viernes, 28 de agosto de 2009

Capitulo 4.

E

Era como una letanía, repetida en un susurro, entre los jadeos y los movimientos de su cuerpo, entrecortándose por la falta de aire, ahogada por sus propias palabras, por su propia ansiedad, por su propio deseo…

Por mí se va hasta la ciudad doliente,
por mí se va al eterno sufrimiento,
por mí se va a la gente condenada.

Le costó un poco entenderla. Sus cuerpos se movían acompasados, cadentes, bajo aquella lluvia, bajo aquella soledad inusitada, bajo todo el placer. Las frases se perdían. Pero en un momento, como si pudiese salir de su cuerpo y observar la imagen desde fuera (de hecho, podía hacerlo) contempló aquella imagen. Su imagen. Ambos se entregaban a una lujuria carnal que no podía explicarse con palabras: sin gritos, sin brusquedades, pero de una pasión desatada. Eran, efectivamente, dos fuerzas opuestas de la naturaleza, en este caso, divinas, chocando placenteramente. Ella se movía sentada sobre sus piernas sin dejar de repetir aquellas frases, extasiada, moviendo su cabeza a un lado ya otro, pero sin dejar de mirar fijamente a sus ojos. Sus manos no podían dejar de acariciar aquellos blancos pechos, ahora erizados por el placer, por el frio y empapados, por la lluvia o por su propio sudor. Era como si hubiesen cometido ese pecado muchas veces, como si fueran dos amantes experimentados. Paró, cerró los ojos y una sacudida de placer hizo que ella pereciese recostada en su pecho, parecía que hubiese muerto, pero su cadera seguía moviéndose, sabedora de que aun quedaba por llegar un placer mucho mas celestial. Con un movimiento veloz, sus cuerpos estaban tumbados, ella reposando su espalda en el pecho de él, totalmente estirada, extasiada, dejaba acostar su cabeza sobre el cuello, dejándose hacer, dejando que las duras manos pudiesen llegar hasta el final de su cadera, hasta su pecho, hasta su boca…y con nuevo placer, acariciando las palabras, volvía a repetir una y otra vez:

La justicia movió a mi alto arquitecto.
Hízome la divina potestad,
el saber sumo y el amor primero.

No podía más, sentía como un escalofrió recorría su cuerpo, como aceleraba sus devaneos, sus movimientos y embestidas se aceleraban ante lo irremediable, ahora eran las respiraciones las acompasadas, como si ella estuviera esperándolo, a pesar de sentir una y otra vez la sacudida del placer, era irremediable morir ahí. La descarga eléctrica del orgasmo les sacudió, les movió, les dejó sin respiración por unos momentos, por unos segundos eternos. Estaban tumbados uno junto a otro, escuchándose respirar, tragando saliva, intentando recuperar el aliento, intentando entender que le había hecho dejarse llevar así, dejarse arrastrar de aquella manera tan brutal a ese cuerpo, a ese pecado. Cuando consiguió reunir un poco de fuerza, se giró para volver a ver su rostro. Recostada sobre su brazo, erguida, desnuda, soberbia, desafiante, con aquella sonrisa. “Maldita sonrisa” pensó. Sin poder decir nada, sin abrir los labios, ella volvió a echarse sobre él, recostada pegando sus pechos al suyo, cerca, tanto que ahora sí que podía ver esos ojos. Y entonces ella exclamó:

Antes de mí no fue cosa creada
sino lo eterno y duro eternamente.
Dejad, los que aquí entráis, toda esperanza.

“No puede ser…”

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