sábado, 9 de julio de 2011

Atreverse.

Tenía el café en la mesa. No sabía muy bien que hacer exactamente con él. No con el café, que simplemente esperaba que se enfriara un poco. Los camareros, algunos, tienen difuso el concepto de “frío” confundido con aquel otro tan común: “del tiempo” No sabía qué hacer con el post-it que se movía entre mis manos, y eso que había salido con mucha decisión de la consulta del médico, pero a medida que avanzaba por la calle, esos ánimos se templaban, y mi paso se deceleraba. “Reflexiona, hermana” que me hubiera dicho una Ismena cualquiera. (Nota mental: no todas las referencias teatrales las entiende todo el mundo. No usar. Es tontería.) Así que me paré, levanté la vista y me encontré con el amplio escaparate de una cafetería no muy concurrida a esas horas. Café. Con leche, con la leche fría por favor. Que si quieres arroz Catalina. En fin. La dirección estaba ahí, escrita con letra clara, sin mucho error, calle, número y piso. No había nombres ni referencias. Eso ahora me chocaba. Con lo torpe que era seguro que llegaba y no sabría que hacer ahí. Allí.


En la mesa de al lado me observaban. Lo había sentido antes, cuando me levanté a por un segundo azucarillo. La chica me espiaba desde detrás de un libro. Acomodé la silla para ganar un poco más de visión, y moví el servilletero plateado para poder ver el reflejo en la chapa (cosa que parece sólo es posible en las películas) Decidí que eran cosas mías de las tonterías que se me van imaginando cuando pienso en cosas que no son más que tonterías, y volví a concentrar todas mis energías en llegar o no llegar a ese lugar.


Desde el navegador del teléfono veía la ruta para llegar desde el café. No había nada destacable en la dirección. El pecho me oprimía. Me dolía aún. A veces pensaba que era cuando me acordaba de aquella dolencia, o cuando estaba cerca de resolverla, o que sabe nadie. Quizá era el hecho de visualizar una ruta, y de volver a mirar el teléfono, de esas esperanzas tan raras que nos dan cuando nos imaginamos las cosas. Volví a mirar el papel con más interés. Siempre las dudas.


De nuevo la mirada de mi espía particular clavada en mi mesa.


Hice un pequeño gesto, un ademán para volverme a ella, pero el impulso se paró a medio camino, y del propio reflejo ella se escondió de nuevo tras su libro. Ahora ya sabía dos cosas, la primera que era cierto que me miraba (entonces fue cuando mi ego ganó algunos puntos) y la otra el título de la novela que leía (entonces fue cuando pensé el poco gusto literario, y que era una pena que una chica tan guapa tuviese tan escaso interés por la buena novela)


Me levanté para pagar e la barra. Había decidido que era una tontería detenerse aquí, tras tantos pasos y tan pocas respuestas. Si acaso no sería una cosa definitiva, al menos que lo descubriese por mí mismo, y ver si era no era algo importante. El tiempo que había invertido en descubrir la causa de aquel dolor bien podría admitir un par de horas más de búsqueda. Dejé lo suelto en la barra y me volví a por las cosas que dejaba en la mesa. Mi misteriosa mujer ya no estaba en su mesa. Ni el post-it. Sobre el mármol blanco estaba mi teléfono y el cuaderno, junto a la silla mi mochila, pero el papel con la dirección había desaparecido. Pensé que estaba en el suelo (error) o que ya lo había guardado en algún bolsillo (error) Búsqueda infructuosa, avocada a una sola solución. La mujer misteriosa lo había cogido.


En su mesa no había más que restos del café y un plato, presumiblemente de una tostada (… elemental querido Whatson…) y en la silla había dejado aquel libro. Intercambios…

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