Nunca me he tirado en paracaídas,
o desde un viaducto para eso que llaman “puenting”, ni he intentado suicidarme
arrojándome desde la azotea de algún edificio (realmente no he pretendido
suicidarme de ninguna manera) Pero esas situaciones se me vienen a la mente de
una manera sencilla en un gesto tan simple, o en un momento tan cotidiano como
éste. Ahí estoy, parado, desnudo, al borde de una piscina, sin decidirme. Hace
calor. Mucho calor. La casa duerme, y yo llego de una tranquila velada de
amigos, de miradas, de sonrisas, y de rencuentros. Pero hace calor. La noche
está muy tranquila. Las estrellas que tienden a alejarse cuando me encuentro en
la capital, aquí se acercan para alumbrar de esa forma tan especial que tienen
en las llanuras. La Luna no está. Quizá pudorosa ha decidido dejarme mi momento
de onanismo vital sin compañía. La ropa sale rápida, amontonada por el camino,
para dejarme llegar sin otra cubierta que esos calores que nos acompañan de día
y que por la noche salen a nuestra piel, como si ahora esa latencia fuera
protectora. Me acompaño de pocos pensamientos hasta el borde. Respiro profundo
y miro al cielo, a las ventas oscuras que rodean aquella casa, aquel patio, tan
silenciosas como éste. Imagino observadores. Pienso en miradas obscenas. Me
río. Mi cuerpo no llega a dar tantas motivaciones, pienso que es el morbo de
ver a alguien desnudo, sin más. Vuelvo a respirar con profundidad. Miro al
suelo, a los pies, a mis dedos de pie griego, al suelo frio del bordillo de la
piscina, y alargando un poco más, al agua oscura y misteriosa que me espera. Me
da frio. Siento la gota de sudor caer por mi sien al tiempo que un escalofrío
me recorre la espalda. Es entonces cuando pienso en la pereza de meterme en el
agua, seguramente no tan helada como la imagino, pero que me asusta. Meto un
pie. Soplo. Fresca agua. Miro más allá de la orilla de mi propio cuerpo. Lo
pienso una vez más. Un poco de arrepentimiento. Es en ese momento cuando recuerdo
las situaciones en las cuales podría estar con semejantes ideas. Ideas de “no
retorno” Lanzarse al vacío. No pensar en nada y dejarse llevar por un impulso
sin saber a ciencia cierta cuales serán las consecuencias de ese salto. Decisión. Es lo que falta. Cierro los ojos.
Escucho los sonidos de la noche, de esa noche: grillos, coches lejanos, un
sonido latente de motor escondido que limpia el agua, un latido a mas de una
vida de distancia, incluso me parece escuchar en la lejanía un ronquido de alguien
que duerme con las ventanas abiertas. Mi cabeza no hace ruido. Se concentra en
la Decisión. A veces me veo asustado ante pasos decisivos, ante situaciones de
arrojo, de valentía. De esas que no tienen vuelta. Respiro y muevo el cuello a
un lado y a otro. Estiro todo el cuerpo, cruje. Ya no tengo tanto calor. Noto
como el sudor se quedo en otro cuerpo o en otro momento, perro aquí, ahora, mi
temperatura es suave. Nueva Profunda Respiración. Pienso en el horizonte de un
valle profundo, en la altura de un avión, en la sensación del suicida. Dicen
que aquellos que se suicidan arrojándose
llegan muertos al suelo porque la impresión de la caída hace que el corazón no
pueda más. Pensamientos. Vuelvo a respirar, a colocar el cuerpo. Salto. Arriba
y adelante. Noto como el frio recorre mi cuerpo al tiempo que se sumerge. Una
milésima de segundo literaria para un pensamiento de horas. Noto como mi cuerpo
flota y sube arrastrado por las leyes de los cuerpos sumergidos sin pensar en
nada, sin dejar que ninguna idea se escape ni entre. Mis ojos cerrados se
relajan ante la presión del agua que inunda. Una explosión contenida de asfixia
para sacar la cabeza del agua. Mi cuerpo se estremece de frio, pero
placenteramente. Noto como el calor escapa de la piel, como se estabiliza mi
cuerpo flotando, dejándome a la deriva. Braceo un poco para alcanzar el borde
opuesto. Salgo del agua y retomo la posición inicial, notando como las gotas de
agua caen por mi espalda, nacen en mi pelo y chorrean por mi nariz. Ahora el
cuerpo ya no tiene calor, ni prisa, ni pensamientos…
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