jueves, 15 de noviembre de 2012

Año Cuatro

Hay muchos días que abro el Word, lo miro, escribo unas líneas, y me canso. A veces queda ahí, pendiente en mi escritorio de una nueva oportunidad. Otras, directamente desechado sin más vida que esas letras que comenzaron pero no acabaron. Me gusta pensar que no es un reflejo vital; que no tiene nada que ver con lo que pasa en la calle, en mi calle. Que dejar las frases inconclusas no responde a una tendencia desanimada a no completar nada. Me alivia pensar así, independientemente de que sea o no sea verdad. Para eso es mi pensamiento. Siempre digo que escribo mucho. Es cierto, y es además un claro ejemplo de aquello de: cantidad no es igual a calidad. Puedo pasarme repasando una y otra vez aquella historia que escribí hace meses para simplemente cambiar una coma, un punto, o una palabra por otra sin alterar para nada su estructura, simplemente por el hecho en sí de variar algo. Inconformista. Algunos de los textos que pasan esa pequeña criba vital que hace que lleguemos a la ley de todas las cosas, a ese folio pervertido por letras, quedan relegados como subproductos infames, desmerecedores de segundas lecturas, condenados al ostracismo y el olvido por un desarrollo subjetivo de la mala calidad. Mejor ser yo mismo el crítico criticón y fustigarme, cuarenta latigazos, por haber escrito sin medida ni mesura aquellas oraciones. Vivimos en una época de letras: blogs, Twitter, Facebook, elementos que aúnan la escritura y las imágenes, pero que nos limitan a dejar en unos pocos caracteres las ideas más extensas. Muchas fórmulas para poder no decir nada. Nuevas vías de experimentación para auto-probarse, aunque siempre se vuelva sobre los pasos seguros y ya conocidos.  Muchas fórmulas para leer opiniones, barbaridades, sentimientos. Muchas formas de arrancar un principio de algo, una chispa para prender la mecha de aquella idea que desarrollar. Siento rabia en bastantes momentos por aquello que leo y me sale de manera natural escribir y responder y contestar y rebatir y callar y levantar la mano sobre el teclado. Pero no me atrevo. No quiero a veces dejarme llevar por esos impulsos, y termino escribiendo del mar y de los peces. Quizá vaya llegando el momento, el tiempo de cambio. Evolución. Los estados de ánimo a veces son colores que no permiten mostrar todo lo que tenemos dentro porque la rabia, la ira, el enfado son pintura negra que no sirve para mezclar. Estados de ánimo que en el último año me hacen abrir y cerrar puertas y Ventanas y Ojos y vidas y gentes a las que quiero decir sin decir nada, que queda muy bonito y muy poético. El Word me da oportunidades con su facilidad de borrar y de corregir, de aumentar y de empezar una y otra vez. A veces pienso en lo estupendo que sería vivir como escribo, pudiendo corregirme, guardarme, desecharme, publicarme, vocearme o simplemente compartirme.  Me gusta la apología del tiempo, de los viajes fantásticos que nos proporciona dejar constancia de nuestra existencia, de nuestra vida.
Me siento frente a la pantalla una vez más, como tantas otras para detener mi tiempo corriente, cotidiano, habitual, y transformarlo en un paréntesis, de esos que tanto he tenido, en el cual el tiempo pasa diferente, la vida pasa distinta, el ambiente es controlado como si de un laboratorio se tratara, y aunque después tengo que abandonar ese lugar aséptico para volver a otras realidades, queda la impronta del segundo, de esa milésima de tiempo infinito en el cual quedamos suspendidos temporalmente.
Miro atrás de este año… añoro, olvido, deseo, conozco, siento, escribo, borro, comparto…

