domingo, 24 de julio de 2011

Estar furioso.

Parecía un abuelo; de esos que se pasan el día murmurando o refunfuñando por debajo del cuello de su camisa, quejándose de todo pero sin que nadie les entienda. Caminaba a paso ligero en dirección al metro. Llevaba en la mano el libro olvidado y lo apretaba para que no se escapase, como una prueba de lo que acababa de pasar. Aunque me asomé corriendo a la puerta de la cafetería, la ladrona de post-it ya había huido rauda como el viento, y no pude ver donde la llevaban sus pasos.


“Maldición” dije. Poniendo cara de Clint Eastwood mosqueado.


El metro llegó tras tres tristes tensos minutos, en los cuales ya había desarrollado mi ruta para llegar a la dirección. Consuelo me quedaba de haber usado el teléfono móvil como GPS y tener la dirección guardada. Había calculado la ruta, los transbordos, el vagón más adecuado para la salida y el tiempo estimado en llegar (a razón de cinco minutos cada tres estaciones y tres minutos de media por cada uno de los cambios de tren. Es lo que tiene tener tanto tiempo de espera) Cuanto más avanzaba el metro, más aumentaba mi enfado. Más claro veía la desfachatez de aquella chica. Si quería la dirección, o el papel, o una cita para una noche de amor y pasión inolvidables, sólo tenía que pedirlos.


El corazón me oprimía más. Parecía como si todo aquello afectara a la vieja dolencia, que se animaba con tanta pequeña aventura, espoleada ahora por mis prisas y mis ganas de llegar a tiempo de saber si la ladrona de direcciones había tomado el mismo camino. La boca del metro que tomé daba a la salida tras un largo pasillo de baldosas blancas y verdes. Pasillos interminables, de los de película de miedo. De vez en cuando volvía la vista para comprobar que no me seguía ningún jason y/o /u otro asesino en serie. Soy así.


El pequeño plano del teléfono me llevaba por calles que no conocía, ni rutas que ya hubiera pisado antes. Casi ciego a las señales de la vía, parece que me fiaba más de un cacharro inerte que de mi propia intuición y orientación. Seguía pensando en aquella cara escondida detrás del libro. El libro… Lo seguía llevando encima, sin haberle hecho el más mínimo caso desde que salí de la cafetería. Miré mi mano como para comprobar que aun lo tenía y pasar revista. No lo sueltes, pensé. Al menos sacarás algo de provecho.


La calle de la dirección era pequeña, de esas estrechas y sin mucho sol. La dirección quedaba a mitad de la calle, en un portal pequeño. Parecía de esos inmuebles antiguos, que tenían que pasar la portería y acceder a una pequeña corrala. Dos pisos más arriba. Sin ascensor por ninguna parte. Había mirado los buzones, pero sólo venían indicados los números y letras de los pisos. Sin nombres. Todo color madera y chirriantes, los escalones las barandillas. Me recordaba un piso en el cual estuve viviendo recién llegado a la ciudad, donde cada dos plantas en la revuelta de la escalera había una pequeña balda en un rincón a modo de taburete para poder sentarse a tomar aire.


La puerta cerrada. Timbre. Voces. Ruidos de pisadas. Silencio. Timbre. Más voces. Mirilla que se descorre. Silencio. Timbre. Cada vez más enfadado con la situación de esta parado como un pasmarote, sabiéndome observado. Timbre.


La puerta dejó sonar sus tripas en forma de cerraduras y cadenas.


Evidentemente, la puerta me la abrió ella.

