El atardecer tiene ese color
romántico que sólo se puede ver desde un lugar sin cerebro, desde una
posición meramente bucólica. Si se mira con los ojos de cualquier manera
perderá todo su idealismo. El ocaso. Paradoja y metáfora todo en uno. Así
empieza el año, con un atardecer. El día primero parece que se vende a los
deseos más carnales y aunque no todo el mundo lo vive igual, en este caso se ha
dejado llevar por festejos y fiestas y excesos de una noche única, vieja e
irrepetible. Así, el atardecer es lo que despierta al entrar por el ventanal y
no el amanecer, con similar luz pero diferente orientación. Noche americana.
Con esa luz tan peculiar reflejada, y el café del desayuno a las cinco de la
tarde, aparecen los nuevos propósitos de este año que acontece. Propuestas de
nuevas vidas. Alguno de aquellos deseos, o buenos o nuevos deseos deben ser
accesibles. Lo dicen todas las revistas de nuevas y vitales calidades. No sirve
de nada establecer una meta inalcanzable para nuestra propia conciencia. El lunes
empiezo. Así me digo sin saber en qué día amanezco, perdón, atardezco. La ducha
suena y me saca de mis cavilaciones. Un nuevo año que llegó con un propósito
corpóreo. Siempre aun así, a mí me gusta llevar a mi lista de anualidades
alguna cosa más romántica para intentar cumplir en el nuevo año. Las realistas,
las verdaderas llegarán a cumplirse en función de la realidad anual, como los
programas políticos, en función de la realidad social. Quiero correr más,
quiero comer mejor, quiero dejar de fumar y beber menos los fines de semana.
Quiero leer un par de libros al mes como cuando estudiaba en la universidad.
Quiero volver a tocar la guitarra. Quiero ser más ordenado. Quiero ser mayor… y
de repente se cruzan ya los ideales a cumplir en doce meses. Poder sentir que
hago feliz a mis amigos y a mis amigas desde esta lejanía que da vida. Pensar
que se puede reír mucho más con los pensamientos positivos que con los negros
nubarrones de las almas atormentadas. Me gustaría desear que durante los
próximos trescientos sesenta y cinco días mi angustiosa existencia se irá
calmando para encontrar una luz menos oscura. Quiero ser feliz y no dar pasos
que compliquen esa sencillez. Quiero pensar que se puede respirar sin mirar una
agenda. El agua de la ducha deja de caer escandalosa y me anima a llenar otra
taza de café para esperar. Quiero aprender inglés. Quiero escribir todos los
días unas líneas para terminar una obra maestra. Quiero ir a mi oficina en
bicicleta todos los viernes. Quiero decirles a las personas que me importan que
las quiero de verdad sin importar el rubor que me causa sólo el hecho de
pensarlo. El atardecer romántico se
oscurece un poco para dejar paso a la noche que nos volverá a cubrir en
lascivas reflexiones de día dos. Noto que unos brazos mojados se agarran a mis
pensamientos para enfriarlos. Dos latidos que se acoplan en un primer
atardecer. Me toca ir a la ducha, a continuar con la lista de propósitos, a
limpiar los restos de los malos pensamientos que se agarraron al pasado año y a
repasar quizá la enumeración de aquellas acciones que en una fecha similar
llegaron y que ahora deben salir para dejar su espacio a las nuevas ideas.
Quizá en este repaso visualice victorias de realidades conseguidas y que ahora
no encuentro. Aquellos brazos sujetan su taza humeante. La mirada enorme me
inquiere sobre mis pensamientos. La casa está tranquila. El día está tranquilo.
La vida aún no ha comenzado en este día que ya parece que termina. “No pienso
nada” miento con descaro para ser descubierto. Nunca pienso en nada. La luz del
amanecer llegará en unas horas, y nos volverá a sacar de sueños y de ideas y de
lugares horizontales para reactivar la memoria de estas ideas, de estos
propósitos ficticios y reales, románticos y factibles. El nuevo año llegó con un desperfecto
desorden de vidas. Nos deja oportunidades para celebrar y el propósito de
enmienda de los errores, de los aciertos. Ayer brindamos por el año que se
terminó, porque se lo ha merecido, porque nos ha soportado y porque nos ha
sobrevivido. Ahora, con pensamientos de nuevas aventuras, de nuevas vidas, de
nuevas almas y caricias, tenemos la virtud del nacimiento. Noto el agua caliente caer. Cierro los ojos.
Los brazos mojados vuelven a rodearme, y me sacan de pensamientos excesivos…
Quizá ahí fuera, sigue el atardecer
esperando el nuevo día.
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