martes, 11 de septiembre de 2012

Vacaciones santillana 13

Siempre hay que aprender algo, aunque ese aprendizaje no sirva para mucho. No todo el mundo sabe clavar un clavo recto, o pintar sin que se noten los brochazos, o cambiarle la tierra a una planta. Quizá estas cosas no nos ayuden a ser más felices ni mejores personas, pero aprendido queda. También hay gente que se pasa su vida aprendiendo a querer. Cada cual es alumno de sus cosas. El verano es una época dónde tendemos a no aprender nada serio ni necesario. Son vacaciones, descanso, Sumer time, y a veces dejamos nuestras mentes en modo poco receptivo para poder vivir con lo justo. Suerte de aquellos que tienen ese tiempo para no hacer nada, para descansar cuerpo y mente y alma y cargar las baterías para los periodos de máxima necesidad neuronal. Ahí están los menos afortunados, o no, que en estos tiempos nunca se sabe, que se pasan la época estival renovando trabajos o adquiriendo nuevos, de esos de “trabajos de verano” que se llama. Quizá aunque no queramos, terminamos por aprender alguna lección. Seguramente los de campo y playa conozcan alguna historia nueva, algún monte nuevo, o el significado de alguna palabra, como “aquelarre” (por poner un ejemplo) un paso de un baile, o la posición de alguna estrella. Los de poco veraneo son los que aprenden esos pequeños oficios artesanos o gremiales, y que tampoco les servirán cuando lleguen sus trabajos invernales. Desaprovechamos el tiempo que nos queda libre. A veces me siento en el jardín de mi casa, cansado de todo el día, y lo único que me apetece es respirar al fresco del césped, de los aspersores. Cansado de cuerpo, de mente y con ganas de poder respirar un poco de vacío, sin más. A veces tenemos que aprender a desconectarnos. En un futuro, los hijos de nuestros hijos llevarán ese botón de desconexión que les hará un poco más felices. Reset. Saltar de un tiempo a otro para olvidar y no ver las cosas que nos rodean y poder cargar las pilas de verdad de la buena… Tengo que dejar de pensar estas cosas. O de fumar drogas. O empezar a esnifar azúcar glas a ver si me endulzo los pensamientos un poco para no amargar el césped. Necesito parar un poco. Dejar de estar pendiente de que todo esté ordenado, aprender a desordenarme, a no estar pendiente, a disfrutar de los errores y los conceptos desconceptuados. Necesito un paréntesis vital en todo este tiempo de aprender. Necesito. El verano se acaba, apuro el cigarro con un poco de olor a septiembre en el aire, y pienso en regresar a casa. Aun me queda casi un mes de vacaciones forzosas por no tener más trabajos. Aun se supone que puedo disfrutar de algunos aprendizajes menos útiles. Pero mientras se consume la colilla de este ultimo pitillo del día, se consume mi pensamiento de soledad. Tengo que aprender cosas que tengo que hacer sin que nadie las tenga que hacer conmigo. Tengo, tengo, debo, tenga, tenga, deba. Quiero. Me voy a pasar las estaciones pensando demasiado. Los aspersores comienzan a funcionar puntuales como cada noche, y eso me anuncia mi hora definitiva de no estar más ahí. Refresca, que dirían. Hoy no he aprendido nada. De hecho, hoy no he hablado con nadie. Miro el teléfono, con tantas formas de comunicar incluidas. Parece que tenemos que aprender a vivir sin pensar en el verano. O al menos sin pensar mucho en este verano… Me sonrío. Soy un mentiroso. Quizá el peor mentiroso. Soy el que se miente a si mismo. Porque hay cosas que pasan en verano que se recuerdan toda la vida. Hay cosas que pasan en este verano que vistas con los Ojos adecuados serán siempre recuerdos imborrables. Soy un mentiroso que no pasa un día sin aprender algo, aunque este algo no sirva para mucho. Para nada…