sábado, 23 de julio de 2011

Vacaciones santillana 6

Hay una cosa curiosa que he descubierto hace poco con la escritura. Es un poco tonto, y casi me da vergüenza decirlo. Pero es de esas cosas que son tan obvias que hasta que no te detienes un segundo a pensarlo pasa desapercibido. O al menos a mí me pasaba. Lo que se escribe queda en el recuerdo. Ya lo decían los antiguos, “escrito está” Es una perogrullada de recuerdo, pero es lo que hay. Me asalta esa idea, me paro a verla cuando abro el viejo ordenado. Mi antiguo portátil quedó desde hace un tiempo en casa de mis padres, trueque ventajoso: yo me compro uno nuevo, previa financiación materna, y mi Señora Madre se queda el viejo para sus cosas (sean sus cosas cualesquiera que sean) Así que de vuelta a pasar parte de las vacaciones estivales en el hogar familiar, me reencuentro con la máquina. La abro. Observo y comparo las diferencias con mi nuevo equipo. curioso. Pienso en las viejas máquinas de escribir; de hecho tengo una cerca. De las viejas no, de las antiguas, de esas en las cuales hay casi que golpear el teclado para conseguir que la letra marque la cinta de tinta. En mi casa, bueno en esta casa, que recuerde, debe haber tres máquinas de escribir. Una portátil, muy antigua, cuyo soporte era la base de una maleta que se cerraba con una tapa de color ocre, disponiendo de un asa para su transporte. En aquella escribí mis primeros devaneos pseudo-litearios fuera del papel y el bolígrafo bic. Recuerdo entretenerme más con la cinta de tinta y escribir cosas sin sentido, solo para ver el molde de la letra. Recuerdo que mis primas mayores hacían clase de mecanografía en su casa las mañanas de verano, y yo tenia un libro de cuando franco era cabo con ejercicios que me empeñaba en repetir, sólo para llenar el folio de palabras y pensar que “ya sabía escribir a máquina” Años después llegó por mi casa una máquina de escribir eléctrónica. La revolución silenciosa que no triunfó. Recuerdo que en muchos sitios aun debían usar las antiguas porque aquellas no estaban preparadas para los formularios. Luego el ordenador y las tecnologías evolucionaron demasiado rápido, y las modernas con memoria "y toda la pesca" solo quedaron para jugar y entretenerse leyendo las instrucciones. Acabaron en el armario de las cosas que se quedaron a medio camino, como el “laser disc” “los relojes calculadora” o las agendas electrónicas. La tercera máquina llegó como botín de alguna casa abandonada, o reliquia usurpada de algún trastero. Cosas de mi Señor Padre y su gusto por las cosas “con encanto” El verano me trae a mi casa, que ya es una curiosidad en si misma, de fondo y forma. Busco lo que escribí hace un año. Encuentro el viejo ordenador, las viejas máquinas, los escritos que con sólo meses ya son viejos, pero que nos dejan las palabras para la posteridad. Aunque nadie sepa de esa posteridad. Este verano no quiero parar mucho por esta casa. Me encuentro con ganas de llenar mis espacios, mis tiempos y soledades sin estar pendiente de sentirme huésped o habitante de un lugar que nos es el mío. La verdad es que el verano empieza o empezó con maletas que viajan más que yo y que cambian sus destinos y rumbos de su propia suerte, sin contar mucho conmigo. Algún día escribiré sobre las maletas. Así que aun no tengo muy claro que será de estas vacaciones, o forzadas o voluntarias vacaciones. Destinos fluyentes. Fluctuantes me gusta más (seguramente hasta incluso sea más correcto) Lo que escribimos queda ahí, para esclavizarnos los recuerdos y no dejar que los inventemos a nuestro antojo. El teclado duro de este ordenador, polvoriento además, que se pasa el pobre más tiempo cerrado aquí que usado también me recuerda lo que ya está escrito. Quizá sí, quizá escriba demasiadas veces sobre el tiempo…

sábado, 9 de julio de 2011

Atreverse.

Tenía el café en la mesa. No sabía muy bien que hacer exactamente con él. No con el café, que simplemente esperaba que se enfriara un poco. Los camareros, algunos, tienen difuso el concepto de “frío” confundido con aquel otro tan común: “del tiempo” No sabía qué hacer con el post-it que se movía entre mis manos, y eso que había salido con mucha decisión de la consulta del médico, pero a medida que avanzaba por la calle, esos ánimos se templaban, y mi paso se deceleraba. “Reflexiona, hermana” que me hubiera dicho una Ismena cualquiera. (Nota mental: no todas las referencias teatrales las entiende todo el mundo. No usar. Es tontería.) Así que me paré, levanté la vista y me encontré con el amplio escaparate de una cafetería no muy concurrida a esas horas. Café. Con leche, con la leche fría por favor. Que si quieres arroz Catalina. En fin. La dirección estaba ahí, escrita con letra clara, sin mucho error, calle, número y piso. No había nombres ni referencias. Eso ahora me chocaba. Con lo torpe que era seguro que llegaba y no sabría que hacer ahí. Allí.


En la mesa de al lado me observaban. Lo había sentido antes, cuando me levanté a por un segundo azucarillo. La chica me espiaba desde detrás de un libro. Acomodé la silla para ganar un poco más de visión, y moví el servilletero plateado para poder ver el reflejo en la chapa (cosa que parece sólo es posible en las películas) Decidí que eran cosas mías de las tonterías que se me van imaginando cuando pienso en cosas que no son más que tonterías, y volví a concentrar todas mis energías en llegar o no llegar a ese lugar.


