viernes, 1 de julio de 2011

Desmayarse.

El médico me miraba por encima de las gafas. Alternaba su vista con el parte que tenía delante, y con algún que otro papel de todo aquel revoltijo. Estaba callado. Parecía buscar en su mesa, en aquel desorden de datos, informes y análisis la respuesta que no era capaz de darme. No era el primer médico, ni seguramente sería el último. Eso también los sabíamos ambos. Mi experiencia de los últimos meses como paciente regular, casi me habían convertido en un experto en la interpretación de gesto y muecas médicas. Carraspeó, como queriendo llamarme la atención o sacarme de mi exhaustivo escrutinio. Lo miré fijamente con mi cara de “¿y bien?” al tiempo que me inclinaba sobre su mesa a fin de no perderme detalle de su posible diagnóstico. Imaginaba. Ahora dirá “Evidentemente los análisis están bien”


“Evidentemente los análisis están bien…” (Dijo)


“Evidentemente” (Dije yo, con un tono reafirmante digno de elogio)


“… pero…” (Dijo)


“pero” (Apostillé) (Siempre hay un “pero”)


El médico resopló en un idioma especial, pero que yo entendí a la perfección. La traducción vendría a ser algo así como “comoledigoyoquenotengoni lamenorideasinquesenotemucho”.


Desde que empecé a preocuparme medicamente por esto que me sentía en el pecho, había escuchado ese bufido displicente muchas veces. A veces salía de las consultas con una pena por pensar que nunca nadie encontraría una respuesta a todo lo que me pasaba, cuando para mí era un sufrir muy grande. Al menos, dos de los especialistas consultados, me habían dicho que mi estado no era mortal, y que en principio no debo temer por mi vida… “En principio”... Mal asunto. El pecho me oprimía cada vez que llegaba a la consulta, y me hacía respirar con dificultad cuando salía de ellas sin una respuesta. Otros tantos médicos me habían echado sin contemplaciones de sus consultas por pensar que estaba tomándoles el pelo con una dolencia inexistente para sus máquinas y artilugios analizadoras de sangres y otros fluidos. No pocos eran los doctores, médicos o supuestos galenos que habían mostrado un cierto interés personal en descubrir la causa primera de aquel dolor que tanto me hacía sufrir, y que me había llevado a estar en la cama varios días sin poder moverme. Incluso un chamán, dos pitonisas, un curandero, tres devotas de San Judas Tadeo (y una del Cristo de Palacagüina) se habían mostrado piadosas en sus oraciones y mis dolores. Nadie, ni nada: piedras, amuletos, flores de bach, tilas o infusiones, benditas estampas o malditas muñecas vudú, trozos de meteorito o reliquias de un santo que se murió incorrupto, habían aplacado el dolor de los dolores. Nadie, ni nada, ni cristo que lo fundó. Y allí seguía yo de oca en oca o de consulta en consulta, invirtiendo tiempo y dinero en buscar una solución a lo que cada vez más se aproximaba a una traba, problema, apuro, conflicto, molestia, inconveniente dilema o contrariedad casi irresoluble. (Dato curioso, el corrector ortográfico del “Word” ofrece “embarazo” como sinónimo de “problema”… que humor…)


“¿…pero…?” (Le recordé)


“Pero quizá no sea yo el especialista adecuado” (Sonrió)


Su sonrisa me dio cierto pánico y/o miedo. Por primera vez había visto a uno de estos gurús de la salud esbozar una sonrisa de satisfacción al tiempo que dejando a un lado su instrumental, recetario, y el libro ese tan gordo… vadeculum, vaderetrum, vanenmetrum, vandersaar… un libro gordo, vamos, y escribió en un post-it una dirección.


“Prueba aquí” (Dijo, entregome el papel, y sonriome)


...y allá que marcheme…

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