jueves, 9 de agosto de 2012

Vacaciones santillana 12

La siesta de verano es complicada. Estaba sudando, like a chicken, y me notaba perdido, de esas veces que llegas a perder la noción del tiempo y te asustas porque no sabes en que momento vives, y piensas que has perdido toda la tarde y llegas tarde y se nubla todo y es un desastre. O algo. La ducha refrescante es lo mejor. No, no es verdad… tengo una teoría acerca de lo beneficioso del agua caliente en verano y fría en invierno. Siempre lo pienso cuando me abraso en la ducha en agosto. Había sido un sueño muy raro en esta siesta y quería recordarlo para que no se me olvidara. Estaba comiendo con un grupo de alumnos míos, comida de fin de curso veraniego, y al terminar de comer volvíamos a la escuela a clausurar el trabajo. El camino que andábamos era muy tranquilo, y se transformaba poco a poco, hasta hacer que las calles que recorríamos fuesen las calles de mi pueblo. Estábamos en mi calle del pueblo. Una calle céntrica, pero no muy ancha. El grupo se andaba paseando, sin prisa, poco a poco nos acercamos a una enorme máquina de alguna obra, una grúa o una pala o cualquier otra grande naranja de esas típicas de las construcciones. Ocupaba toda la calle, bloquenado el paso a otros vehículos. Estaba parada justo enfrente de la que había sido mi casa. Pero ahora esa casa estaba cerrada, clausurada, vieja y con pinta de abandonada. Por un minuto me quedo mirando la fachada agrietada. Ahora ya no hay grupo, estoy solo delante. Es entonces cuando una voz me llama de uno de los balcones del piso superior. Es un chico, joven, con pinta de extranjero. Me reclama la atención. Está atrapado dentro de la casa y no puede salir. Le digo que salte sobre la máquina, que casi llega al balcón y descienda por ella hasta el suelo. Así consigue bajar. Me lo agradece, me abraza. Es como si nos conociéramos desde siempre. No lo reconozco, pero es familiar. Decidimos andar, pasear. No recuerdo de que hablamos, o si hemos ido hablando. Al doblar una esquina apareceremos en otra parte del pueblo, en otra zona, en los Paseos cercanos al parque, donde se ponen las terrazas de los bares de verano. Andamos tranquilos, las terrazas están llenas de gente que habla tranquilamente. Es de día aun. De repente una voz familiar me llama la atención, me llama por mi nombre. Hace que me gire a buscar a esa persona. Es mi abuela, mi abuela materna. Está sentada y lleva un niño pequeño en brazos, un bebe. Mi abuelo está a su lado. Se levanta para saludarme, para preguntarme que hago por el pueblo; yo les digo que quiero presentarles a mi amigo, pero ya no está. Ahora en su lugar hay un señor mayor. Un hombre que está ahí donde debería estar ese chico. Pero es la misma persona. No me extraño, no me asombro. Sigue siendo él, pero ahora es un tipo viejo. Mi abuelo se acerca, lo saluda, lo conoce. Mi abuelo materno era policía local, y parece que se conocen de aquella época. Hablan. Se conocen, pero es como si hubieran estado en bandos opuestos, como si aquel viejo hubiera sido un delincuente de poca monta al que mi abuelo hubiera tenido que seguir alguna vez. Pero ahora ambos están jubilados, son mayores, noto cierto aprecio. Mi abuelo me advierte: “ten cuidado” pero se ríen los dos. Yo me acerco a ver a mi abuela, que me enseña sonriente el bebe que tiene acunando. Entonces, me despierto. Sudando, empapado. Extrañado por todo lo que acaba de pasar. Pienso que es un sueño con muchas metáforas, o señales, o indicios, o cosas de esas que se pueden interpretar. Suspiro. Me tengo que duchar, he quedado para cenar con unos amigos en un restaurante nuevo. Un japonés. A la cena también viene una alumna sueca que tengo, que es camarera de ese restaurante, pero hoy libra y quiere acompañarme. La llamé para hacer la reserva y se auto invitó. Dice que así nos hacen descuento, y a ella no la esperan en casa por la noche y podemos desayunar juntos. Una chica sueca que trabaja en un japonés en España… Pero ese será otro sueño…