Desde el navegador del teléfono veía la ruta para llegar desde el café. No había nada destacable en la dirección. El pecho me oprimía. Me dolía aún. A veces pensaba que era cuando me acordaba de aquella dolencia, o cuando estaba cerca de resolverla, o que sabe nadie. Quizá era el hecho de visualizar una ruta, y de volver a mirar el teléfono, de esas esperanzas tan raras que nos dan cuando nos imaginamos las cosas. Volví a mirar el papel con más interés. Siempre las dudas.


De nuevo la mirada de mi espía particular clavada en mi mesa.


Hice un pequeño gesto, un ademán para volverme a ella, pero el impulso se paró a medio camino, y del propio reflejo ella se escondió de nuevo tras su libro. Ahora ya sabía dos cosas, la primera que era cierto que me miraba (entonces fue cuando mi ego ganó algunos puntos) y la otra el título de la novela que leía (entonces fue cuando pensé el poco gusto literario, y que era una pena que una chica tan guapa tuviese tan escaso interés por la buena novela)


Me levanté para pagar e la barra. Había decidido que era una tontería detenerse aquí, tras tantos pasos y tan pocas respuestas. Si acaso no sería una cosa definitiva, al menos que lo descubriese por mí mismo, y ver si era no era algo importante. El tiempo que había invertido en descubrir la causa de aquel dolor bien podría admitir un par de horas más de búsqueda. Dejé lo suelto en la barra y me volví a por las cosas que dejaba en la mesa. Mi misteriosa mujer ya no estaba en su mesa. Ni el post-it. Sobre el mármol blanco estaba mi teléfono y el cuaderno, junto a la silla mi mochila, pero el papel con la dirección había desaparecido. Pensé que estaba en el suelo (error) o que ya lo había guardado en algún bolsillo (error) Búsqueda infructuosa, avocada a una sola solución. La mujer misteriosa lo había cogido.


En su mesa no había más que restos del café y un plato, presumiblemente de una tostada (… elemental querido Whatson…) y en la silla había dejado aquel libro. Intercambios…

viernes, 1 de julio de 2011

Desmayarse.

El médico me miraba por encima de las gafas. Alternaba su vista con el parte que tenía delante, y con algún que otro papel de todo aquel revoltijo. Estaba callado. Parecía buscar en su mesa, en aquel desorden de datos, informes y análisis la respuesta que no era capaz de darme. No era el primer médico, ni seguramente sería el último. Eso también los sabíamos ambos. Mi experiencia de los últimos meses como paciente regular, casi me habían convertido en un experto en la interpretación de gesto y muecas médicas. Carraspeó, como queriendo llamarme la atención o sacarme de mi exhaustivo escrutinio. Lo miré fijamente con mi cara de “¿y bien?” al tiempo que me inclinaba sobre su mesa a fin de no perderme detalle de su posible diagnóstico. Imaginaba. Ahora dirá “Evidentemente los análisis están bien”


“Evidentemente los análisis están bien…” (Dijo)


“Evidentemente” (Dije yo, con un tono reafirmante digno de elogio)


“… pero…” (Dijo)


“pero” (Apostillé) (Siempre hay un “pero”)


El médico resopló en un idioma especial, pero que yo entendí a la perfección. La traducción vendría a ser algo así como “comoledigoyoquenotengoni lamenorideasinquesenotemucho”.


