jueves, 12 de mayo de 2016

39.

Hay temas que nos retumban en la cabeza hasta la saciedad, hasta el daño. Temas, ideas, situaciones, que nos impiden avanzar emocional y físicamente. Cada cual tiene los suyos, estoy seguro de ello. Permanentes y derivados de situaciones casuales. Palabras, hechos, personas, motivaciones que son recursos de nuestro cerebro para detenerse. Tengo varios, o muchos, o algunos, depende del momento en el cual me pare a pensarlo. Algunos son laborales, devenidos de aquello que necesito para hacer, entender, comprender, disfrutar (o no) de mi propio trabajo. Otros son íntimos. Algunos son etéreos, livianos, superficiales, domésticos o del día a día. Otros son impersonales. Algunos son personas, recuerdos asociados a alguien, temas que se esconden en cuerpos y almas. Mil. Bloqueos que se detienen una décima de segundo para motivarnos... y aquí estamos. Recurriendo a ello: el dolor. A la necesidad de sentir dolor. Esta es la idea, el tema, la inflexión temporal que me tiene ahora retenido en mis pensamientos. Siempre he pensado que la memoria es extraordinaria, que es una caja sin fondo en la cual inevitablemente se acumulan los recuerdos sin que podamos evitarlos. No sé cómo funciona, pero sé que es imposible decidir conscientemente recordar algo. O mejor dicho: olvidar algo. Sí que tenemos (pienso, creo, elucubro) la posibilidad de hacer perenne una idea, para que no llegue nunca a ser un recuerdo, porque decidamos voluntariamente dejarla fuera del cajón que representa nuestra retentiva y que aquello esté vivido, fresco, o al menos presente. El dolor, la sensación de dolor, de pena, de sufrimiento, es adictiva. Nos regodeamos en nuestro dolor con el miedo de que al “olvidarlo” parezca que no nos importa. Si algo nos ha causado un dolor brutal, muchas veces queremos mantenerlo ahí,  como testigo de nuestra pena. Ya no podemos dejarlo. Pensamos que al sentir ese dolor somos más humanos, el dolor mantiene la vida y pensamos que no tener ese dolor con nosotros es igual a no sentirlo. Escribo desde la distancia, desde la fuerza, desde la estabilidad que me da no sentir a día de hoy ningún rencor, ni dolor, ni pena... escribo desde la fuerza de haber superado mi adicción. O una adicción muy humana. Todos lo hemos sentido, consciente o inconsciente, real o imaginado; pasar por una situación traumática y sentir que és algo que nos mantiene en primera línea de juego: con quienes nos rodean y nos consuelan, con el remordimiento de uno mismo, con la culpa, con el odio, con la venganza, con cualquier cosa que cada uno de nosotros deseamos mantener. El dolor, la pena, es adictiva y nos mantiene vivos. Mantiene vivo un recuerdo de un ser querido que se marchó, de un amor que se esfumó, de un mal paso, de una pérdida accidental, de millones de cosas... sentir y mantener el dolor nos acerca mucho hasta aquello por lo que sufrimos, y sentir que no sentimos nos hace cortar ese vínculo. A veces vemos la línea del olvido, la línea que sabemos que debemos traspasar para avanzar, para superar ese o aquel dolor, pero no queremos cruzarla... queremos sentirnos en nuestra pena, regodearnos en nuestra adicción que nos proporciona una excusa, cara excusa, para cometer atrocidades, para no salir de la cama, para mantener el odio, para ser protagonistas de esa película que nos hemos montado alrededor de un dolor. Releo mis palabras inexplicables y farfullo entre dientes lo ininteligible que parece todo lo escrito y lo claro, límpido y sencillo que es al verbalizarlo. Difícil esto de escribir, pero... tenía que ponerlo aquí, o allá, o meterlo en una botella para tirarlo al mar. 

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