jueves, 10 de septiembre de 2009

Capitulo 6.

N

Atado a la cama, fustigado, castigado, harto de placer y sin poder dejar de gemir, desnudo, dolorido, absorto en mil y un orgasmos, las muñecas rozadas, las cuerdas tersas y duras, sudoroso y con la mente en blanco. Esa era su imagen.

No tenía claro si aquello había sido un castigo…

La mujer se alejaba, contoneándose aun desnuda sobre los tacones, dejando tras de sí una estela de placer y de calor, un olor a sexo y a sangre, como si de un cuento de Bataille se tratara.

Estaba inmóvil. No podía mover un musculo de su dolorido cuerpo tras aquella batalla campal que aun dudaba si había ganado o perdido, si habría conseguido superar aquella prueba, o si sólo habría sido un castigo por atreverse a tanto. Pequeños espasmos recorrían aun su cuerpo y hacían que se aflojaran las ataduras de sus manos, más y más flojas, como su cuerpo, como su mente.

En la artificiosidad de aquella estancia ya no quedaba más que oscuridad, esa misma que se había tragado a la Virgen de los Infiernos, y que de nuevo, sólo mostraba, ahora entreabierta aquella nueva puerta.

Casi arrastrándose, como usando su último aliento, llegó hasta aquella nueva estancia, puerta, prueba o lugar. Levantándose, apoyado en la puerta comprendió al ver lo que le deparaba que aun quedaba mucho por recorrer, pero que un final estaba cerca, o al menos un punto de parada.

Al otro lado de la puerta, tal como la recordaba, tal como la había guardado en su retina. Allí estaba, sentada en un trono, aguardándolo.

Parecía que su cansancio cesaba, que su cuerpo se recuperaba, que su vida volvía a tener la plenitud que necesitaba, la claridad de ideas que tanto le había hecho destacar, y las ganas y la necesidad de acercarse a ella, a esa mirada pálida que no se le había borrado ni un solo segundo de su cabeza.

Ahora era diferente, parecía distante, fuerte, segura. Nada que ver con aquella imagen frágil empapada bajo la lluvia, con ese recuerdo de debilidad. Pero su hermoso cuerpo pálido, su pelo, su desnudez, seguía siendo la misma. Los ojos se buscaron entre aquella distancia, encontrándose sin miedo, y ella, en un susurro, volvió a repetirle aquella letanía:

“Dejad los que aquí entráis, toda esperanza”

Esta vez era una advertencia. Una línea de seguridad entre los dos. Entre el bien y el mal, entre un ángel y un maldito, entre la búsqueda de la paz y la paz misma… o lo que podría ser la paz.

La hora había llegado, y era el momento de tomar todas las decisiones.

“Con lo mal que se me da elegir…”

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