Desde que empecé a preocuparme medicamente por esto que me sentía en el pecho, había escuchado ese bufido displicente muchas veces. A veces salía de las consultas con una pena por pensar que nunca nadie encontraría una respuesta a todo lo que me pasaba, cuando para mí era un sufrir muy grande. Al menos, dos de los especialistas consultados, me habían dicho que mi estado no era mortal, y que en principio no debo temer por mi vida… “En principio”... Mal asunto. El pecho me oprimía cada vez que llegaba a la consulta, y me hacía respirar con dificultad cuando salía de ellas sin una respuesta. Otros tantos médicos me habían echado sin contemplaciones de sus consultas por pensar que estaba tomándoles el pelo con una dolencia inexistente para sus máquinas y artilugios analizadoras de sangres y otros fluidos. No pocos eran los doctores, médicos o supuestos galenos que habían mostrado un cierto interés personal en descubrir la causa primera de aquel dolor que tanto me hacía sufrir, y que me había llevado a estar en la cama varios días sin poder moverme. Incluso un chamán, dos pitonisas, un curandero, tres devotas de San Judas Tadeo (y una del Cristo de Palacagüina) se habían mostrado piadosas en sus oraciones y mis dolores. Nadie, ni nada: piedras, amuletos, flores de bach, tilas o infusiones, benditas estampas o malditas muñecas vudú, trozos de meteorito o reliquias de un santo que se murió incorrupto, habían aplacado el dolor de los dolores. Nadie, ni nada, ni cristo que lo fundó. Y allí seguía yo de oca en oca o de consulta en consulta, invirtiendo tiempo y dinero en buscar una solución a lo que cada vez más se aproximaba a una traba, problema, apuro, conflicto, molestia, inconveniente dilema o contrariedad casi irresoluble. (Dato curioso, el corrector ortográfico del “Word” ofrece “embarazo” como sinónimo de “problema”… que humor…)


“¿…pero…?” (Le recordé)


“Pero quizá no sea yo el especialista adecuado” (Sonrió)


Su sonrisa me dio cierto pánico y/o miedo. Por primera vez había visto a uno de estos gurús de la salud esbozar una sonrisa de satisfacción al tiempo que dejando a un lado su instrumental, recetario, y el libro ese tan gordo… vadeculum, vaderetrum, vanenmetrum, vandersaar… un libro gordo, vamos, y escribió en un post-it una dirección.


“Prueba aquí” (Dijo, entregome el papel, y sonriome)


...y allá que marcheme…

miércoles, 29 de junio de 2011

19.

Me gusta sentarme al lado de la ventana y releer las cosas más antiguas, adivinar qué idea hizo que salieran de mi cabeza. Me gusta pensar que entre esas líneas se esconde un regalo, un mensaje que alguien recogerá, y que se quedará ahí para siempre. Me gusta levantarme del ordenador a media tarde para preparar un café y cantar los pasos que sigo. Me gusta el olor a café que sale por la cocina, los aromas que desprende la comida y quedarme pensativo con la jarra en la mano. Me gusta el café con leche, con la leche fría, con dos azucarillos. Disfruto de las palabras camufladas que se quedan por el camino de una charla, de unas risas, de unos pensamientos. Me sonrío al descubrirme hablando solo por la calle, camino de algún lugar, narrando mis aventuras y aquello que diré cuando llegue. Me gustan las palabras duras, claras, diáfanas, suaves, sinceras, honestas, concretas, rotundas y directas dichas con la mirada. Me gustan los ojos claros, serenos, como los de la canción que me gusta me gustan. Me gusta el trabajo, el eficaz y el eficiente, el honrado y el primero. A veces me quedo trabajando más tiempo del que me toca sólo porque me gusta estar ahí, porque quiero hacerlo bien, porque no se dejar de hacer las cosas, porque quiero hacerlas bien, porque no se pensar en el segundo ni en el tercero. Me gusta mirar por las ventanillas cuando vuelvo en el autobús, ver pasar los coches y sentir la velocidad relativa. Me gusta buscar entretenimientos mientras espero en el andén a que llegue el metro, como contar las baldosas del suelo o los segundos que tiene cada minuto. Me gusta esa chica que se sienta frente a mí, que me mira, y que se piensa que no la veo, y que se sonríe, y me sonrío, y a veces pienso en acercarme y decirle algo, y ella me vuelve a mirar. Me gusta sentir el aire que pasa por las ventanas de los vagones del tren. Me gusta el olor a lluvia y humedad que hay en el ambiente, y el frio en agosto, con chanclas y sudadera mientras camino por el parque. O mientras corro por ese parque haciendo un esfuerzo por respirar, por dar una vuelta más, por sentirme bien. Me gusta pensar que el día se aprovecha, que las horas pasan, que los minutos vuelan y que salen disparados los segundos en cada zancada que me doy. Me gusta escuchar música que me recuerda cosas. Me gusta escuchar música que me recuerda cosas que no tienen sentido con lo que está sonando, pero que simplemente suena en mi recuerdo y me gusta. Me gusta abril. Me gusta sacar todos los papeles que hay en mi estantería y hacer montones de montones por toda la habitación para ordenarlos viendo que puedo deshacerme de muchos. Me gusta perder horas en mirar que eran esos papeles guardados, casi escondidos. A veces me gusta escribir sin usar signos de puntuación que entorpecen las frases para ralentizar su sentido sin que éste mute al puntuarse levemente en su recorrido permanente por el folio blanco impoluto de esas manchas que son las comas o los puntos y seguidos o aparte y que no hacen nada más que deshacer lo andado sin que el significado varíe. Unos más que otros momentos me gusta parame a pensar en lo que me rodea, en lo que sería capaz de dejar en el camino, en cuanto me gusta lo que tengo y cuanto más me gusta lo que puedo tener. Me gustan mis amigos, los de siempre, los de antes, los de ahora, incluso algunos que no son tan amigos. También, de vez en cuando, me gusta ponerme serio con todo y con todos; con la vida que vivo, con la que me falta y que me gustaría completar. Me gusta pensar en lo que me gusta. Me gusta imaginarme que te gusto a ti también, o que al menos nos miramos desde lejos, desde vidas separadas, desde vidas alejadas con el gusto de gustarnos. Me gusta la butaca alejada del ruido, la escondida, desde donde casi eres más espía que espectador, mientras disfrutas del trabajo de otros con tanto gusto. Hay un olor peculiar, intimo, cerrado, silencioso, profundo y antiguo que me gusta cuando recorro los pasillos de esos lugares que tanto me gustan. Me gusta inventarme cosas que me gustan… aunque no existan.

