Las calles desiertas en los alrededores, el sol pasando por sus puntos altos hacían del mediodía una buena hora para morir… o al menos para intentar sobrevivir en el territorio más salvaje de la llanura. El viento, caliente hasta la asfixia, parecía soplar desde el mismísimo infierno, cortando impunemente cualquier esperanza de aire fresco para enfriar el ambiente. No… nada de pensar en salvación… Unas carreras para encontrar una casa donde refugiarse, una mujer despistada, unas ventanas que se cierran al paso de cada sombra… El portalón del Salón era el agujero negro que absorbía todas las energías, todos los pasos, todas las almas… Lo que allí pasaba; mejor dicho: lo que allí pasaría, no era apto para cualquier cuerpo en busca de la redención…
La tensión estaba en su punto álgido. La mesa era el centro de atención, todo el mundo se agolpaba al calor de los jugadores. La música había cesado, o al menos ya ninguno de los cuatro la escuchaba, entre el rumor de los murmullos y la concentración del juego. La barra estaba desierta, nadie se acercaba ya a la camarera, afanada en limpiar el mismo vaso una y otra vez sin perder de vista a ninguno de los clientes que se adentraban entre apuesta y apuesta. El humo parecía la mejor cortina para adornar aquel espectáculo: espeso, pesado, caliente…
Las miradas se cruzaban, pocas palabras y mucho miedo sobre el tapete. Había cosas en juego más importantes que aquellas monedas gastadas que coronaban el centro de la mesa. Manos sudorosas, gestos controlados, frio y calor. Las más habilidosas movían las cartas dulcemente, arriba y abajo, pidiéndole al destino y al azar que le sonriera. El mazo quedó a disposición del rival, para dar su veredicto final antes de soltar el último suspiro. Penúltimo asalto. Penúltimo porque nadie quiere nunca jugar la última. Nadie sonreía. Nadie reía, nadie esperaba que sucediera lo probable. Las cartas volaban de derecha a izquierda, agrupándose para el desenlace, juntándose a la calidez de cada mano. Todo repartido. Todo dispuesto.
Cada uno de los cuatro espíritus, cuerpos, almas o sindiós de los seres que podrían estar ahí, tenía su propia forma ritual para levantar aquellos naipes. Siempre sin apartar la mirada del resto de jugadores, todos enemigos, quizá aliados involuntarios, quizá compañeros. Cuando la última carta cae, pasean sus dedos sobre ellas. Cualquier gesto les delataría, les vendería sin remedio. Medias sonrisas, grandes miradas, pares de manos, juegos de gestos, pequeñas señales apenas perceptibles para el ojo humano, y que ellos interpretaban como llamadas divinas. Uno golpea la mesa, sin violencia. No sabemos si por reprobación, por placer o por contradicción. A estas alturas de la partida no se puede titubear, la mano está a falta de una sola señal y el último de aquellos antihéroes no andaba más lejos… lo dicho, para todos la última, por mucho que lo quieran negar… Nadie habla, el segundo ofrece la mano a su derecha, y aunque el gesto es más parecido a la cortesía, la falsedad, la mentira, ronda sus límites más pecadores en el hecho de la cesión de la palabra. Miradas, tercer jugador, cartas pegadas, signos inequívocos de nervios. El público vuelve a sentirse vivo: la duda genera esperanza, la esperanza, vida. Los simples mortales se miran, saben que no deben implicarse, que sólo tienen una pequeña bula para estar allí, pero hasta el más mínimo de los gestos, la más minia señal, puede hacer cambiar la siempre inconstante Fortuna, y ahora ésta, debe seguir rodando. Silencio en la mesa. Otra vez. Silencio en el universo. La cabeza da vueltas, y se inclina, con sutileza, con levedad, como si pudiera romperse cual cuello de cisne. No queda otra esperanza. Ahora si habrá sonido, la cuarta potencia, el cuarto hombre niega, parece el fin, hace crujir sus nudillos al tiempo que abre la boca, esa es la palabra que nadie quería escuchar, y que retumbaría en los oídos todos:
¡Mus!
No hay comentarios:
Publicar un comentario