domingo, 29 de julio de 2012

Vacaciones santillana 11

Quizá lo mejor de esta situación sea  que aun mantenemos ciertos instintos animales. Aun en este estado llega la capacidad de hacer una reflexión profunda; o quizá más que hacerla, recordarla de tantas otras ocasiones. Esas en las cuales sin saber cómo ni porqué, de esa manera tan diestra amanecemos en nuestras camas, acoplados y solventes. No tanto por el hecho, sino por la posibilidad de ello (se complicaba un poco el pensamiento entre tumbos y paradas para sostenerse en las paredes). Los animales se mueven instintivamente de un lado a otro, a veces recordando senderos, a veces dejándose llevar por las corrientes, y otras porque es el camino aprehendido en el coco de esos bichos y les da la salvación a sus designios. Así es como nos pasa algunas veces, cuando después de una alcohólica velada somos capaces de llegar a nuestros destinos, sin saber la forma, y desafiando a las leyes de la gravedad (parada técnica para recomponer la mirada). Es pensar que esos bares, “pubs” y demás antros de mala muerte, no pueden ser de otra forma a estas horas de la mañana, tuvieran o tuviesen sus propias gravedades y condiciones físicas, de forma que es cuando decides salir a la calle para retomar el camino de la decencia y el decoro, comienza a tambalearse el mundo. Los pasos comienzan con cierta dignidad y linealidad, pero poco a poco esa línea se tuerce, la calle se dobla y los adoquines, pequeños cabroncetes, se mueven y sobresalen para ponernos en serias dificultades “equilibrísticas” (creo que el coche en el que me estoy apoyando se mueve). Aún y con todo eso, estamos hechos de material  animal y sabemos que nuestro instinto primitivo de supervivencia nos hará llegar sanos y salvos a nuestras casas o al menos lo intentará  (ya visualizaba la última esquina para llegar a casa. La cabeza me daba más vueltas ahora, y los pensamientos etílicos se complicaban). A veces nos despertamos a medio vestir, o quizá mejor dicho, medio desnudar, porque nuestro consciente perdió la batalla con el cansancio, con el subconsciente o a saber con qué cosa, y nos quedamos dormidos agarrados a la camiseta con los pantalones a medio quitar, sentados en la cama, nos despertamos al pegar una cabezada al aire, temerosos de rompernos el cuello y que en nuestro epitafio rece “Murió desnucado y borracho con los pantalones por los tobillos”). Supongo, razonamiento asociado a la ginebra, porque no lo puedo confirmar, que gracias a esos instintos también nos movemos por la senda vital que nos atañe, defendiéndonos de las caídas, de los caminos angostos, de las dificultades al fin y al cabo, que al estar embriagados nos produce distorsión de la realidad trascendental que nos rodea. Es esa misma sensación. (La cerradura de la puerta parece que no quiere estarse quieta, y se mueve para no ser violada por la llave, y me dificulta este paso. Me sujeto al picaporte para no perder el poco equilibrio que me queda).  Muchas historias nos suceden en nuestro día a día, que distorsionamos, como si de borrachos se tratara y es nuestro lado animal, el instintivo, el que acaba guiándonos para no perdernos en el camino. Al entrar, golpeo una silla, se mueve hace ruido, y me veo en la obligación de chistarle, pensando que puede escucharme. Por un momento me quedo parado, medio tambaleándome, miro la silla, y recuerdo que las sillas no escuchan ni hablan ni se mueven solas. Me rio solo. Miro el reloj, pero no soy capaz de ver las agujas. Con mucha dificultad subo las escaleras, aguantando como un campeón el estomago revuelto, la cabeza que se escapa y la dificultad de respirar con naturalidad. Busco el teléfono para volver a intentar ver la hora. Malditos bares que abren hasta tan tarde, o tan temprano.  Mi instinto por llegar me acostará, y él mismo, hará que mañana piense en superar otro día.

