensamiento, un sentimiento de
hundimiento ante la posibilidad de haberla perdida en el devenir de aquel
trasiego de enseres y vidas y almas y recuerdos que es aquel cambio. Entonces
piensas y estrujas la cabeza, porque aquello no valía mucho, nada quizá, una
bufanda. Tengo muchas. Pero quiero esa. Aquel regalo que llegó para desechar
todas las grises, todas las negras, todas las oscuras. Todo se hace más frio
entonces, mas pesado. Todo es peor. Todo el desorden es mayor cuando piensas
que se perdió y farfullas lo despistado, y lo idiota que eres por perder eso.
Por perder eso y no otra cosa, por despistado, por tonto, por tanto. Suspiro. A
veces cuesta un poco resignarse cuando uno es culpable de lo que le acontece.
Cuando no puedes hacer nada más porque nada más hay que se pueda hacer. Busco
los pañuelos, las bufandas, aquello pares sueltos de guantes izquierdos, los
gorros, gorras y sombreros, unas orejeras, dos cuellos polares, y tres
chaquetas. El invierno sobre la cama. Pero no está mi bufanda. A veces me
desespero cuando las cosas que llegan escapan a mi control. Tengo que
reordenarme para saber que los días fríos tienen que pasar, y que aunque yo no
lo vea en ese devenir estacional, el sol está ahí, y el cielo es azul, y que en
primavera o en verano también llueve y no tengo paraguas. Mi bufanda de colores
estaba guardad en otro lugar. Alejada de contaminarse de grises y oscuros
pensamientos abrigados, me aguardaba resguardada en otro momento que no lugar.
Sonrío. El invierno no me da miedo ya.
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