sábado, 11 de junio de 2011

18.

No me gusta hablar de trabajo, de vida, de dolores, de amores, de otros, de aquellos, de unos, de ti, de mí, de lo que pasa a mi alrededor, de lo que está pasando lejos, de lo que podría pasar cerca, de los que ya no están o de los que están a mil kilómetros. No me gustan las letras vacías, las líneas torcidas, los renglones dispares, las comas, puntos o tildes y acentos. No me gusta escribir mirando por la imaginación de quien no soy ni de quien me gustaría ser lejos del folio blanco. No me gusta sentarme tras la ventana para ver si llueve o truena, y es el aire quien me cuenta, sin gustarme el olor a tierra húmeda, que se mojan las ideas. No me gusta ver pasar el tiempo sin tener nada que hacer, sin haber hecho nada, sin nada haber tenido, sin el tiempo detenido, sin poder seguir después el camino que empecé. No me gusta pensar en las letras de Sabina cuando escribo, ni en poemas de Benedetti, ni dibujos de Fontanarrosa, ni dramas de Calderón, ni en aquel texto que leí, ni esas frases de otro que son mejores que las mías, porque me da envidia el talento de los demás, y me enrabia darme cuenta de lo mal que escribo cuando escribo mal. Me disgusta la nevera vacía, las tazas del café de cada día, el supermercado a rebosar de gente que no mira, las bolsas de plástico que se acumulan y no se acaban nunca. No me gusta la lista de la compra que se repite cada semana sin variedad de códigos de barras, ni las fechas de caducidad o de consumo preferente alumbrados de fluorescentes en los pasillos. No me gusta la contraluz, ni el frontal o el cenital, el general o el ambiente, la penumbra o el puntual. No me gusta el proscenio y mucho menos la diagonal, el foro o el foso. No me gusta saludar, y pararme a mentir sobre los saludos que no di, ni las llamadas de algún día de estos para quedar. No me gusta sonreír sin ganas, ni enfadarme con razón, ni me gusta cruzarme con la gente que no me gusta. No me gustan las tertulias de sobremesa que se alargan con ideas destructivas, activas, imposibles, plausibles, o silenciosas. No me gustan los ceniceros llenos de colillas humeantes, que despiden olor amargo de sabor ahumado salpicado de cenizas y de tiempo que se consume, recordándome que estoy mirando sin saber a dónde mirar. No me gusta apoyarme en una barra pegajosa, sólo, sin entender la canción que suena, o sin que el camarero se acuerde de mí. No me gusta beber solo, sin saber lo que me dan, o sin amigos que me escuchen. No me gusta la filosofía que se administra en un bar al desayuno, ni el café americano en vaso con la leche templada y sacarina y un coñac, churros aparte. No me gusta el despertador que suena cada cinco minutos tres veces, ni pasar la mano por la cama y que no estés. No me gusta sentarme a pensar en cuantas mentiras tengo que escribir para decir alguna verdad. No me gusta escribir sin saber quien lo leerá, o si lo leerá quien lo tiene que leer. No me gusta mantener una idea en la cabeza para que crezca y explote. No me gusta colocar los calcetines sabiendo que siempre me falta uno. No me gusta el desorden del caos, ni el orden del universo, ni el karma, ni la ley divina que nos sitúa, coloca o ubica donde nos corresponde, si es que nos tiene que corresponder un lugar. No me gusta que ese lugar no sea tu lugar o un lugar donde no estés correspondiéndome. No me gustan los juegos de palabras que me hacen decir lo que quiero pero dando vueltas que no creo que me gusten. No me gusta la carretera silenciosa, la radio que no sintoniza ni la música que suena cuando no quiero no escuchar música. No me gusta escribir sin pensar en alguien. En algo que me llene, que me lleve, que me eleve.

