Hay temas que nos retumban en la
cabeza hasta la saciedad, hasta el daño. Temas, ideas, situaciones, que nos
impiden avanzar emocional y físicamente. Cada cual tiene los suyos, estoy
seguro de ello. Permanentes y derivados de situaciones casuales. Palabras,
hechos, personas, motivaciones que son recursos de nuestro cerebro para
detenerse. Tengo varios, o muchos, o algunos, depende del momento en el cual me
pare a pensarlo. Algunos son laborales, devenidos de aquello que necesito para
hacer, entender, comprender, disfrutar (o no) de mi propio trabajo. Otros son íntimos.
Algunos son etéreos, livianos, superficiales, domésticos o del día a día. Otros
son impersonales. Algunos son personas, recuerdos asociados a alguien, temas
que se esconden en cuerpos y almas. Mil. Bloqueos que se detienen una décima de
segundo para motivarnos... y aquí estamos. Recurriendo a ello: el dolor. A la
necesidad de sentir dolor. Esta es la idea, el tema, la inflexión temporal que
me tiene ahora retenido en mis pensamientos. Siempre he pensado que la memoria
es extraordinaria, que es una caja sin fondo en la cual inevitablemente se
acumulan los recuerdos sin que podamos evitarlos. No sé cómo funciona, pero sé
que es imposible decidir conscientemente recordar algo. O mejor dicho: olvidar
algo. Sí que tenemos (pienso, creo, elucubro) la posibilidad de hacer perenne
una idea, para que no llegue nunca a ser un recuerdo, porque decidamos
voluntariamente dejarla fuera del cajón que representa nuestra retentiva y que
aquello esté vivido, fresco, o al menos presente. El dolor, la sensación de
dolor, de pena, de sufrimiento, es adictiva. Nos regodeamos en nuestro dolor
con el miedo de que al “olvidarlo” parezca que no nos importa. Si algo nos ha
causado un dolor brutal, muchas veces queremos mantenerlo ahí, como testigo de nuestra pena. Ya no podemos
dejarlo. Pensamos que al sentir ese dolor somos más humanos, el dolor mantiene
la vida y pensamos que no tener ese dolor con nosotros es igual a no sentirlo.
Escribo desde la distancia, desde la fuerza, desde la estabilidad que me da no
sentir a día de hoy ningún rencor, ni dolor, ni pena... escribo desde la fuerza
de haber superado mi adicción. O una adicción muy humana. Todos lo hemos
sentido, consciente o inconsciente, real o imaginado; pasar por una situación
traumática y sentir que és algo que nos mantiene en primera línea de juego: con
quienes nos rodean y nos consuelan, con el remordimiento de uno mismo, con la
culpa, con el odio, con la venganza, con cualquier cosa que cada uno de
nosotros deseamos mantener. El dolor, la pena, es adictiva y nos mantiene
vivos. Mantiene vivo un recuerdo de un ser querido que se marchó, de un amor
que se esfumó, de un mal paso, de una pérdida accidental, de millones de
cosas... sentir y mantener el dolor nos acerca mucho hasta aquello por lo que
sufrimos, y sentir que no sentimos nos hace cortar ese vínculo. A veces vemos
la línea del olvido, la línea que sabemos que debemos traspasar para avanzar,
para superar ese o aquel dolor, pero no queremos cruzarla... queremos sentirnos
en nuestra pena, regodearnos en nuestra adicción que nos proporciona una
excusa, cara excusa, para cometer atrocidades, para no salir de la cama, para
mantener el odio, para ser protagonistas de esa película que nos hemos montado
alrededor de un dolor. Releo mis palabras inexplicables y farfullo entre
dientes lo ininteligible que parece todo lo escrito y lo claro, límpido y
sencillo que es al verbalizarlo. Difícil esto de escribir, pero... tenía que
ponerlo aquí, o allá, o meterlo en una botella para tirarlo al mar.
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