La casa estaba muy silenciosa. Las
horas de la madrugada daban pie a motivar un poco el sigilo. Aquel pasillo
estrecho, luminoso y lleno de trastos que antes estaba siempre caliente, ahora
se mostraba tenuemente frio. Se adelantó al salón, a dejar sobre la mesa de
café un pequeño sobre. Había decidido marcharse temprano sin despertar a nadie,
pero no quería hacerlo sin despedirse, aunque fuese una nota, unas líneas de
agradecimiento un tanto furtivas. Las despedidas más cariñosas ya se las habían
dado al despuntar la noche, y ahora ya sólo sería un acto vano que únicamente conseguiría
irrumpir sueños y descansos. Mejor así. La madera crujía a cada paso, de una
forma delatora y casi con estruendo en aquel mutismo oscuro que le llevaba a la
cocina. Calentó un poco de leche en un cacillo, como hacía años que no pasaba; desde la época de
los electrodomésticos modernos y poco colaboradores a no romper la paz. El
fuego de la cocina era mucho más romántico para aquella mañana que aun no había
llegado pero que amenazaba con acontecer. El café caliente le ayudaría a enfrentarse
a la calle que esperaba puntual, como un enamorado a su primera cita. A la
oscuridad de las infinitas pequeñas luces que arroja una cocina, sorbía con calma,
sin prisa, calentando manos y labios y alama al mismo tiempo, mientras cavilaba
sobre la ritualidad de los viajes, de los momentos y de aquellas despedidas. O
bienvenidas, dependiendo del lado del cual se mire. Enterró la taza entre el
resto de platos testigos de la cena que aun esperaban mejor destino, y del bote
de lata sacó una de las galletas. Sacó dos. Una que sujetaba con los dientes y
otra que guardaba en el bolsillo de su abrigo. Sonreía a su gula. El pasillo volvía
a crujir, esta vez como despedida final en el camino a la puerta. Al girar las llaves para cerrar volvió a
pensar en las rutinas, en las manías, en los usos y costumbres que se pegan a
cada uno con el roce y a la fuerza. Bajó las escaleras con la misma celeridad
que había tenido en todos esos momentos, con la misma paz y cuidado de no ser
visto ni oído, como si al resto de vecinos con los cuales no se había cruzado
nunca les importara saber quien y a que horas entraba o salía o subía o bajaba
de su edificio. Dudó por un momento. Parado en la puerta de la calle,
entreabierta ya. Dudó de esas cosas de las que uno puede llegar a arrepentirse.
Dudó del bien y del mal. El roce frio de las llaves seguía entre sus dedos
jugueteando. Dudó. Pero siempre la duda trae una decisión. Sacó la llave del
juego y la metió en el buzón sin chapa. Anónimo. La calle era tan silenciosa
como el resto del mundo que le rodeaba. Intentaba que además su cabeza también se
mantuviera un poco callada. Al menos para disfrutar del camino a la estación. Cada
paso era repetido, pero no por ello era común. Cada paso siempre descubre algo:
un detalle, un adorno, una puerta o una luz. Recordó su galleta. Los zapatos
daban ese toque misterioso haciendo ese ruido de andar que tantas cosas evoca,
que tantas imágenes trae. Los pasos eran los últimos. Entonces como un peso,
como una losa, descubrió que eran los últimos que daría en mucho tiempo, e
incluso puede que tuviera que preguntarse si desandaría ese camino alguna otra
vez. El estruendoso silencio le hacía detener el ritmo de sus pasos. El
olvidado recuerdo. El amor odioso. El parado viaje. No había podido evitar el
ruido de su cabeza en aquel movimiento de alma. La estación se acercaba como un
sonido que aumentaba lentamente, como un anuncio a la salida de un mundo. El
tiempo se había detenido apenas un momento, pero los trenes que no respetaban
nada le habían devuelto a la realidad. Profunda respiración, bostezo del alma.
No se puede dejar atrás lo que nunca se abandona…
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