domingo, 3 de abril de 2011

Sólo.

Nunca me ha gustado Marzo. No sé muy bien de donde viene tan irracional tontería, porque muchas grandes y buenas cosas me pasan en esos días. Supongo que es rasgo de la naturaleza humana tener algo que odiar, algo que amar y/o algo que temer. Que sea algo tan etéreo como un mes es funcional e inocuo. Me he sentado aquí, como tantas veces a pensar en el tiempo que tengo, que gano o pierdo y que me queda al cabo del día. De éste concretamente. Horas del día, de semana, de mes, de este Marzo que termina. Me vuelvo a mover por estaciones y túneles lo más veloz que puedo para no pensarlo mucho. Mi imaginación había estado volando pasándose de lo recomendable, con demasiados paseos, y no es bueno engancharse a los idus de marzo. Quizá no sea bueno engancharse a nada. Releo. Reescribo. Reabro. Tenía ganas de llegar, de sentarme, de darle menos vueltas a todo. También de llegar y poder escribir aunque no tenga nada interesante que contar. O quizá porque tengo mucho que contar o que escribir y es algo que debe estar sólo donde está. Siempre me arrancan las letras las tristezas. Que putada. Lo acabo de pensar. Me he vuelto a engañar, al pensar que es simplemente cuestión del momento, pero ha resultado que es algo más; siempre es algo más. O no. Ahora no quiero pensar eso. Simplemente sentarme un rato fuera de un incómodo vagón, y tomarme este café de media tarde. Sencillo vicio doméstico que me acompaña hoy, ahora, mientras remuevo mi conciencia para sacar unas líneas que le quiten el polvo a un teclado abandonado. No, no es cierto que sólo me arranquen letras las tristezas. Son impulsos, empujones y como le dice Brick a Maggy, un “click” que me haga abandonar la realidad de escuchar lo que me rodea y meterme en otro mundo. Supongo que es lo que tiene la cosa de andar mancillando el nombre de “escritor”, que se necesitan muchos impulsos, muchos. Buenos, malos, regulares, tristes o alegres, no sirve solo con querer y poder. No al menos para mí. La luz del balcón se ha ido apagando con toda esta reflexión, y el sol que me acompañaba en estas primaverales tardes deja paso a ese momento tan triste del día (otra vez) que és un atardecer entre bloques de pisos que no permiten ver más que sombras y ladrillos. Impulsos. Inputs. Latidos. Pasará Abril, majestuoso en mi calendario personal, con tantas cosas que contar y que hacer y tener, y me volveré cual Sabina a preguntar aquello de “quien me ha robado” sin pensar en el Marzo que pasó antes, ni el Febrero, ni mucho menos, Enero. De nuevo, otra vez, el tiempo hace apología en mis líneas sin que me percate de ello. Sólo al volver sobre mis propias letras me doy cuenta de eso que ya me han dicho. El tiempo. Hay tiempo, tenemos tiempo, hagamos tiempo, pasemos el tiempo. Al final, lo único que no somos capaces de controlar, de gestionar y administrar es ese paso de minutos. Quizá sea eso por lo que me obsesione. Porque pasa irremediable y me deja atrás, sin que pueda controlar nada. Aunque también me dice que volverá. Otro tiempo, otro Marzo y otra reflexión de café descansado. Como decir nada escribiendo mucho. La luz artificial da otro color al fondo de mi taza, y hace mi reflexión más larga. Hay que cambiar la forma de medir nuestros momentos. Usemos esos impulsos. Llevemos la cuenta de nuestras vidas por latidos. Así quizá, o sin quizá, dejaré de pensar en meses que odiar, y podremos ocuparnos sin preocuparnos, de latir cerca de otros. Me sonrío… creo que tengo demasiado tiempo para pensar…