martes, 17 de julio de 2012

Vacaciones santillana 10

Nunca me he tirado en paracaídas, o desde un viaducto para eso que llaman “puenting”, ni he intentado suicidarme arrojándome desde la azotea de algún edificio (realmente no he pretendido suicidarme de ninguna manera) Pero esas situaciones se me vienen a la mente de una manera sencilla en un gesto tan simple, o en un momento tan cotidiano como éste. Ahí estoy, parado, desnudo, al borde de una piscina, sin decidirme. Hace calor. Mucho calor. La casa duerme, y yo llego de una tranquila velada de amigos, de miradas, de sonrisas, y de rencuentros. Pero hace calor. La noche está muy tranquila. Las estrellas que tienden a alejarse cuando me encuentro en la capital, aquí se acercan para alumbrar de esa forma tan especial que tienen en las llanuras. La Luna no está. Quizá pudorosa ha decidido dejarme mi momento de onanismo vital sin compañía. La ropa sale rápida, amontonada por el camino, para dejarme llegar sin otra cubierta que esos calores que nos acompañan de día y que por la noche salen a nuestra piel, como si ahora esa latencia fuera protectora. Me acompaño de pocos pensamientos hasta el borde. Respiro profundo y miro al cielo, a las ventas oscuras que rodean aquella casa, aquel patio, tan silenciosas como éste. Imagino observadores. Pienso en miradas obscenas. Me río. Mi cuerpo no llega a dar tantas motivaciones, pienso que es el morbo de ver a alguien desnudo, sin más. Vuelvo a respirar con profundidad. Miro al suelo, a los pies, a mis dedos de pie griego, al suelo frio del bordillo de la piscina, y alargando un poco más, al agua oscura y misteriosa que me espera. Me da frio. Siento la gota de sudor caer por mi sien al tiempo que un escalofrío me recorre la espalda. Es entonces cuando pienso en la pereza de meterme en el agua, seguramente no tan helada como la imagino, pero que me asusta. Meto un pie. Soplo. Fresca agua. Miro más allá de la orilla de mi propio cuerpo. Lo pienso una vez más. Un poco de arrepentimiento. Es en ese momento cuando recuerdo las situaciones en las cuales podría estar con semejantes ideas. Ideas de “no retorno” Lanzarse al vacío. No pensar en nada y dejarse llevar por un impulso sin saber a ciencia cierta cuales serán las consecuencias de ese salto.  Decisión. Es lo que falta. Cierro los ojos. Escucho los sonidos de la noche, de esa noche: grillos, coches lejanos, un sonido latente de motor escondido que limpia el agua, un latido a mas de una vida de distancia, incluso me parece escuchar en la lejanía un ronquido de alguien que duerme con las ventanas abiertas. Mi cabeza no hace ruido. Se concentra en la Decisión. A veces me veo asustado ante pasos decisivos, ante situaciones de arrojo, de valentía. De esas que no tienen vuelta. Respiro y muevo el cuello a un lado y a otro. Estiro todo el cuerpo, cruje. Ya no tengo tanto calor. Noto como el sudor se quedo en otro cuerpo o en otro momento, perro aquí, ahora, mi temperatura es suave. Nueva Profunda Respiración. Pienso en el horizonte de un valle profundo, en la altura de un avión, en la sensación del suicida. Dicen que  aquellos que se suicidan arrojándose llegan muertos al suelo porque la impresión de la caída hace que el corazón no pueda más. Pensamientos. Vuelvo a respirar, a colocar el cuerpo. Salto. Arriba y adelante. Noto como el frio recorre mi cuerpo al tiempo que se sumerge. Una milésima de segundo literaria para un pensamiento de horas. Noto como mi cuerpo flota y sube arrastrado por las leyes de los cuerpos sumergidos sin pensar en nada, sin dejar que ninguna idea se escape ni entre. Mis ojos cerrados se relajan ante la presión del agua que inunda. Una explosión contenida de asfixia para sacar la cabeza del agua. Mi cuerpo se estremece de frio, pero placenteramente. Noto como el calor escapa de la piel, como se estabiliza mi cuerpo flotando, dejándome a la deriva. Braceo un poco para alcanzar el borde opuesto. Salgo del agua y retomo la posición inicial, notando como las gotas de agua caen por mi espalda, nacen en mi pelo y chorrean por mi nariz. Ahora el cuerpo ya no tiene calor, ni prisa, ni pensamientos…

viernes, 22 de junio de 2012

26.

