lunes, 10 de diciembre de 2012

Oxímoron.

La casa estaba muy silenciosa. Las horas de la madrugada daban pie a motivar un poco el sigilo. Aquel pasillo estrecho, luminoso y lleno de trastos que antes estaba siempre caliente, ahora se mostraba tenuemente frio. Se adelantó al salón, a dejar sobre la mesa de café un pequeño sobre. Había decidido marcharse temprano sin despertar a nadie, pero no quería hacerlo sin despedirse, aunque fuese una nota, unas líneas de agradecimiento un tanto furtivas. Las despedidas más cariñosas ya se las habían dado al despuntar la noche, y ahora ya sólo sería un acto vano que únicamente conseguiría irrumpir sueños y descansos. Mejor así. La madera crujía a cada paso, de una forma delatora y casi con estruendo en aquel mutismo oscuro que le llevaba a la cocina. Calentó un poco de leche en un cacillo, como  hacía años que no pasaba; desde la época de los electrodomésticos modernos y poco colaboradores a no romper la paz. El fuego de la cocina era mucho más romántico para aquella mañana que aun no había llegado pero que amenazaba con acontecer. El café caliente le ayudaría a enfrentarse a la calle que esperaba puntual, como un enamorado a su primera cita. A la oscuridad de las infinitas pequeñas luces que arroja una cocina, sorbía con calma, sin prisa, calentando manos y labios y alama al mismo tiempo, mientras cavilaba sobre la ritualidad de los viajes, de los momentos y de aquellas despedidas. O bienvenidas, dependiendo del lado del cual se mire. Enterró la taza entre el resto de platos testigos de la cena que aun esperaban mejor destino, y del bote de lata sacó una de las galletas. Sacó dos. Una que sujetaba con los dientes y otra que guardaba en el bolsillo de su abrigo. Sonreía a su gula. El pasillo volvía a crujir, esta vez como despedida final en el camino a la puerta.  Al girar las llaves para cerrar volvió a pensar en las rutinas, en las manías, en los usos y costumbres que se pegan a cada uno con el roce y a la fuerza. Bajó las escaleras con la misma celeridad que había tenido en todos esos momentos, con la misma paz y cuidado de no ser visto ni oído, como si al resto de vecinos con los cuales no se había cruzado nunca les importara saber quien y a que horas entraba o salía o subía o bajaba de su edificio. Dudó por un momento. Parado en la puerta de la calle, entreabierta ya. Dudó de esas cosas de las que uno puede llegar a arrepentirse. Dudó del bien y del mal. El roce frio de las llaves seguía entre sus dedos jugueteando. Dudó. Pero siempre la duda trae una decisión. Sacó la llave del juego y la metió en el buzón sin chapa. Anónimo. La calle era tan silenciosa como el resto del mundo que le rodeaba. Intentaba que además su cabeza también se mantuviera un poco callada. Al menos para disfrutar del camino a la estación. Cada paso era repetido, pero no por ello era común. Cada paso siempre descubre algo: un detalle, un adorno, una puerta o una luz. Recordó su galleta. Los zapatos daban ese toque misterioso haciendo ese ruido de andar que tantas cosas evoca, que tantas imágenes trae. Los pasos eran los últimos. Entonces como un peso, como una losa, descubrió que eran los últimos que daría en mucho tiempo, e incluso puede que tuviera que preguntarse si desandaría ese camino alguna otra vez. El estruendoso silencio le hacía detener el ritmo de sus pasos. El olvidado recuerdo. El amor odioso. El parado viaje. No había podido evitar el ruido de su cabeza en aquel movimiento de alma. La estación se acercaba como un sonido que aumentaba lentamente, como un anuncio a la salida de un mundo. El tiempo se había detenido apenas un momento, pero los trenes que no respetaban nada le habían devuelto a la realidad. Profunda respiración, bostezo del alma. No se puede dejar atrás lo que nunca se abandona…

No hay comentarios: