Historias de finales de verano hay muchas. Tengo ahora dos muy claras en la retina, a cada cual más extraña: a los colegiales de “Greasse” y a los del “Dúo dinámico” en su “EL FINAL DEL VERANO” Seguro que hay más, y mucho más (o mucho menos, según se mire) interesantes. También están las personales, de cada cual, y que se arrastran por nuestras conciencia, en busca de acabar pareciendo un recuerdo romántico o melancólico. Desde que tengo memoria, mi verano suele acabar cuando terminan las fiestas del pueblo. Unas veces mejor, otras peor, pero siempre es el final. A la vuelta siempre esperaba algo: exámenes de septiembre, pruebas y entrevistas, recuperaciones del curso, vuelta a la gran ciudad, regreso al hogar (o al otro hogar) Mis padres no solían llevarme a la feria por la noche, quizá por eso ahora que me llevo solo me guste tanto este evento local. Las fiestas empezaban con un castillo de fuegos, y desde ahí a casa, nunca por la noche. Una mañana, sin mucho madrugar, ya más cerca del medio día, mi padre nos llevaba a montar en los caballitos. Era bastante menos emocionante que hacerlo por la noche, pero su razonamiento, como siempre, no tenía mucha discusión: no había colas de espera, ni jaleo, ni tanta gente y las vueltas duraban más. Aplastante. Luego como una compensación más, siempre caía una coca cola o un helado. De ahí a comer, con un poco de suerte, un pollo de la feria, y a la siesta. Después era mi abuelo el que nos daba otra vuelta por allí, a primeras horas de la noche, antes de que salieran los mayores, uno o dos días, para que viésemos los juguetes, que el último día, el “día del niño” ya nos “feriaría” algo. Yo siempre quería un arco y unas flechas. Recuerdo que había varios modelos, pero uno siempre estaba destacando por encima, el caro, el que quería. Cuando crecí un poco, mis padres nos dejaban salir con ellos por la noche, un rato, luego nos traían a casa para quedarse ellos un poco más por allí. Era la época del ahorro. A principio de verano, al terminar el curso, buscaba un bote, una hucha de esas que no se podía abrir, y comenzaba una campaña “pro-pre-feria” para conseguir una buena cantidad. Sisaba, pedía, ahorraba, para que al llegar agosto mi feria pudiera ser estupenda. Ahora sigo ahorrando, pero el alquiler mató mis ganas de subir en los caballitos. Recuerdo también las primeras ferias que podía salir solo con mis amigos, discutiendo con mis padres sobre la hora de vuelta, sobre si debían o no darme dinero. Recuerdo un grupo enorme de preadolescentes persiguiendo chicas y haciéndonos la vida imposible. De aquella época tengo un recuerdo físico curioso. Existía por entonces una caseta de tiro al blanco peculiar. La diana era un disparador fotográfico, y si atinabas o apuntabas, qué sabe nadie, al acertar, te hacía una fotografía de ese momento, escopeta en ristre. Ese año saqué dos o tres fotos (never he tenido tanta puntería, en nada) Luego, años más tarde, descubrí en un viejo álbum de fotos dos imágenes similares, una de mi abuelo y otra de mi padre. Las tres generaciones. Qué cosas. Los siguientes pasos de las fiestas siempre pasan por borracheras, bandas de música, viajes románticos en la noria, acompañar al primer amor a su casa, buscar sacar el peluche más grande, los bailes, las corridas de toros, los primeros conciertos, el vermú, o los campeonatos de mus en el casino del pueblo, y ponerse el traje de alguien, prestado, para acudir la última noche a la cena de gala de fin de fiestas. Esa noche podías estar hasta el amanecer por ahí y terminar la feria con unos churros con chocolate… Quizá estar alejado de estas tierras hace que la feria, las fiestas, tengan un pequeño hueco. Aunque siempre sean iguales, aunque haya veranos que el ánimo no acompañe a desfrutarlas. El final del verano llega después de la feria, y la feria está ahí para ayudarme a mantener recuerdos y filias. La vida hacía un paréntesis durante los últimos días de agosto para empujarnos a otras líneas. Hoy empieza la feria, veremos…
miércoles, 25 de agosto de 2010
Vacaciones santillana 4
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