Una vez, hace muchos años, cuando estaba de pensamiento universitario, se me ocurrió la brillante idea de tener una maleta preparada en el altillo del armario. Un poco de ropa de entretiempo, una bolsa de aseo, y lo mínimo imprescindible para salir de marcha. Poder levantarme un día y dejarlo todo para salir lo más rápido posible. Fue, como lo fueron muchas de aquella época, una idea feliz que nunca pasó a realidad. Con el discurrir de los años acumulé tal cantidad de despropósitos físicos, que ya no me bastaba una maleta.  Un camión para poder llevarse la vida. Un tiempo que avanza, y ahora a la vista de todo ese mar de cansancio que hace la acumulación, la tristeza de aquella idea feliz se asoma como un recuerdo romántico. El tiempo, inexorable, avanza y nos vuelve a colocar, como una moda en “revival” en aquellas felices ideas. Quizá ahora, para moverme, sólo sea necesario pensarlo y dejar las maletas en los altillos, llenarse los bolsillos de arena para no volarse y salir corriendo. Acumulo mucho peso, mucha vida reflejada en trastos y recuerdos, y trapos y vasos y ropa, y ver que por muchos zapatos que se agolpen en el fondo de mi armario sólo tengo dos pies. Los papeles, los libros, los lápices de colores que dibujaban espacios estancados que se quedan en los cajones que se mueven y se desplazan de un lugar a otro se rompen y despuntan pensando en otros trazos, parece que no quieren dejarme escapar.  A veces me asaltan todas las dudas de la necesidad de espacios, de vidas unificadas, de recodos llenos. A veces piso el césped mojado que rodea mi casa para contactar con un mundo imposible, uno que cada vez se aleja, o al menos eso parece a ratos, de la vida que construimos alrededor de aquella maleta con objetos imprescindibles. Parece como si a lo largo de los años fuéramos colocando obstáculos, cercando aquel altillo de aquel armario que sostenía aquella idea. Cercos de vida, fosos de comodidad, trampas de rutina, que nos alejan de las esencias.  También es cierto que la vida avanza, y que llegan tiempos que nos fortalecen, nos hacen poderosos de ánimo y energía para saltar tanta miseria y vida pre-fabricada y recuperar aquel viejo sueño. Cierto que cuando estamos ahí, sudorosos por el esfuerzo realizado para traspasar aquel campo minado que construimos sin darnos cuenta, a veces ya con la esperanza en la mano, nos preguntamos “¿y ahora que?” “¿Y ahora donde?” Tanto para nada. Volvemos a dejarnos arrastrar por esa corriente fatigosa, a dejar en su sitio, impoluta, esa otra vida, lanzados a seguir construyendo murallas vitales que nos reconfortan.  Puntos de inflexión en el camino. Más y más puntos de giro, más y más caminos. Recuerdo también estando en la universidad escaparme de aquella Ciudad Imperial para viajar furtivamente, sin decírselo a nadie, sin más impulso que la necesidad de escoger otro camino que no era el que estaba marcado, aunque fuera apenas por unas horas, aunque fuera apenas por un momento. Sin maleta, sin ropa, sin vida; simplemente con el deseo. A veces me vuelve a asaltar como un sueño adolescente ese impulso, de aparecer en otra ciudad, en otro sueño, en otro mar, en otra vida, con otra vida, con otra piel. Sigo guardando una maleta, vacía esta vez, pero no en lo alto de un armario, sino en los pies de la cama, que me recuerde lo fácil que es salir y lo difícil que es volver, lo indeciso que es llenarla y lo duro que es vaciarla. A veces, mis maletas viajan mas que yo…

