domingo, 24 de julio de 2011

Estar furioso.

Parecía un abuelo; de esos que se pasan el día murmurando o refunfuñando por debajo del cuello de su camisa, quejándose de todo pero sin que nadie les entienda. Caminaba a paso ligero en dirección al metro. Llevaba en la mano el libro olvidado y lo apretaba para que no se escapase, como una prueba de lo que acababa de pasar. Aunque me asomé corriendo a la puerta de la cafetería, la ladrona de post-it ya había huido rauda como el viento, y no pude ver donde la llevaban sus pasos.


“Maldición” dije. Poniendo cara de Clint Eastwood mosqueado.


El metro llegó tras tres tristes tensos minutos, en los cuales ya había desarrollado mi ruta para llegar a la dirección. Consuelo me quedaba de haber usado el teléfono móvil como GPS y tener la dirección guardada. Había calculado la ruta, los transbordos, el vagón más adecuado para la salida y el tiempo estimado en llegar (a razón de cinco minutos cada tres estaciones y tres minutos de media por cada uno de los cambios de tren. Es lo que tiene tener tanto tiempo de espera) Cuanto más avanzaba el metro, más aumentaba mi enfado. Más claro veía la desfachatez de aquella chica. Si quería la dirección, o el papel, o una cita para una noche de amor y pasión inolvidables, sólo tenía que pedirlos.


El corazón me oprimía más. Parecía como si todo aquello afectara a la vieja dolencia, que se animaba con tanta pequeña aventura, espoleada ahora por mis prisas y mis ganas de llegar a tiempo de saber si la ladrona de direcciones había tomado el mismo camino. La boca del metro que tomé daba a la salida tras un largo pasillo de baldosas blancas y verdes. Pasillos interminables, de los de película de miedo. De vez en cuando volvía la vista para comprobar que no me seguía ningún jason y/o /u otro asesino en serie. Soy así.


El pequeño plano del teléfono me llevaba por calles que no conocía, ni rutas que ya hubiera pisado antes. Casi ciego a las señales de la vía, parece que me fiaba más de un cacharro inerte que de mi propia intuición y orientación. Seguía pensando en aquella cara escondida detrás del libro. El libro… Lo seguía llevando encima, sin haberle hecho el más mínimo caso desde que salí de la cafetería. Miré mi mano como para comprobar que aun lo tenía y pasar revista. No lo sueltes, pensé. Al menos sacarás algo de provecho.


La calle de la dirección era pequeña, de esas estrechas y sin mucho sol. La dirección quedaba a mitad de la calle, en un portal pequeño. Parecía de esos inmuebles antiguos, que tenían que pasar la portería y acceder a una pequeña corrala. Dos pisos más arriba. Sin ascensor por ninguna parte. Había mirado los buzones, pero sólo venían indicados los números y letras de los pisos. Sin nombres. Todo color madera y chirriantes, los escalones las barandillas. Me recordaba un piso en el cual estuve viviendo recién llegado a la ciudad, donde cada dos plantas en la revuelta de la escalera había una pequeña balda en un rincón a modo de taburete para poder sentarse a tomar aire.


La puerta cerrada. Timbre. Voces. Ruidos de pisadas. Silencio. Timbre. Más voces. Mirilla que se descorre. Silencio. Timbre. Cada vez más enfadado con la situación de esta parado como un pasmarote, sabiéndome observado. Timbre.


La puerta dejó sonar sus tripas en forma de cerraduras y cadenas.


Evidentemente, la puerta me la abrió ella.

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