martes, 4 de diciembre de 2012

29.


Rebusco entre los cajones de todos los armarios. Las mudanzas tienen estas cosas del orden desordenado; un día lo colocas todo en un nuevo lugar y pasan seis meses hasta que decides volver a necesitarlo. Ahora busco una bufanda. Tengo muchas. Es una cosa curiosa. También tengo muchos guantes de la mano izquierda, pero eso es otra curiosidad. Casi todas mis bufandas son grises. Negras, grises, oscuras. Como el invierno. El frio llega y parece que hay que combatirlo desde la oscuridad. Quedarnos agazapados, encogidos y discretos para que no nos afecte mucho. Evidentemente no es algo común o general, pero parece que cuando llega el frio, ver colores vistosos en abrigos o gorros o bufandas es más llamativo que hacerlo en los tiempos donde el sol nos glorifica. El invierno oscurece. Hay gente alegre, y gente triste, y melancólica, o pizpireta, que viste claro, o de colorines, o incluso tiene un abrigo largo negro, porque parece que es una de esas cosas que hay que tener. También hay abrigos rojos, guantes verdes, e incluso pañuelos de vivos colores. Pero mis bufandas son casi todas grises. Casi. Tengo una de colores. No son colores muy disparados, de esos chillones. Son colores. Alegres. No la encuentro.  Quizá sea de persona seria llevar una bufanda gris, de esas como  las que anuncian los trajes elegantes cuando en verano los corteingleses y derivados dicen que se acerca el invierno. A veces lo dicen en inglés, que parece más frio. Quiero abrigarme. Quiero encontrar esos colores que me tapen un poco la cara ante el frio. Quiero estar preparado par respirar el aire caliente que se cuela por las lanas de esa bufanda de colores. Los días de invierno, como cualquiera sabe, son pesados. Son largos. Son extremadamente plomizos cuando el despertador te grita al oído, y tienes que salir de casa a la inhóspita calle antes que despierte el día y vuelves sin ver el sol. Vuelves sin saber de que color es el cielo de ese día que has pasado abrigado entre capas y entre techos. Al menos abrigarme con recuerdos, con caras, con colores. Me siento un momento a visualizar mi desorden. Todo revuelto en la búsqueda de aquella prenda. No puede andar muy lejos. De repente se apodera de mi un pensamiento, un sentimiento de hundimiento ante la posibilidad de haberla perdida en el devenir de aquel trasiego de enseres y vidas y almas y recuerdos que es aquel cambio. Entonces piensas y estrujas la cabeza, porque aquello no valía mucho, nada quizá, una bufanda. Tengo muchas. Pero quiero esa. Aquel regalo que llegó para desechar todas las grises, todas las negras, todas las oscuras. Todo se hace más frio entonces, mas pesado. Todo es peor. Todo el desorden es mayor cuando piensas que se perdió y farfullas lo despistado, y lo idiota que eres por perder eso. Por perder eso y no otra cosa, por despistado, por tonto, por tanto. Suspiro. A veces cuesta un poco resignarse cuando uno es culpable de lo que le acontece. Cuando no puedes hacer nada más porque nada más hay que se pueda hacer. Busco los pañuelos, las bufandas, aquello pares sueltos de guantes izquierdos, los gorros, gorras y sombreros, unas orejeras, dos cuellos polares, y tres chaquetas. El invierno sobre la cama. Pero no está mi bufanda. A veces me desespero cuando las cosas que llegan escapan a mi control. Tengo que reordenarme para saber que los días fríos tienen que pasar, y que aunque yo no lo vea en ese devenir estacional, el sol está ahí, y el cielo es azul, y que en primavera o en verano también llueve y no tengo paraguas. Mi bufanda de colores estaba guardad en otro lugar. Alejada de contaminarse de grises y oscuros pensamientos abrigados, me aguardaba resguardada en otro momento que no lugar. Sonrío. El invierno no me da miedo ya.

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