miércoles, 6 de junio de 2012

Las gafas de Roy Orbison


Rebuscaba entre cada estantería de aquel luminoso local.
Dicen que todo, bueno o malo, en exceso o en defecto, es a la larga perjudicial. A veces uno no se da cuenta de esas pequeñas líneas que separan lo bueno de lo peligroso. Incluso aunque eso tan supuestamente bueno sea algo tan bueno como lo es el Amor. Dichoso Amor.
Hace unos años, ya bastantes, alguien me dijo que no sabía querer, que yo “quería mal” y no quería entenderlo aunque siempre lo entendía. No quería creer en esa posibilidad, en que se podía querer a alguien y quererlo mal. Pero siempre lo entendía. Decía “la mas grande” que el Amor se podía romper de tanto usarlo. Al final todo queda reducido a un problema muscular, reduciendo el razonamiento en que el Corazón no deja de ser un músculo al cual, como cualquier otro hay que educar. Siempre igual. Un uso excesivo hace que nos salga ampolla, y que después de ella, llegue el cayo que deja la huella del uso. Se endurece. El músculo se vuelve duro, áspero, feo, y poco práctico para nada. El Corazón que se usa en exceso acaba anquilosándose, y latiendo cada vez mas lento y más despacio porque ya no tiene la frescura de otras veces. Nos pensamos que la experiencia hace que sepamos mucho más de ese músculo tan simple y a la vez tan complejo. Simple porque no tiene nada dentro, sólo un espacio hueco que se rellena y expulsa, pero evidentemente tan complejo que de él solo depende la vida. Usamos demasiado el Corazón. Queremos frenarlo, peor aun, pensamos que debemos frenarlo, porque sabemos de las consecuencias obtenidas al dejar que funcione sin control. Desdichados segundos usos del Corazón.  Miedo a que nuestro músculo funcione por si solo y llegue el día que se rompa. Mejor dejar de usarlo, asustarnos y escaparnos para tener otros músculos al servicio de nuestro inconstante Amor. De un tiempo a otro tiempo a los corazones les pasa como a las cuerdas vocales que se encuentran llenas de nódulos; sólo hay una forma natural para librarse de ellos: dejar de usarlas. Siempre hay remedio quirúrgico, pero como todos, es la última carta, y mucho me temo, que para este nuestro Músculo, no hay aun intervención. Ese remedio es el que nos asedia. Esa solución la que nos atormenta. Cuando nuestro Corazón se endurece porque lo hemos usado demasiado, porque no hemos conseguido reblandecerlo a fuerza de caricias, de besos, de “tequieros” cuando sólo lo usamos en una dirección sin encontrar respuesta que nos permita latir con brío. Es entonces cuando el remedio y la solución es dejar de usarlo. Parar. No querer. Golpearse el pecho de vez en cuando para que sintamos que aun está ahí. Quizá las consecuencias a corto plazo sean demoledoras, quizá sólo sobrevivan algunos, quizá sólo lo superen los expertos. Pero una vez llegado ese momento de superación, de salvación, es posible que la dureza desaparezca, que el poco uso pida a gritos una nueva energía cinética, que el Corazón quiera volver a latir. Mientras eso pasa, entramos en un estado extraño. Lleno de añoranzas, de penas, de tristezas, de dudas.

Quizá por eso había entrado en aquella tienda, porque necesitabas pasar por la vida sin mucha luz, recordando aventuras pasadas, historias felices vividas que ahora le impedían usar de nuevo su Corazón. Por eso tenia la certeza de la necesidad de cubrir un poco su pena, ese espejo del alma que da el reflejo del corazón.
Ahora ya tenía cubiertos sus ojos, aquellos que se le llenaban de lágrimas con cada pensamiento feliz, y no tendría que esconderse.
Sólo dejar pasar el tiempo.
Todo el tiempo.